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Los César 2014 o la autofoto de una Francia selfie
La entrega de los principales premios de ese país sirve como disparador para analizar los diversos debates artísticos, industriales y políticos actuales.
Publicado el 8/3/2014
Dicen que la palabra del año, en français, es selfie. Algo que en español se traduce como autofoto. Como alguien que vive entre dos mundos que se miran (un poco bastante) el ombligo -la Argentina y Francia-, pido permiso para una pequeña introducción algo selfie antes de intentar entrar en el que será el tema de este espacio: el estado de las cosas en el cine francés, visto (en todos los sentidos) por una cinéfila argentina.
Cuando Diego Batlle aceptó mi idea (y espero que no se arrepienta) de escribir una columna en OtrosCines.com, no dudé en bautizarla, incluso ante el riesgo de referencia fácil, France mon amour. No sólo porque a Alain Resnais, el creador de la Hiroshima homónima, le debo gran parte de mi visión del cine francés en particular y del cine en general, sino porque el título transmite exactamente, o casi, mi relación con el Hexágono: un país que amo y que a la vez, paradójicamente (y aquí salta mi argentinidad), suele exasperarme siempre en las mismas ocasiones. Una de ellas es la ceremonia de los César, los galardones que la Académie des Arts et des Techniques entrega puntualmente cada fin de febrero en el parisino Théâtre du Châtelet, siempre antes de los Oscars pero después de los Globos de Oro.
Pero entonces me entero de que Alain Resnais acaba de fallecer (después de los César y antes del estreno del que será su último filme: Aimer boire et chanter -Amar, beber y cantar) dejándome con este título de columna, fruto de un rapto de humor pero que se convierte, ahora oui, en verdadero homenaje. Y más homenaje cuando Resnais era, parafraseando el título del último film de Claude Lanzmann, casi El último de los justos del cine francés, entendiendo por justicia esa combinación de formas, colores, voces, melodías, humor, amor y fantasía de la que suele adolecer tan a menudo esta cinematografía, o al menos de lo cual se la acusa. Resnais deja huérfano a este cine que “conoce la canción” (una mala traducción de “siempre la misma cantinela”), luego de la entrega de unos premios César que, a lo largo de más de cuatro horas, nos dieron más de lo mismo y mucho, muchísimo menos de lo más que el cinéma français nos brindó durante 2013. A eso voy ahora.
En esta 39ª entrega, siempre transmitida por la señal paga Canal +, “en clair”, es decir en acceso libre y gratuito sólo por una vez (Francia es el país del servicio público y el cine, a pesar de sus derivas privadas, privatistas o privatizadoras, es considerado uno de ellos), estuvo dedicada al centenario del nacimiento de Henri Langlois, cofundador, entre tantas otras cosas, de la Cinemateca Francesa. Fue Jean-Luc Godard quien popularizó la expresión del pleonasmo de esta peculiar entrega de premios “a los profesionales de la profesión”, resumiendo todo sobre este ritual que cada año busca distraer y sólo logra fastidiar tanto a quien escribe como a la mayoría de los telespectadores. La entrega fue dedicada asimismo a Patrice Chéreau, fallecido recientemente y aclamada figura del teatro (y del cine).
Poco y nada hubo de Langlois en el desarrollo de la ceremonia ni en el palmarés, que reflejó hasta el hartazgo los ejes omnipresentes en 2013: el interminable debate y la crispación generalizada que rodearon durante meses a la sanción de la ley que aprobó el “Matrimonio para todos”; el interminable debate y la exposición mediática sobre la “identidad y/o vida sexual” y las “cuestiones de género”. Estas dos tendencias aparecieron representadas por las nominaciones de Guillaume et les garçons, à table!, La vida de Adèle, El desconocido del lago y, en diferente pero no menor medida, La Vénus à la fourrure, Joven y bella, La religieuse y hasta Syngué Sabour – Pierre de patience.
