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Crítica de “Nocturama”, de Bertrand Bonello (Competencia Oficial)

La nueva película del director de El pornógrafo, Tiresia, De la guerra L’Apollonide y Saint Laurent se mete con un tema de actualidad al contar la historia de un grupo de jóvenes franceses que se preparan para cometer una serie de atentados en París. Brillante y perturbadora, es un retrato que evita el cómodo análisis sociológico y que prefiere asomarse al tema con recursos puramente cinematográficos.

Publicada el 18/09/2016

La nueva película de Bertrand Bonello es de esas que ponen el dedo en la llaga en el momento y en el “lugar” que más duele. Casualidad o no –los atentados urbanos en Europa son un signo de los tiempos desde hace ya bastante–, su Nocturama se filmó poco antes de los atentados en París de fines de 2015. Se la esperaba en el Festival de Cannes, pero acaso se decidió no programarla por lo incómodo que podía resultar verla entonces. Hoy las cosas no han cambiado tanto –atentados siguen habiendo y más aún en Francia–, pero el margen de tiempo ha permitido espacio para cierta reflexión. La trama de Nocturama no tiene nada que ver con atentados de extremismo islámico pero de todos modos la idea un grupo de personas sembrando el terror simultáneamente por todo París sigue siendo impactante. Y verla aquí, en el País Vasco la vuelve, al menos para mi, doblemente fuerte.

La película del director de L’Apollonide se pone en marcha en pleno procedimiento, a media res. Durante un buen rato (no tomé el tiempo pero debe ser media hora o más) asistimos al movimiento continuo a lo largo de París de una decena de jóvenes y adolescentes (uno de ellos es directamente un niño) que van de un lado a otro en subterráneos en medio de lo que parece ser un complejo plan de tipo terrorista. Ninguno habla, por lo que tenemos que suponer o adivinar posibles conexiones en una puesta en escena de relojería que recuerda al mejor Brian De Palma. Pueden ser muchos personajes cruzándose entre sí con secretos códigos y mensajes privados pero se los sigue con una claridad tal que uno quiere levantarse y aplaudir al montajista.

Casi sin transición la narración irá al pasado y sabremos, apenas, un poco más este grupo heterogéneo de chicos: estudiantes universitarios, inmigrantes (o hijos de inmigrantes) sub o desocupados y así. Bonello evita dar detalles específicos de cómo llegan a urdir sus planes pero ya nos queda claro que, explosivos mediante, van por un coordinado ataque en varios sitios de la ciudad. No diremos demasiado más del plan que tienen para no arruinar sorpresas.

Pero hay, sí, un antes y un después. Y la segunda parte (y la más larga) transcurre en un shopping de varios pisos (que se rodó en el mismo lugar en el que se filmó Holy Motors, de Léos Carax) donde se van juntando los distintos miembros la banda tras sus respectivas “acciones”. El resto del film estará dedicado a la espera, al post-atentado durante las largas horas de la noche y madrugada de este inmenso shopping cerrado, un lugar entre fantástico y tenebroso que encierra todo aquello a lo que supuestamente los protagonistas se oponen (el eje de los atentados de la banda es más bien político/anarquista en un sentido setentista y nada tiene que ver con temas religiosos) pero que también les fascina: objetos de consumo de todo tipo y color, al alcance de la mano. Un mundo lleno de marcas y más marcas.

Bonello no intenta dramatizar la situación creando demasiados conflictos entre los personajes. La narración de esta parte del film es más poética, sombría, inquietante si se quiere, horas atravesadas por una sensación de vacío, de descargas de tensión, de reflexión y de ciertas metáforas visuales un tanto subrayadas. En el medio hay también números musicales que podrían considerarse lynchianos(una versión bizarra de My Way, por ejemplo), comidas propias de un banquete del siglo XVIII y una creciente sensación de dudas entre los protagonistas, el bajón después del orgasmo, el miedo a haber hecho algo probablemente idiota.

Bonello no juzga, no los juzga. Muestra las contradicciones, el absurdo de todo, pero tampoco intenta explicar demasiado los motivos ni la lógica de la banda. Es una suerte de grupo anti-sistema sin demasiados criterios políticos específicos más que un general hastío frente a la falta de trabajo, a la sociedad de consumo y generalidades varias de la historia de la lucha anti-capitalista. En el fondo, lo que la película va dejando en claro es que son niños, que no parecen diferenciar demasiado entre actos que se cometen en el mundo real y en el virtual, como si todo lo que hacen fuera un gran videojuego.

La segunda parte, en ese sentido, resignifica un poco la primera, que puede verse a partir de ahí como lo que finalmente es: un grupo chicos jugando en el mundo real una especie de gran video-game o una película de acción que han visto mil veces en el cine o la tele, sin ser del todo conscientes de las consecuencias reales. Y la angustiante sensación que queda es que esa línea divisoria entre lo real y lo virtual es cada vez es más fina y, por eso, más preocupante.

Más de la cobertura de San Sebastián en nuestro blog Micropsia




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