Festivales

Críticas de la Sección Oficial Argentina

Diez films se disputarán el codiciado premio de 160.000 pesos instituido este año para la competencia argentina. Además, hay otros tres largometrajes fuera de concurso. A continuación, las primeras críticas.
Publicada el 30/11/-0001
-Canadá, de Raúl Perrone. Así como alguna vez se percibieron en su cine las influencias de Jim Jarmusch y de Abbas Kiarostami, ahora Canadá parece una especie de versión local de Tsai Ming-liang y, especialmente, de Apichatpong Weerasethakul. La primera mitad del film, contemplativa, guarda (demasiadas) semejanzas con Blissfully Yours (una pareja, en este caso, entre un chino y una argentina, durante un largo paseo en el bosque), mientras que la segunda (que transcurre en hospitales) se asemeja más a una mixtura entre Syndromes and a Century y algo de La noche del señor Lazarescu. No quiere decir que Perrone se dedique a copiar a estos vanguardistas del cine contemporáneo ni que haya abandonado su pintura local (Ituzaingó), pero en muchos pasajes la película da una sensación de déjà vu. La mínima anécdota dramática (el posible viaje del protagonista a Canadá) y las actuaciones tampoco ayudan demasiado a un film correcto, que no irrita, pero que tampoco agrega demasiado.

-El hombre robado, de Matías Piñeiro. Este debut en solitario de uno de los once realizadores de A propósito de Buenos Aires trabaja -con matices propios, claro- tonos y situaciones similares a las de aquel film colectivo también ligado a la propuesta del mentor Rafael Filippelli. Con aires de la primera nouvelle-vague, este film en blanco y negro combina cierta ligereza formal con algunos diálogos pretenciosos que suenan demasiado falsos. Empleadas de museos cleptómanas y expertos en botánica con sus orquídeas escriben cartas, hacen referencias a la Historia (Sarmiento, Rosas, Urquiza), a la literatura o a la mitología griega, mientras el largometraje ofrece esculturas y música clásica. Todo muy culto, muy elevado. Pero en medio de ese regodeo intelectual, la película dilapida personajes, conflictos y actuaciones más que interesantes. Y se queda, en definitiva, a mitad de camino, deambulando como sus criaturas por las calles porteñas.

-Un pogrom en Buenos Aires, de Herman Szwarcbart. Este director debutante en el largometraje recupera un hecho histórico de notables y muy diversas connotaciones y resonancias: el progrom contra los judíos "maximalistas" del barrio de Once que se produjo en 1919, en plena Semana Trágica. Szwarcbart -siguiendo la línea del último documental de autor- aparece en cámara liderando la investigación y tratando (sin demasiada suerte) de que su propio abuelo (contemporáneo de aquellos sangrientos sucesos) recuerde sus experiencias. Si la vertiente "detectivesca" funciona a medias, la potencia de la historia, de los datos conseguidos y de las imágenes de archivo se va desvaneciendo ante la multiplicidad de capas y de ramificaciones que abre el relato. Mientras las ficcionalizaciónes resultan bastante mediocres, el director consigue algunos momentos de enorme emoción, como cuando busca las tumbas de las víctimas de aquella verdadera caza humana en un cementerio arrasado por la tormenta y el tiempo, y termina lavándolas con agua para descubrir allí los nombres. Uno de los tantos hallazgos que enaltecen a un trabajo digno y honesto, pero cuyo tema quedó por encima de su realización.

-Pulqui, un instante en la patria de la felicidad, de Alejandro Fernández Mouján. El artista plástico Daniel Santoro intenta reconstruir a escala el Pulqui, un avión de vanguardia que encarnó a principios de los años 50 uno de los grandes sueños del peronismo, pero que terminó abruptamente (como casi todo en la Argentina) tras la Revolución Libertadora. La película puede verse como una continuación de Espejo para cuando me pruebe el smoking, en el intento del director por mostrar el proceso creativo de un artista con obras que tienen fuertes connotaciones políticas a partir de hechos del pasado. El film describe esta pequeña épica con algo de ironía y con claras simpatías por la mística justicialista, pero sin obviar las duras discusiones y las pequeñas derrotas en el seno del equipo de constructores.

-UPA! Una película argentina, de Santiago Giralt, Camila Toker y Tamae Garateguy. Un experimento lúdico que tiene ganado el cetro de la película más simpática y desenfadada de la competencia argentina. Un director gay con ínfulas godardianas y bergmanianas gana un premio de 5.000 euros para filmar una película a ser presentada en un festival noruego. A partir de entonces, se inicia la odisea de hacer cine independiente casi sin presupuesto, pero con un equipo donde sobran los egos, los excesos, las depresiones y las miserias humanas y artísticas. Aún con sus clisés, exageraciones y algunas sobreactuaciones (que no molestan demasiado, teniendo en cuenta el tono satírico del relado), UPA! resulta una buena forma de mofarse de ciertos lugares comunes e imposturas de la movida indie vernácula. El montaje entrecortado, vertiginoso, y la banda sonora sintonizan a la perfección con el clima caótico de esta (tragi)comedia que puede (o no) ser tomada en serio.