En un país donde el debate político serio no sólo es permanente sino que constituye la piedra angular de la democracia y el estado de derecho, solo hubo dos films “políticos” votados entre los 44 que recibieron al menos una nominación y los 199 estrenados: Quai d'Orsay, de Bertrand Tavernier (quien tuvo la sagacidad y la...¿visión? de confiar el papel de una ministra muy especial a la multiperseguida Julie Gayet por su supuesto romance con el presidente François Hollande y su perfume de falso escándalo); y El pasado, del iraní Asghar Farhadi (¿es cine francés?). El César incluye, además, una categoría de “Mejor Opera Prima”, donde se podría incluir, pero sólo parcialmente, a la sobrestimada La bataille de Solférino, de Justine Triet, con la nueva sensación del “cine indie francés” (si tal cosa existiera): el neurasténico Vincent Macaigne, presente en al menos tres de las películas en competencia cumpliendo diferentes roles.
Este panorama general me lleva a hablar de los votos, o en todo caso de los votantes. Los organizadores destacan que casi 200 películas en la lista de posibles votadas brindan un panorama bastante completo de la oferta de 2013. Y como las nominaciones no abarcaban un campo más amplio, ahora existen siete candidatas (en lugar de cinco) en las cuatro categorías mayores (incluyendo Mejor Película Extranjera, con una cuota... francófona). Según el influyente semanario “cultural de izquierda progre pero selectivo” (las comillas son mías) Télérama, “hay una ecuación ´película para los César' que reúne tres elementos, cada uno ponderando los otros: ambición artística, éxito de público y notoriedad. El todo salpicado de un ingrediente extra algo misterioso: la popularidad de tal o cual artista en la profesión.”
Los César serían una caja de resonancia de una notoriedad adquirida y no un reparador de injusticias. A su vez, funcionan como una caja de resonancia que, luego de la lluvia de nominaciones, provoca un aumento más que considerable en la afluencia de público a las salas. El fenómeno no se aplica solamente al pequeño film de autor inesperado (por ejemplo Séraphine, de Martin Provost, 2008), sino también al gran film de autor multipremiado (Amour, de Michael Haneke, 2013). La realidad es que los títulos ganadores vuelven a estrenarse, si es que todavía no siguen en cartel (no olvidemos que Francia es el país con mayor cantidad de salas del mundo). Así, el lunes siguiente a las nominaciones y el lunes siguiente a la entrega los distribuidores vuelven a negociar la presencia de los distintos largometrajes en las carteleras y su número de copias en circulación. No obstante, existe algo falsamente excitante y novedoso: la mayoría de las películas que compiten ya están disponibles o a punto de comercializarse en DVD antes del César. A su vez, las plataformas VoD (incluidas en todo abono de televisión, y que permiten “alquilar” por un mínimo de 48 horas cualquier film, en VO y/o VF, desde el propio televisor y hasta en computadora o tablet) proponen un “paquete César” de todos los títulos. La ceremonia es, entonces, un más que potencial segundo mercado.
Pero volvamos a los votantes. Que suelen no estar en la sala. No hay jurado, como en los festivales. No hay comité de “grandes electores”. Sin embargo, la Academia de los César está compuesta por 4.380 miembros que deben ser profesionales que postulan oficialmente (como para todo en Francia) mediante presentación de CV (hay que haber trabajado en tres largometrajes estrenados en salas en los último cinco años) y la recomendación de dos padrinos (no sabemos quiénes son). Sorpresa: como para (casi) todo en Francia, también se requiere el pago de una cuota anual (60 euros en 2013), que permite el acceso a una selección de films en DVD -sin embargo, los productores no tienen la obligación de incluir su o sus películas a un costo determinado. Quienes no paguen pueden ser teóricamente excluidos al cabo de cinco años (y varias cartas que recuerdan esta obligación...). Unos 4.045 miembros pagaron y votaron para este César. La mayoría fueron técnicos, jefes de rubro (unos 2500), 500 actores, 500 realizadores, pocos distribuidores, ningún periodista (salvo los que forman parte de un “colegio de personalidades”, siempre según Télérama). El voto es libre, cada uno puede votar por su o sus propias películas; se calcula una participación de 60% en la primera vuelta y de 80% en la segunda: los votantes eligen entre los nominados. Y el resultado final suele aburrir, enojar y decepcionar al público, aunque haya concurrido en masa a ver las películas. L'esprit français de contradiction...
