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Crítica de “Crock of Gold: A Few Rounds with Shane MacGowan”, documental de Julien Temple (Competencia Oficial) - #68SSIFF
Sin escapar de la ortodoxia, el autor de The Great Rock ‘n’ Roll Swindle, The Filth and the Fury, Glastonbury, Joe Strummer: The Future is Unwritten y London: The Modern Babylon presenta un retrato de 124 minutos que da fe de la geniales contradicciones y del talento de su objeto de estudio: el líder de The Pogues.
Desde que vino al mundo en 1951, en la localidad irlandesa de Pembury, a Shane MacGowan le ha dado tiempo de vivir varias vidas. Fue un niño criado en una ambiente rural y muy católico, que a los 6 años, por prescripción familiar, ya completaba su dieta diaria con un par de cervezas. Luego se convirtió en un adolescente conflictivo y adicto a cualquier sustancia en plena explosión del punk en Londres. Fundó una banda de éxito mundial como The Pogues, sin dejar de lado sus adicciones. Consiguió el reconocimiento mundial como compositor y escritor. Y, en la actualidad es un icono cultural, admirado por artistas de su generación y también por otros más jóvenes. Con un personaje así, Julien Temple no tiene más remedio que acometer un retrato poliédrico para intentar condensar en dos horas una biografía inabarcable, por convulsa y repleta de giros.
Por encima de sus incursiones en la ficción o de su faceta como prolijo director de videoclips, el cineasta británico se ha consolidado como un verdadero especialista en documentales musicales. Vivió en primera persona la eclosión del punk y por eso dos de sus más notables trabajos –The Great Rock ‘n’ Roll Swindle (1980) y The Filth and the Fury (2000)– tienen a The Sex Pistols como protagonistas. En Crock of Gold no incorpora apenas variaciones sobre su estilo narrativo: el suyo no es un trabajo de riesgo ni tampoco innovador a nivel formal. Se trata de un film asentado sobre testimonios, grabaciones de archivo, imágenes de conciertos, entrevistas recuperadas de la televisión, pasajes animados y, por supuesto, las entrevistas con Shane McGowan, para las que ha contado con interlocutores como su propia esposa, el político Gerry Adams, Bobby Gillespie (Primal Scream) o Johnny Depp, que también es productor del film y estuvo presente en San Sebastián.
Ellos son los que comparten con el protagonista esas ‘rondas’ a las que hace alusión el título original del film. Por la forma en la que están filmados, son encuentros que podían haber tenido lugar en la barra de un pub pero también sobre un ring de boxeo, porque McGowan es un personaje imprevisible, que lo mismo cierra una conversación con una risa ahogada que con una frase cortante. Temple utiliza esos testimonios para acercarse a la vida de su protagonista a través de tres bloques temáticos. Su relación con Irlanda, de donde tuvo que emigrar con su familia para probar fortuna en Londres; su faceta como músico de éxito; y su relación con las drogas y el alcohol. La parte relativa a su país de origen es quizá la que presenta mayores síntomas de ir a la deriva. Temple trata de condensar el último siglo de historia del país entre levantamientos, hambrunas, atentados y acuerdos de paz a través de imágenes de archivo y algunas reconstrucciones ficcionadas, que intercaladas en la narración dejan la extraña sensación de no ser más que retazos.
Sin embargo, esta parte funciona como contexto para entender las dos posteriores. McGowan llega a afirmar que formar The Pogues, un grupo que reivindicaba la música folclórica y tradicional irlandesa y la popularizó en todo el mundo durante la década de 1980, era su forma de compensar no haber formado parte del IRA. Y su condición de exiliado en Londres le hizo acercase al mundo de los estupefacientes. Drogas y música forman parte constante de la vida de McGowan. Y Temple utiliza estos dos elementos para ir perfilando los sucesos de una vida repleta de descensos a los infiernos que llevan al protagonista al borde de la locura –especialmente brillantes son los viajes de LSD ilustrados por el mítico Ralph Steadman, colaborador de Hunter S. Thompson– y también de ascensos fulgurantes, sintetizados en la épica de sus actuaciones en directo con grabaciones rescatadas.
Al final, por encima de los intentos de Temple de dejar patente su autoría a la hora de construir el discurso, el director atina al ceder ante el peso de la figura retratada, que se muestra como un personaje complejo, repleto de geniales contradicciones y de talento mayúsculo. Alguien que ha convertido su vida en una inmensa performance, desde que paseaba como una oveja como mascota por King Cross, y que ahora es reconocido como uno de los grandes escritores del siglo XX, aunque él prefiere que se le considere, simplemente, como un músico.
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