-El gran simulador, de Eduardo Montes-Bradley (Fuera de competencia). Conocido para su estreno uruguayo con el más explosivo título de No a los papelones, este rebautizado documental de Montes-Bradley hace un uso (por momentos abusivo) de la primera persona con el inefable director haciendo de investigador y, al mismo tiempo, disparando desde la voz en off venenosas reflexiones/opiniones sobre los ambientalistas, los políticos, la intelectualidad "progre" y las peores miserias de la argentinidad al palo. El resultado es un trabajo canchero y sobrador, por momentos hilarante, siempre prolijo y parcialmente provocativo. La figura de un periodista mitómano y fabulador que supo publicar falsos reportajes a Gabriel García Márquez y otros famosos durante los primeros años del menemismo es el eje sobre el que este prolífico y desparejo realizador elabora una suerte de ensayo/panfleto tan arbitrario y oportunista como finalmente irresistible.

-Música nocturna, de Rafael Filippelli. El micromundo-Filippelli (intelectuales melancólicos y algo insatisfechos, sobrevivientes de la bohemia sesentista, noctámbulos de bares con un vaso de whisky siempre al alcance de la mano, expertos en teatro, en música clásica y en literatura) alcanza aquí su máxima expresión. Un escritor que parece nunca va a terminar la Gran Novela de su vida y su esposa (una autora teatral a punto de estrenar) conviven aceptando códigos comunes y traumas ajenos. Película para iniciados (está lleno de cameos de amigos de la intelectualidad progre vernácula), Música nocturna es un relato elegante y entrañable, pero que pierde parte de su encanto por los desniveles actorales (bien Enrique Piñeyro en plan Bogart, no así lo de Silvia Arazi). Estamos, entonces, frente un pequeño universo cerrado y autosuficiente, que algunos pueden encontrar demasiado críptico o autoindulgente. Pero, al menos, se trata de un mundo propio y reconocible. En el cine de hoy, no es poca cosa.

-M, de Nicolás Prividera (Fuera de competencia). Más allá de la absurda polémica entablada entre el director y Albertina Carri, esta opera prima de Prividera es el relato más interesante que, precisamente desde Los rubios, se ha hecho sobre la década del 70 a partir de la perspectiva cuestionadora de los hijos que sufrieron siendo niños las desapariciones forzadas de sus padres. A los 36 años, Prividera narra en los emotivos e implacables 140 minutos de M la búsqueda (obsesiva, desgarradora) que el propio realizador hace para reconstruir la historia de su madre, Marta Sierra, una trabajadora del INTA de Castelar, desaparecida pocos días después del golpe militar de 1976. El propio Prividera lidera en cámara la investigación por oficinas de organismos públicos y privados, mientras apela a cartas, fotos y home-movies familiares rodadas en súper 8 para elaborar, así, un patchwork estilístico y visual que, por momentos, remite a la experimentalidad de la apuntada Los rubios, a la búsqueda detectivesca de Yo no sé qué me han hecho tus ojos, de Sergio Wolf, y a la exposición de ese notable diario íntimo documental que es Tarnation, del norteamericano Jonathan Caouette. Este relato íntimo y político, emotivo y controvertido a la vez elude los farragosos testimonios a cámara y se aleja por completo del didactismo o del mero homenaje complaciente. Prividera, que también llevó el caso al estrado judicial en una notoria causa que involucró a Jorge Zorreguieta, padre de la princesa Máxima de Holanda, expone en toda su dimensión la brecha generacional y se anima a cuestionar desde su enojo "la ingenuidad, la ceguera y la estupidez" de ciertos militantes de los años 70.

-La León, de Santiago Otheguy. Protagonizada por Jorge Román (El bonaerense) y Daniel Valenzuela (Mundo grúa), esta película rodada en HD y en blanco y negro en la zona profunda deel Delta narra la historia de Alvaro (Román), un joven homosexual y amante de los libros que poco tiene que ver con la rudeza y crudeza de la zona y de sus habitantes. Su situación se complica aún más ante la intolerancia del "Turu" (Valenzuela), una suerte de líder local bastante autoritario que manifiesta física y verbalmente su desprecio por Alvaro. Con un tono, un estilo y un acercamiento a la sensualidad, a la sensorialidad y a la naturaleza salvaje que por momentos remite al cine del tailandés Apichatpong Weerasethakul y a ciertas búsquedas de Lisandro Alonso, este primer largometraje de Otheguy –de 33 años, radicado desde 2001 en Francia– se sostiene en una rigurosa y cuidada puesta en escena.

NOTA: algunos fragmentos de estos textos se han publicado en reseñas del autor aparecidas en el diario La Nación.

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