Dos particularidades de la entrega propiamente dicha (no olvidemos que Francia es el país de la llamada “excepción cultural”). Primero, a la ceremonia siempre asiste, y es una obligación del cargo, el o la ministra de la Cultura, por lo general con una sonrisa crispada y sentada entre los presentes. Este año fue el turno de Aurélie Filipetti, sobriamente tranquila a pesar del conflicto que enfrenta a los llamados “intermittents du spectacle” con el MEDEF, que predica por la supresión de su estatuto (el “estatuto” también es una categoría imperante en la sociedad francesa que se defiende con uñas y dientes). Segundo: los César tienen un presidente y un maestro de ceremonias. Sí. ¿Qué diferencia el uno del otro? El primero tiene un papel simbólico y es elegido en función de su carrera y su presente para “encarnar” el valor simbólico del César y entregar el de Mejor Película. En cambio, el maestro de ceremonias es quien lleva la batuta, presenta, se mueve en el escenario, calcula el timing y tiene la obligación de hacer los chistes de rigor (por lo general malos o muy malos, cuando no malvados: los franceses no son de risa fácil y sobre todo no en las ceremonias). El cínico Antoine de Caunes fue el maestro de ceremonias oficial de 1996 a 1999 y de 2010 a 2013. Con su “pase” al prime time de Canal + (Le Grand Journal), este año la elegida fue la belga Cécile De France, revelación de los hermanos Dardenne (cuestión de género y de diferencia), quien no se privó de apelar a su apellido para las bromas malas, hablar en un inglés paródico para dirigirse a Quentin Tarantino, Jeremy Irons y... Scarlett Johansson, en primera fila, cumpliendo con la cuota de “americanos premiables o premiadores” que aprovechan para hacer la promoción francesa de sus films y reciben, como yapa, aunque oficialmente es al revés, el “César de Honor”.
Digamos que luego de haberlo otorgado a monumentos del cine como Jacques Tati (1977), Jean-Luc Godard y Jean Gabin (1987), Kirk Douglas (1980) o Bette Davis (1986), dar un César de Honor a Will Smith (2005), Jude Law (2007) y ahora Scarlett Johansson, quien acaba de mudarse a París con su pareja Romain Dauriac y es una gran fuente de ingresos para reconocidas grandes marcas de cosmética... es toda una revelación. Entre los pesos pesados de Hollywood, mencionemos al pasar el César a... ¡Sylvester Stallone! (1992) Y a Kevin Costner en 2013, muy emocionado, hay que decirlo, por el reconocimiento galo luego del fiasco de su carrera en Hollywood. Confieso que lagrimeé junto con Kevin y, por una vez, los franceses aplaudieron, sinceros, de pie. No fue el caso ante Scarlett Johansson, quien luego de presenciar el montaje de rigor con sus escenas más “hot” (¿chaudes?) y soportar con una sonrisa glacialmente cosmética las provocaciones de la Cécile DE FRANCE, subió al escenario casi por contrato para relajarse sólo cuando Quentin Tarantino le entregó el galardón improvisando un agradecimiento tardío por su prestación en... ¡Ella, de Spike Jonze! Los franceses, que aún no vieron la última de Jonze, asistían al bochorno entre resignados e imperturbables.
