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Crítica de "Robot Dreams", película de animación de Pablo Berger (Competencia Oficial)- #Sitges2023
Tras su paso por festivales como Cannes y Annecy (donde ganó uno de los premios), se presentó en Sitges esta incursión en la animación del director de Torremolinos 73, Blancanieves y Abracadabra.
Es una historia simple. Un perro, llamado simplemente Perro, se siente solo hasta que consigue un compañero. El amor con el que forjarán su vínculo le cambia la vida por completo. Sus días se llenan de felicidad compartida, hasta que una excursión funesta los separará para siempre. Solo queda soñar con el reencuentro hasta aceptar la pérdida y seguir adelante. Esta simpleza se brinda con una honestidad profunda, sin necesidad de volverse sombría ni dar golpes bajos para llegarnos al corazón. Reposa especialmente en lo entrañable de sus personajes que con escuetos trazos logran una expresividad capaz de transmitir todo tipo de emociones.
La sencillez de su historia no cae en una pobreza de recursos ni en una estructura maniquea, de héroe y villano o buenos y malos. La impotencia de que no haya una fuente del mal a quién culpar o llorarle el hecho desgraciado, toca una fibra aún más desoladora.
Se entrega, además de a la profundidad del lazo que construyen los protagonistas, a una poética visual y sonora. La animación tradicional a mano recupera lo que plantea la novela gráfica en la que se basa, mientras toma el estilo de los cómics claire lign, donde las fuertes líneas negras delimitan los contornos y contrastan con los colores plenos sin sombreados de los elementos. También reconocemos personajes caricaturescos que habitan un entorno realista, lo cual propicia hermosamente el escenario para una Nueva York ochentosa y colorida.
El principio nos ubica en el estado psicológico de Perro a través de imágenes cotidianas. Cena solo comida recalentada en el microondas (una imagen per se deprimente siendo su opuesto, la comida casera, un símbolo de hogar, de familia, de compañía, de las que Perro parece carecer); juega solo al Pong; mira cualquier cosa en la TV, ya que al apagarla no puede tolerar la imagen reflejada que le devuelve la pequeña pantalla de su inmensa soledad. Es que en este mundo no hay diálogos (ni humanos). Pablo Berger apuesta a la potencia de las imágenes y el montaje, junto a un diseño sonoro y musical como parte imprescindible de la narrativa. Aplaudo su audacia para volver a hacer en estos tiempos un largometraje mudo y, sobre todo, la carencia de explicaciones que suelen recaer en el habitual mal uso de la palabra. Así nos arroja a un vistoso y melodioso viaje de sensaciones.
Cuando entendimos la raíz de su congoja, una publicidad aparece para hablarle directamente (un toque de humor que me transporta a dibujitos de mi niñez). “¿Te sientes solo?”, pregunta ofreciéndole al mismo tiempo la respuesta: la posibilidad de encargar un amigo robot para armar. Hace la orden y se va a dormir con la esperanza de que su suplicio encuentre término. Al día siguiente espera el paquete, con la felicidad que un perro espera la llegada de su humano. Cuando Robot cobra vida por fin, ambos se miran y se sonríen. Así comienza su historia de amor en la que compartirán sus días y actividades cotidianas, cumpliendo todos los must do de NYC. Pensemos que Pablo Berger habitó diez años en esta ciudad que homenajea con amor sin olvidar, a la par, lo difícil que puede resultar vivir en tal efervescencia ni a su país natal (un guiño con una postal que recibe Perro desde Barcelona). La fundamental banda sonora, con su jazz y música urbana callejera, completan con pericia la imagen que nos conecta con una de las ciudades más famosas del mundo.
Robot absorbe todo lo que puede ver a su alrededor, como la inseparable compañera de Theodore en Ella / Her (Spike Jonze, 2013). Una tarde de parque, bailan una coreografía sobre patines que sellará su vínculo regalándoles lo que se convertirá en su canción, September de Earth, Wind & Fire, cuya letra volverá con sentido renovado hacia el final (mientras que también aparece como leitmotiv en otro momentos del film, contando una versión jazzera). Cuando todo pareciera marchar sobre ruedas llega el fatídico día de Coney Island. Nuestro amigo de hojalata, post baño en el mar, se oxidará y quedará paralizado sobre la arena, lo que nos recuerda al personaje, con quien también comparte cierto aspecto morfológico, de la película que ven juntos, El mago de Oz. No es casual que en la historia clásica sea quien busque nada menos que un corazón, es decir, la capacidad de amar y ser feliz. Perro no es lo suficientemente fuerte como para rescatar a su amigo del estancamiento. A la mañana siguiente, cuando vuelva a buscarlo con las herramientas pertinentes, se topará con las rejas que cierran la playa hasta el verano. Mientras se acerca el frío, sus líneas narrativas se alejan. En su forzado y solitario abandono, Robot soñará con el anhelado encuentro minado por su miedo al olvido. Lo onírico deja lugar a secuencias donde la animación es capaz de vehicular la riqueza de la imaginación (que incluyen un momento de musical, referenciando nuevamente la presencia del mago de Oz).
La capacidad de un robot de sentir y soñar aparece sin ser juzgada. No viene a advertirnos la amenaza del avance de la inteligencia artificial, o escarbar el impreciso límite entre lo artificial y lo natural, ni ensayar moralejas. En este aspecto, hace suya con frescura la libertad de abordar temas existenciales como el amor y la soledad, sin preocuparse por dar explicaciones que pueden resultar innecesarias. No hace falta que nos muestren a Perro en un trabajo monótono y alienante. No lo vemos trabajar. No sabemos si trabaja o de qué vive. Con mostrarnos el contexto de una metrópolis bestial, abrumadora y peligrosa (lo cual se muestra con gracia a través de los ingenuos ojos de Robot cuando saluda a unos “chicos malos” en la calle y le devuelven “the finger”, él les sonríe y les hace el mismo gesto a modo de respuesta amistosa), alcanza para empatizar con la sensación de profunda soledad que se puede experimentar estando rodeado de gente y bullicio. En este mismo sentido, la historia de amor no encasilla el vínculo en típicos cánones de amistad, familia o romance (también hacen típicas cosas de pareja como caminar de la mano).
Cuando Robot, ya con un nuevo compañero y un aspecto transmutado (ciertamente chistoso), ve por azar a Perro caminando por la calle junto a otro robot, nos regalan una hermosa y conmovedora escena. Primero entregado a la fantasía del reencuentro, luego con la incertidumbre de no saber cómo abordar lo que más estuvo esperando en su vida. Así hace sonar September en su restaurado cuerpo estéreo y ambos bailan, juntos a pantalla dividida, su coreografía. Al ritmo de las preguntas Do you remember? Dancing' in September? nos cuestionamos ¿Cómo afrontamos las más soñadas ilusiones cuando pueden materializarse? ¿Qué es un recuerdo, sino algo que ya no está pero sigue presente? ¿Cómo afectan el timing y el azar en los vínculos? El final agridulce, indefinible, como la vida que continua. En un mundo indiferente de creciente aislamiento provocado por el trabajo remoto, cierto uso de las aplicaciones, las redes, los servicios on demand, etc, nos abraza desde la fantasía la vital realidad necesaria de la amistad, el amor y los vínculos, sean como sean y duren lo que duren. A tono celebro el placer de la experiencia colectiva de ir al cine.
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