Festivales

Entrevista a Gastón Solnicki, director de “Kékszakállú” (Orizzonti)

El director de Süden y Papirosen habla de su nueva película -un híbrido entre documental y ficción inspirado en El castillo de Barba Azul, única ópera de Béla Bartók- que tiene su estreno mundial en la segunda sección oficial de la Mostra de Venecia y luego se verá en Toronto y Nueva York, entre otros festivales.

Publicada el 02/09/2016


-¿Cómo surge y cómo fue “mutando” el proyecto de Kékszakállú?

-El punto de partida fue El castillo de Barba Azul, la ópera de Béla Bartók. Después de la larga experiencia de Papirosen, era un problema cómo seguir. En 2013 me invitaron a hacer una obra en el CETC para conmemorar el centenario de La consagración de la primavera, que derivaba de una película que venía filmando también desde hacía algunos años sobre Martha Argerich. Esa obra, Stravinsky Boxing Club, marcó muchas cosas. Por un lado, el final de una etapa donde lo importante para mi era espiar y la constante estar en situaciones incómodas, al estilo de un paparazzi. De esa incomodidad nacieron otras incomodidades, como dejar un poco la cámara y arrastrar un equipo hacia una zona de desconcierto; trabajar con actores que no sabían lo que esperaba de ellos durante la toma misma; hacer una película de ficción sin un guión. Ese fuera de registro de todos los factores fue el otro gran aprendizaje de mi debut escénico. El salto al vacío que buscaba homenajear a Igor Stravinsky en la noche de piñas de aquel estreno en 1913 en Paris. Apenas dos años después de que Bartók escribiera su única ópera. Ambas obras descubriendo el siglo oscuro que venía.


-¿En qué sentido(s) sirvió de inspiración la ópera de Bartók?

-Kékszakállú (Barba Azul en Húngaro) esta impregnada de la atmósfera de la ópera de Bartók, de sus materiales cinematográficos. No es una representación, como tampoco la ópera de Bartók es una representación del cuento de Perrault. Inspirados por sus propias aventuras etnomusicológicas, con mi amigo Alan Segal empezamos a pensar un camino posible y con más preguntas que certezas nos fuimos a filmar a Uruguay. Cuándo alguien nos preguntaba de qué se trataba la película o cómo se llamaba, siempre le pasaba la pregunta a él, era una manera divertida de no angustiarme. Trabajamos a partir de algunos materiales como si estuviésemos restaurando una vasija del mundo antiguo. Un rompecabezas del cual solo teníamos dos o tres piezas, confiando en que algo encontraríamos. Lo que intentamos hacer fue absorber el idioma de Bartók. Hablar en su propia lengua. Salir a filmar la película, cómo él salía a recolectar canciones campesinas (con su fonógrafo Edison) y mariposas. Alan fue además el montajista junto con Francisco D’Eufemia; con ellos y con Iair Michel Attias (nuestro heroico asistente de montaje) encontramos la película mientras la editábamos.


-¿Por qué te interesó retratar/construir las experiencias cotidianas de adolescentes y jóvenes en ámbitos tan disímiles como la vida en un balneario (Punta del Este) y una urbe (la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo, por ejemplo)? ¿Cuáles eran las búsquedas principales de esta apuesta coral?

-Yo quería hacer una película en la que la ópera de Bartók conviviera con otro nivel, donde no se tratara de una representación de la leyenda de Barba Azul sino de otro tipo de vínculo entre los materiales. Pasaron dos años entre ese deseo y la idea particular de ir a filmar a Uruguay. Al principio sólo estaba eso, Bartók y Punta del Este, una constelación muy familiar para mí. Allí conocimos a Laila Maltz y a través de ella a Katia Szechtman, ambas de vacaciones. De la mano de ellas nació la ficción que seis meses después se desarrolló en Buenos Aires, en locaciones como FADU y las fábricas de las familias de los personajes. En un sentido muy extraño, al mirar hacia atrás todo parece un proceso bastante lógico y lineal, pero atravesarlo fue duro, en el sentido de la falta de organización, de no entender bien qué era lo que tenía que pasar, lo que necesitábamos. Mi inquietud no era llenar un plan de trabajo sino encontrarme con los materiales necesarios para poder dar ese paso de transición hacia la ficción.