Pero volvamos al presidente de la ceremonia. Gracias al éxito cosechado por la multipremiada Intouchables, la Academia eligió este año a François Cluzet, le Français moyen, por excelencia, un tipo común, como a él mismo le gusta definirse, y uno de los hombres más afables, modestos, cultos, cinéfilos y solidarios de la profesión. Al inaugurar la ceremonia, y con una sala fría a pesar del más bien cálido invierno parisino, Cluzet se despachó diciendo: “Madame la Ministre, estimados partenaires, estimados partenaires intermitentes del espectáculo. Un actor es un buen partenaire. Y si quiere estar seguro de ser sincero, debe serlo en toda circunstancia.” Después de citar a Marivaux, como un guiño irónico a la aplastante fuerza de la tradición teatral francesa, Cluzet lanzó, temerario: “Algunos dicen que los actores ganamos demasiado. Yo me maté durante 35 años para que finalmente me dejaran presentar esto, ¿no? Hay un actor que hace 15 años que vive en Suiza y nadie dice nada”, en la ya clásica referencia a Alain Delon, quien en 1985 no viajó para recibir su César al mejor actor por Notre histoire, de Bertrand Blier (1985). En su lugar, el cómico Coluche (una especie de Alfredo Casero que hasta llegó a postularse a presidente...) leyó una supuesta carta enviada por el actor “al no poder moverse de Lausana” y provocó la risa nerviosa del público con sus alusiones a la “emigración” de Delon en Suiza. Pero este año, luego del famoso “caso Depardieu”, en el que Delon tomó partido para defenderlo ante el supuesto e imposible costo de vida en Francia que lo hizo tomar la nacionalidad rusa, más el voto reciente de los suizos para restringir la cantidad de extranjeros en su país, la declaración de Cluzet no sólo retomó un clásico, sino que dejó perpleja a la concurrencia. Para finalizar, Cluzet mezcló sus palabras a un famoso audio de Jean Gabin diciendo “a mí me encantan los actores, me encaaaaantan los actores” y concluyó con un contundente: “Nosotros los franceses hemos inventado el cine, y podemos reinventarlo, pero todos juntos”, en clara alusión al espíritu de cuerpo que suele predominar -y dividir- en el Hexágono.
La ceremonia fue larga, demasiado larga, sobre todo teniendo en cuenta la falta de números musicales, los discursos leídos, el perceptible malhumor reinante (todo un clásico), pero sobre todo la ausencia de toda polémica que salpicara la noche con algún imprevisto, aunque sea vestimentario. Algunos momentos: Adèle Exarchopulos recibiendo su premio a Meilleur Espoir Femenino y preguntando, entre exorbitada, perdida y mirando al público que no sabía si creerle o no luego de tantos meses de declaraciones y acusaciones cruzadas: “¿Abdel (por Kechiche), por qué no viniste? No sé dónde estás... ”; el discurso justo, sereno y generoso de Albert Dupontel, ganador del Mejor Guión Original por 9 Mois ferme, un autor completo con más de veinte años de carrera inimitable sin el reconocimiento que merece en el paisaje local; la actriz Zabou Breitman, quien antes de entregar el César al Mejor Actor Secundario denunció el creciente antisemitismo, el poder demasiado creciente de la teoría de género y sobre todo “el curso de masturbación intelectual entre los cineastas franceses, que Kechiche y Guiraudie han demostrado bien” (en una clara alusión al contenido homosexual de ambas películas). El inmenso Niels Arestrup, que agradeció a Bertrand Tavernier el haberle dado la oportunidad “de viajar y proponerme un papel diferente”, luego de citar a Rainer Maria Rilke. La desopilante Audrey Floreau, quien sumamente inspirada y espontánea declaró su amor a Mathieu Amalric, más que injusto perdedor de la noche, contando que lo seguía desde la categoría Meilleur Espoir Masculin en los años ‘80 y en su habitación tenía pegado un póster de él junto a Johnny Depp y Kurt Cobain... Agnès Varda, que al presentar la categoría Mejor Documental recordó que lo había recibido de manos de François Truffaut y declaró:“el documental es una escuela de modestia”, antes de citar a Dziga Vertov: “les hago descubrir el mundo que ustedes no conocen”. La gracia y el desenfado de Sara Forestier, quien recibió en el escenario a un sorprendido Roman Polanski. La sobriedad e inteligencia de Nicole Garcia, presentadora del César al Mejor Actor. La sobria presencia de Jeremy Irons, que en un esforzado francés entregó afectuosamente el premio a la Mejor actriz a Sandrine Kiberlain, quien le “robó” el galardón a la castigada mediáticamente Léa Seydoux. Y no mucho más.
