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Crítica de “La ligne”, de Ursula Meier (Competencia Oficial) - #Berlinale2022

La directora de Home regresó al festival alemán, donde hace justo una década ganó con La hermana el Premio Especial del Jurado, con un drama coescrito junto a la protagonista Stéphanie Blanchoud, pero en el que se luce esa fuerza de la naturaleza llamada Valeria Bruni Tedeschi.

Publicada el 11/02/2022


La ligne / The Line / Die Linie (Suiza-Francia-Bélgica/2022). Dirección: Ursula Meier. Elenco: Stéphanie Blanchoud, Valeria Bruni Tedeschi, Elli Spagnolo, Dali Benssalah y India Hair. Guion: Stéphanie Blanchoud, Ursula Meier y Antoine Jaccoud. Duración 101 minutos. En Competencia Oficial.


Para su nueva fábula familiar, la franco-suiza Ursula Meier lleva a casi todos sus personajes a la condición amimalística que pide el tipo de relato por el que siempre se mueve su cine. Porque animales sociales somos y como bestias nos comportamos. La secuencia inicial transcurre a cámara súper-lenta, a una velocidad que debería dar alas al movimiento armonioso y, sí, las imágenes que van desfilando tienen un efecto hipnótico, lo que pasa es que nos hablan de conflicto, de furia y de destrucción. De fondo suena una música clásica relajante, pero en realidad es como si solo se pudieran oír los gritos que a buen seguro inundan una sala en la que la materia sólida luce las enervantes propiedades del estado gaseoso: todo se pulveriza.

Un jarrón, una botella de cerveza, otra de vino… incluso dossieres trufados de pentagramas donde, presumiblemente, se esconden los secretos de esta pieza para piano que ahora mismo llega a nuestras orejas. Todos estos objetos se emplean como arma arrojadiza contra una pared que asiste impertérrita a este impresionante espectáculo de la desintegración. Pero pronto salimos de esta toma fija y seguimos la acción; tanto de quien la perpetra como de quien la recibe. Resulta que el salón de una casa se ha revolucionado por el torbellino que una mujer está infringiendo sobre otra. La primera parece una fuerza de la naturaleza, y poco le importa que hasta cinco personas intenten contenerla. Es en vano: tiene una misión (por lo visto, aniquilar a esa otra persona), y nada ni nadie va a detenerla.

Detalle importante, apunte clave: quien recibe los golpes es Valeria Bruni Tedeschi, quien ahora mismo (pero también desde hará tiempo) pasa por ser una de las encarnaciones del caos más apabullantes con las que pueda contar el cine. La última vez que la vimos, recordemos, fue en La fracture, de Catherine Corsini; o sea, en el gran hospital de la sanidad pública francesa, un edificio que se venía abajo por la dejadez, pero también por la histeria colectiva que lo rodeaba. El telón de fondo de aquella función lo ponían las violentas manifestaciones de los Chalecos Amarillos, pero de verdad que con Valeria Bruni Tedeschi en escena daba la sensación de que aquel -estridente- sinsentido lo estaba orquestando ella.

El caos llama al caos; del mismo modo, hay actores y actrices que se saben redefinir como conceptos, y que consiguen impregnar con su aura todos los proyectos en los que se dejan caer. Aquí, es importante reseñarlo, si solo se atiende al tiempo de juego efectivo, Valeria Bruni Tedeschi queda claramente relegada a la categoría de personaje secundario, pero -como no podía ser de otra manera- toda la confusión, malosentendidos y ruido que inundan la pantalla parecen ser la consecuencia lógica y directa de su presencia en ella. Y, en efecto, el texto (escrito a seis manos por la propia Ursula Meier, su colaborador habitual Antoine Jaccoud y por Stéphanie Blanchoud, verdadera protagonista delante de las cámaras), va a rebufo de esta ley universal del cine. Porque cualquier resistencia a ella es fútil.

Al fin y al cabo, Valeria Bruni Tedeschi encarna a la mater familias; o sea, que es la causa biológica del desaguisado. Pero también la psicológica. Volvemos a la música: resulta que en su juventud, dicho personaje lo tenía todo a su favor para tener una carrera estelar como pianista. Hasta que la maternidad llamó a su puerta; hasta que más adelante ella dejaría de lado su propio camino para marcar el de sus hijas. En otras palabras, la típica (por tópica) historia de frustraciones mal llevadas… y aún peor volcadas en los demás. Pero todo esto no lo hemos visto; lo aprendemos a medida que el relato va desvelando sus secretos.

Lo hace, por supuesto, con la sensibilidad de un niño aporreando un teclado de piano. Después de la riña del principio (la descacharrante ilustración de una familia que ya no puede más con ella misma), descubrimos que Valeria Bruni Tedeschi (quien ve el fracaso en su pasado, pero también en el futuro que ha labrado para sus tres hijas, especialmente para la que la ha agredido) se ha golpeado gravemente la cabeza, y consecuentemente ha perdido buena parte de su capacidad auditiva. Brillante regla del juego establecida por la demiurga Ursula Meier: es la excusa perfecta para hacer más ruido. “¿Qué has dicho?”, pregunta la madre, “Perdona, ¿puedes hablar más alto?”, e insiste, “¡Es que no oigo nada!”. Todo, lo impregna todo.

En la misma línea, nunca queda del todo claro si lo pide en serio o si es que está provocando por el placer malsano (pero también extrañamente cariñoso) de apretar las tuercas al otro. Como casi siempre con Valeria Bruni Tedeschi, no se sabe dónde empieza la actriz y dónde termina el personaje. En cualquier caso, La ligne, que en todo momento blande orgullosa la condición de drama gritón, opera con sumo gusto en estos altos niveles decibélicos porque con este elevado ruido de fondo tampoco queda claro si los personajes se desgarran o si se parten de la risa; si la música amansa o si agita a las fieras. Ursula Meier nos habla de cicatrices que se (re)abren antes de haber podido cerrarse; de ángeles de la guarda que tienen que respetar órdenes de alejamiento y que para ello tienen que vigilar de no cruzar una delgada línea azul que rodea, a una distancia de cien metros, el perímetro de la casa de los mil alaridos.

Y, así, la propia Ursula Meier va haciendo de funambulista, caminando por la finísima frontera entre el drama desgañitado y la comedia salvaje. Es, al igual que en los mejores momentos de su filmografía, como esa niña que está aprendiendo a relacionarse con el -desquiciado- mundo de los adultos: nada parece tener sentido; nadie parece estar cuerdo y, aun así, cada elemento acaba encontrando ese instante y ese rincón donde respira tranquilo. Juntos, revueltos y después, contra todo pronóstico, en paz. Por fin, Valeria Bruni Tedeschi se queda quieta y la cámara la acaba fijando con un primer plano en el que convergen todos los estados por los que pasa esta “línea”. Vuelve a sonar de fondo la música de Franz Liszt, pero ya sin el propósito de la destrucción. Al contrario: sus ojos se enrojecen y una lágrima se escapa de ellos, y sonríe, y sigue sin saberse si es el personaje o si es la actriz, pero da igual, porque seguramente es lo mismo. No hay línea que las separe.


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