Columnistas
BAFICI 2018: Todo premio es político (sobre “Las hijas del fuego” y “Teatro de guerra”)
Por Griselda Soriano y Luciana Calcagno
Análisis de lo nuevo de Albertina Carri y Lola Arias, ganadoras de la Competencia Argentina.
Los dos premios en la Competencia Argentina de la 20ª edición del BAFICI quedaron en manos de mujeres. En el caso del premio a Mejor Película fue para Albertina Carri, directora con una larga carrera que en Las hijas del fuego decidió experimentar con el género pornográfico. El de Mejor Dirección se lo llevó Lola Arias, directora teatral, dramaturga, perfomer y artista visual que es la primera vez que hace un largometraje. Con un planteo menos radical que el de Carri (Teatro de guerra podría verse como una reversión de su obra teatral Campo minado, de 2016) presentó un documental que experimenta a su vez con sus propios protagonistas y con un terreno no demasiado trabajado en el cine argentino: el conflicto de Malvinas.
Podríamos decir que el premio que recibió Las hijas del fuego implica, al igual que la película, una toma de posición no sólo estética sino también política. En ambos casos, el riesgo no es un mérito menor: si a priori suponíamos que a estas alturas una película así no iba a “escandalizar” a nadie, basta con leer algunas de las críticas que se escribieron al respecto -o recordar los chistecitos y comentarios de pasillo- para verificar la incomodidad que despertó en unos cuantos. Una incomodidad que podríamos pensar vinculada a la falta de herramientas para dar cuenta de lo que se había visto, en el mejor de los casos, o al prejuicio, el machismo y la lesbofobia, en el peor. No estamos diciendo, por supuesto, que la película tenga que gustarle a todo el mundo; hablamos, más bien, de las dificultades para pensarla y abordarla en sus propios términos. Tampoco queremos decir con esto que el único “mérito” de la película sea el riesgo que Albertina Carri -una directora ya consagrada hace rato pero que nunca se queda quieta- eligió correr al filmar Las hijas del fuego, una road movie porno lesbo-feminista: la película merece los debates que provocó y seguramente va a seguir provocando.
¿Road movie porno lesbo-feminista? Sí, Las hijas del fuego es todo eso y más; es una película abiertamente política, y hasta podríamos decir militante, que abraza de lleno el que acaso sea el género más despreciado de la historia del cine: la pornografía. Tal vez allí hayan empezado las dificultades: la película se asume como porno sin reparos ni vergüenza y juega con el género y lo reformula pero no reniega de él; de ahí que tanto los elogios que intentan separarla del género como los ataques que insisten con que “eso no es cine” se empantanen de la misma manera.
Dos chicas se reencuentran en Tierra del Fuego y emprenden un viaje en una camioneta robada; a medida que atraviesan el país, se van sumando más y más compañeras a un recorrido en que los vínculos sexuales y afectivos se abren y se ramifican sin cesar y los cuerpos se vuelven, como se escucha en una escena, “territorio y paisaje ante la cámara”. Y es que Las hijas del fuego es una película autoconsciente: una de las protagonistas es directora de cine y quiere filmar, por primera vez, una porno; en su voz se encarnan las preguntas que, podemos imaginar, deben haber dado origen a la película que estamos viendo (y no es la primera vez que Carri juega con la pornografía: no olvidemos sus cortos Barbie también puede eStar triste y Pets).
Pero no es ahí, en esas reflexiones explícitas, donde debe buscarse el trabajo más profundo que la película lleva a cabo con el género, porque éste está dado no tanto por las palabras de la narradora como por el modo en que se va construyendo una manera de mirar que está en las antípodas del porno mainstream. La pregunta, como siempre, es cómo representar: ¿cómo representar los cuerpos, el sexo, el goce, la diversidad, la disidencia?