-¿Cómo trabajaste a nivel visual con los directores de fotografía Fernando Lockett y Diego Poleri?

-Filmar sin movimientos de cámara y con un sólo lente fijo tuvo que ver con la necesidad de alejarme un poco de los personajes, retratarlos en un contexto; ya sea un paisaje o arquitecturas. Y sobre todo obligarme a plantear las escenas en función de la cámara y no al revés como venía haciendo en mis películas anteriores, en las que operaba la cámara en mano. Eso y la ausencia de luz artificial fueron los fundamentos visuales que permitieron que a pesar de trabajar con dos (grandes) fotógrafos pudiéramos mantener la consistencia. Es muy interesante como cada uno aportó sus propios nutrientes. Esa nueva distancia es para mi uno de los grandes valores de Kékszakállú. Lo cinematográfico tiene que ver con eso. El 40mm era el lente favorito de John Ford para filmar un hombre en un caballo. Un lente muy versátil y preciso. El esquema de un sólo lente y dos fotógrafos resultó muy fértil. Para ellos como para todos, la incertidumbre como eje de trabajo fue un tema delicado, porque sin un guión no podían diseñar mucho, pero eso también nos obligó salir de nuestras zonas conocidas y descubrir otras posibilidades.


-Si bien los productores principales son vos e Iván Eibuszyc, entre los asociados:figuran Martín Rejtman, Matthew Porterfield, Jonathan Perel, Ilse Hughan, Do Sun Choi y colaboraciones “narrativas” de Porterfield María Alché y Guido Segal ¿Qué aportaron en cada caso?

-En el rol de productores asociados conviven aquellos que aportaron desde distintos lugares; algunos dinero, otros trabajo. La nomenclatura de los créditos esta asociada a roles tradicionales que no siempre se corresponden con la práctica. Rejtman, Porterfield y Perel, además de ser buenos amigos, fueron figuras clave en el desarrollo de la película. De más está decir que para mi es un lujo contar con ellos. El trabajo de mis amigos y colegas es uno de los aportes más valiosos. Martin Rejtman nos llevó al histórico Edificio Arcobaleno donde encontramos un verdadero tesoro cinematográfico, me animó a salir a filmar y nos contuvo desde su experiencia con rigor homeopático. Matt Porterfield tuvo la dura y hasta ahora imposible tarea de intentar ayudarme a escribir un guión. Jony Perel es único, nadie maneja el Excel como él, con virtuosismo y placer. Nos obligó a encontrar el póster y es el autor intelectual de la estructura final. Fernando Trocca, el cocinero, debutó como productor consiguiéndonos mecenas, locaciones y alimentándonos también. Es además el padre de Pedro Trocca, uno de los personajes que también debuta en el cine. En las colaboraciones narrativas figuran aquellos que específicamente se sentaron en alguna parte del proceso y le fueron dando forma a la estructura narrativa. María Alché nos condujo hasta nuestra protagonista y ayudó a pensar los confines posibles de nuestro relato. Guido Segal fue central en la consolidación de la estructura dramática.


-Venecia, en principio, no tiene tanta vinculación con una apuesta tan experimental como Kékszakállú, pero es un festival importante. ¿Cómo tomaste esta selección y cómo sigue el recorrido de la película?

-Kékszakállú no es una película experimental. En un mundo donde las películas son lo último a la hora de decirse su suerte, celebré como una victoria enorme la selección en Venecia, el festival más antiguo del mundo. Nos esta abriendo muchas puertas. Después de la Biennale vienen Toronto y el Festival de Nueva York. Ya hay algunas otras invitaciones y competencias, pero todavía no fueron anunciadas.


Aquí la crítica de la película





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