Guillaume et les garçons, à table!, del omnipresente Guillaume Gallienne, con sus cinco César principales (mejor film, mejor actor, mejor adaptación, mejor montaje y mejor ópera prima) y mayor éxito de público del año (2,5 millones de entradas), no hizo más que subir y subir a escena para contradecir, en gestos y palabras, el discurso de apertura de François Cluzet, un verdadero actor de cine y no un producto de la “qualité” del teatro francés (que sin embargo cuenta con verdaderos monstruos y no fenómenos de moda, como Denis Podalydès, totalmente olvidado en esta entrega). Agradeció a su madre y sobre todo a sus productores... Agradeció a su mujer... Agradeció, sobre todo... al teatro. Su film no es sino una obra teatral autobiográfica adaptada a la pantalla grande que cuenta sus problemas de identidad sexual en una Francia de burgueses y ricos, totalmente alejada de la realidad. Una Francia donde lo esencial es saber definirse respecto del propio sexo (cuando no del propio ombligo) y no del otro, del diferente. Una vida personal donde para aprender a ser feliz hay que ir a una España “fea, pobre y de mal gusto” (sic), llena de machos que no bailan, mujeres con castañuelas que gritan, se acuestan tarde, no trabajan y viven hacinados en pisos mugrientos; donde para aprender hay que ir a estudiar a Inglaterra en colegios privados que hacen que la saga Harry Potter se asemeje una de Ken Loach, pensionados ingleses donde Gallienne descubre la camaradería, la música, la disciplina, las artes... y la limpieza del capitalismo; donde para enfrentarse con las fantasías sexuales hay que ir a una Alemania llena de saunas, masajistas sadomasoquistas (Diane Kruger, por supuesto) y atributos desmesurados dignos de una nación que supo cultivar un Führer.
Guillaume et les garçons, à table! hace reír en la oscuridad a millones de espectadores que se quedan mudos ante la inteligencia, la honestidad, el sentido de la puesta en escena, el desenfrenado slapstick y la extraordinaria confrontación de tres actores de diferentes generaciones(Raphael Personaz, Niels Arestrup y Thierry Lhermitte), un verdadero hallazgo del Quai d'Orsay, de Tavernier, adaptación libre de la historieta que nos hace vivir la génesis de un discurso político y la vida cotidiana dentro del verdadero Ministerio del Exterior de una Francia real, burocrática, de despachos pequeños, ritmos de trabajo frenéticos, cultura, pasión política y... Julie Gayet.
Muy cerca de las elecciones municipales que el 23 de marzo próximo definen el mapa de la Francia que viene, el César esta vez fue al selfie del propio sexo, y no de la res publica. ¿Y La vida de Adèle? Nada...
Mis favoritas del año:
-L'amour est un crime parfait, de los hermanos Larrieu.
-Au bout du conte (el regreso de la dupla Agnès Jaoui - Jean-Pierre Bacri).
-Le grand retournement, de Gérard Mordillat.
-Quai d'Orsay, de Bertrand Tavernier.
-Camille Claudel 1915, de Bruno Dumont (increíble la ausencia de Juliette Binoche en los César).
-Le joli Mai, de Chris Marker (version completa de casi 3 horas).
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<p>Tout à fait daccord avec vos analyses, j\'espère que vous continuerez à livrer votre regard décalé sur le cinéma français. Le point de vue dune étrangère sur nous-même est une aide précieuse pour prendre du recul sur notre système \"à la française\".</p> <p>Merci donc</p>
<p>Hola Maria,</p> <p>Muy buena su investigacion, me gustaria siga colaborando en el mismo rubro: Cine Frances.</p> <p>Saludos y gracias al editor por su publicacion.</p>