Si bien hay algo aquí de la estructura dramática del género -¿qué son esas aventuras en la ruta y esos encuentros justicieros con unos hombres horribles (unos hombres horribles, no todos los hombres) sino parte de la misma fantasía que envuelve todo?-, cuando se trata de representar los encuentros sexuales la película lo reinventa y toma su propio camino. No hay nada aquí del esquema básico de las escenas de sexo explícito de la pornografía heteronormativa promedio; esto es, la reiterada penetración -más o menos violenta, según el caso- del cuerpo femenino, la mirada puesta en los genitales y la casi total indiferencia ante el goce (o más bien la falta de) de la mujer; una mujer que, además, debe cumplir con ciertos cánones de belleza. Aquí la cámara a veces toma distancia y a veces se acerca a otros detalles; los cuerpos (uno, dos, tres, cuatro, cinco o todos los que se quiera) son diversos, y el encuentro entre ellos no se basa en el ejercicio del poder sino en el encuentro entre pares y en la exploración de placeres surtidos. Los vínculos sexuales y afectivos que se establecen entre las protagonistas de Las hijas del fuego se alejan, en un mismo volantazo, de los choques mecánicos de cuerpos-objetos de la pornografía “estándar” (reducidos a un “inserte esto aquí”), de las representaciones del lesbianismo pensadas para los hombres y también de la idea de amor romántico monógamo como justificación del placer; en sus relaciones hay una búsqueda que la película a la vez provoca y retrata (la pornografía siempre se ubica en un territorio indefinido entre el documental y la ficción, y la película de Carri incorpora esto con sensibilidad y belleza) en la que la confianza, el juego, el disfrute y la alegría de estar juntas priman por sobre cualquier idea de conquista del cuerpo ajeno.
Y todo eso es, como decíamos al comienzo, una toma de posición no sólo estética sino también política. Porque se busca transformar modos de representación hegemónicos; porque se elige representar la diferencia no desde el sufrimiento sino desde el goce, y, sobre todo, porque si hay una idea que atraviesa la película de principio a fin, tanto dentro como fuera de la pantalla, es la idea de comunidad. Por una parte, el relato disuelve el protagonismo individual para construir un potente colectivo, tan unido como diverso; pero además la película está atravesada por múltiples referencias e intertextos que crean lazos con la historia reciente del cine argentino, y filmada por un equipo técnico conformado por mujeres, del que los créditos dan cuenta de manera horizontal. Forma y contenido, adentro y afuera, refuerzan la misma idea: la de una corriente imparable que no deja de crecer y en la que, con suerte, también quedarán envueltos los espectadores (sea cual sea su orientación sexual, porque esa diferencia no es, no debería ser, en sí misma, un obstáculo para vincularnos con lo que vemos en pantalla; ¿o acaso las mujeres no hemos aprendido a identificarnos con una infinidad de representaciones que nos excluyen?). Esta idea, presente en el cine de Carri ya desde Los rubios -en la que Albertina recordaba el pasado al mismo tiempo que afirmaba sus raíces en los lazos del presente- fue tal vez la declaración de principios más contundente de la Competencia Argentina: construir una comunidad todavía es posible.
Teatro de guerra, que viene de presentarse en el Forum de Berlín, donde obtuvo el premio del jurado ecuménico y el de la CICAE, es tan solo una parte de un proyecto mayor, compuesto por la obra teatral Campo minado (Minefield) y la videoinstalación Veteranos (2014), en la que Lola Arias ya se preguntaba qué había sido de la vida de aquellos que combatieron en la guerra de Malvinas siendo aún adolescentes.
Veteranos fue presentada en el Parque de la Memoria y también en el Royal Court Theatre de Londres, que a su vez co-produjo Campo minado. Ambas tienen el mismo punto de partida, y hasta algunos “personajes” en común (es el caso de Marcelo Vallejo, presente en los tres proyectos). A su vez, en Campo minado, los seis veteranos que forman parte de la obra (tres ingleses, tres argentinos) son los mismos que en Teatro de Guerra: Lou Armour, David Jackson, Rubén Otero, Sukrim Rai, Gabriel Sagastume y Marcelo Vallejo.
Lo interesante de todas estas aproximaciones a una herida que aún no cierra es que a través del arte se unen dos universos tan disímiles como el de dos ex combatientes: ¿qué pueden tener en común un jardinero argentino y un policía inglés?
Que a ambos la guerra les arruinó la vida.
A través de un trabajo con la repetición y el ensayo, veremos cómo el universo de los veteranos comienza a entremezclarse y cómo algunas anécdotas parecen ser intercambiables, sean del bando que sean.
Esta repetición es muy teatral pero también muy cinematográfica. La lógica de presentación de personajes es la de un casting: un espacio amplio, fondo blanco, cargo, rango y profesión actual.
A la manera de un ensayo se van sucediendo los veteranos, comentando lo que hacían y lo que hacen actualmente. David Jackson, ex operador de radio de los Royal Marines, actualmente sufre de estrés postraumático y es psicólogo de veteranos; Marcelo Vallejo estuvo años sin poder escuchar música en inglés y ahora es jardinero y campeón de triatlón; Rubén Otero es un sobreviviente del hundimiento del General Belgrano que toca la batería en una banda tributo; Sukrim Rai es un ex gurka devenido guardia de seguridad.
Todos ellos recrearán distintas situaciones que vivieron en la guerra en amplios espacios neutros, como una pileta de natación o una casa en escombros.
La lógica de la película es que todas las escenas y las anécdotas se repitan hasta perder el sentido y también la emotividad.
Por ejemplo, la anécdota principal de Teatro de guerra, que hilvana toda la película, es aquella en la que Lou Armour -sargento de los Royal Marines que aparece en la famosa foto del día de la “invasión” argentina con el título “Vimos rendirse a los ingleses”- cuenta cómo un soldado argentino, antes de morirse en sus brazos, le habló en inglés. Es una anécdota que contó en la televisión inglesa y se emocionó, lo cual al día de hoy le trae conflictos ya que mostró empatía por un soldado argentino. Esta anécdota es profundamente emotiva la primera y la segunda vez que se narra. A la quinta vez ya se transforma en otra cosa; se vuelve parte de un ensayo, de un work in progress, de un pastiche en la que se reutiliza para ser algo nuevo, de un parlamento más.
Pero también están aquellas anécdotas o relatos que aparecen una sola vez y son, paradójicamente, los que más quedan en la memoria, como aquella en la que Marcelo Vallejo cuenta que durante años luchó con la adicción a las drogas y cuando lo internaron para rehabilitarse tuvo que colgar una foto del monte William en su habitación porque temía olvidarlo.
Teatro de guerra, entonces, más que preguntarse por la guerra se pregunta por la memoria y por el relato que cada uno establece de su experiencia de la guerra. Por eso es también tan importante, hacia el final, la escena de la escuela, en la que vemos por primera vez a soldados ingleses con niños argentinos hablando sobre su experiencia en Malvinas. La película muestra cómo se transmite esa vivencia y cómo puede un niño comprender que la atrocidad de la guerra es igual para cualquier bando sólo con dos escenas y unas muy pocas palabras.
Y para expresar de manera visual este concepto de que la guerra termina igualando, homogeneizando a todos los que formaron parte de ella, el trabajo con los cuerpos es crucial.
Como buena directora teatral, Arias es, ante todo, una directora de actores (no actores): así se ve cómo el trabajo con los cuerpos de los ex combatientes genera, también, nuevos significados. Esos cuerpos que anteriormente pelearon ahora se entrelazan de nuevas maneras y generan nuevos contactos, ya no desde la enemistad sino desde el juego, desde el reconocimiento de tatuajes y marcas de guerra, desde la experimentación, desde la provocación.
Teatro de guerra es, al igual que Las hijas del fuego, otra película que incomoda (por motivos distintos), y otra película que trabaja con su propia materialidad y se cuestiona las reglas del género (en este caso, del documental) para crear reglas propias, nuevas.
Sobre las autoras: El Club de las Cinco nació en julio de 2017 como un proyecto de cinco periodistas, entre críticas de cine y editoras, que buscaban una excusa para hablar de lo que más les gusta. Una vez por semana, entre picadas y vino, Luciana Calcagno, Micaela Berguer, Sol Santoro D'Stefano, Maia Debowicz y Griselda Soriano se reúnen alrededor de una mesa a discutir sobre películas y series con una mirada analítica pero desprejuiciada, seria pero entretenida, informada pero no aburrida.
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