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Críticas de “Correspondencia”, de Carla Simón y Dominga Sotomayor; y “Un efecto óptico”, de Juan Cavestany (Sección Zabaltegi-Tabakalera) - #68SSIFF

La competencia más radical y experimental del Festival de San Sebastián presentó un corto y un largometraje.

Publicada el 26/09/2020


-Correspondencia (España-Chile/2020). de Carla Simón y Dominga Sotomayor. Duración: 19 minutos.

El formato de ‘correspondencias’, según el cual dos cineastas intercambian cartas fílmicas durante un período de tiempo, permite poner en relación a dos autores y sus obras. Y también que estos abran al público una puerta a su espacio más privado, mientras exponen reflexiones en voz alta e, incluso, comparten materiales que pueden ser (o alguna vez fueron) esbozos de posibles trabajos. La que mantuvieron Víctor Erice y Abbas Kiarostami en 2006 –que luego se pudo ver en formato de exposición en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) y La Casa Encendida– inauguró una serie por la que también pasaron José Luis Guerín y Jonas Mekas o Naomi Kawase e Isaki Lacuesta, entre otros. Los últimos en sumarse a esta iniciativa fueron este verano los argentinos Mariano Llinás y Matías Piñeiro, de la mano, de nuevo, de La Casa Encendida de Madrid.

Tomando como punto de partida el mismo esquema, pero con factura de producto cinematográfico cerrado y limitado en su duración, surge Correpondencia, que firman Carla Simón y Dominga Sotomayor, y que se ha presentado dentro de la sección Zabaltegi-Tabakalera del Festival de San Sebastián, tras proyectarse en Visions du Réel (Nyon). Además del evidente vínculo generacional –sus edades solo están separadas por un año–, existen otras conexiones entre las directoras de Verano 1993 (2017) y De jueves a domingo (2012), como el hecho de que ambas han abordado en su trabajo la cuestión de la infancia. Una confluencia de intereses que se hace evidente en el arranque de este intercambio de cartas movido por las emociones, los recuerdos, las dudas y la necesidad de preservar la memoria como acto de resistencia y compromiso.

Carla Simón abre el film con una caligrafía de imágenes grabadas en súper 8 para anunciar con un rótulo escrito a mano –recurso que utilizará a lo largo de todo el trabajo- que su abuela acaba de morir. Su relato se puebla de voces que hablan a coro, que resuenan desde un pasado doméstico e íntimo, y que cuestionan el futuro de su vida familiar. De este modo, la cineasta marca el tono confesional con el que se expresará durante todo la película. Porque, en la siguiente misiva, su reflexión girará en torno a las imágenes –que conserva del pasado y que piensa filmar en un futuro próximo– de su madre biológica y de su madre adoptiva, y también sobre sus dudas a propósito de una posible maternidad.

La respuesta de Dominga Sotomayor varía en la forma de trabajar con las imágenes. Su propuesta se construye a partir de material de archivo, sobre el que su voz en off actúa como guía omnipresente. La directora de Tarde para morir joven (2018) recupera un corto que filmó junto a su abuela –una alusión a lo familiar que entronca con las reflexiones de la directora catalana– que narra la llegada de una joven en tren a Santiago de Chile. Un trabajo en blanco y negro que nunca se llegó a editar, y que muchos años después la cineasta chilena reprodujo en color. Sotomayor utiliza también imágenes de su madre, protagonizando un spot de la mítica campaña a favor del “no” en contra de Pinochet en el referéndum celebrado en 1988 y que acabó con el gobierno del dictador.

Pese a que en el conjunto del film resuenan ciertos ecos procedentes de la realidad social e histórica, el tránsito definitivo de la esfera familiar a la política acontece cuando Sotomayor desestima ahondar en sus impresiones acerca de la maternidad para abordar el estallido social de su país, donde la población se lanza a las calles –para manifestar un descontento generalizado y reclamar una nueva Constitución– y donde “nos están sacando los ojos a balazos”. Sin abandonar su trabajo en torno a la idea del archivo familiar y público, Sotomayor saca su cámara a la calle para dejar testimonio de una realidad cíclica marcada por la represión ciudadana. De este modo se cierra un film estimulante, humilde en su duración pero reseñable en su apuesta por tender puentes entre el intimismo de orden privado y el ejercicio de agitación y denuncia política. FERNANDO BERNAL





-Un efecto óptico (España/2020). Guion y dirección: Juan Cavestany. Elenco: Carmen Machi y Pepón Nieto. Duración: 80 minutos.

En octubre de 2014, dentro del apartado de “infomercials” del canal Adult Swim, se emitió por primera vez la pieza Too Many Cooks, de Casper Kelly, un cortometraje de diez minutos que pronto comenzó a viralizarse en Internet de manera descontextualizada. La pieza imitaba las formas de una sitcom ochentera y, en concreto, las de su careta de presentación. Así, una canción enérgica y feliz daba paso a imágenes deslavazadas que nos permitían visualizar los escenarios de una sitcom familiar estadounidense así como a sus protagonistas –introducidos por la correspondiente tipografía amarilla habitual del formato y la época–. El problema surgía cuando estos títulos de crédito se extendían más allá de lo razonable: cada vez que la canción parecía llegar a su final, comenzaba de nuevo, en un bucle imperfecto que, poco a poco, iba transformando la estampa de felicidad en una postal tenebrosa. Un asesino en serie se introducía en la presentación, los personajes morían asesinados, el escenario se teñía de sangre y, en la cima surrealista de la pieza, las palabras amarillas sustituían a los personajes, mientras los actores adoptaban el rol de las letras. Viendo Un efecto óptico, el nuevo film de Juan Cavestany, uno se encuentra ante esa misma sensación.

Protagonizada por Carmen Machi y Pepón Nieto, la película cuenta el viaje a Nueva York de una pareja de Burgos que, en realidad, nunca parece llegar a salir de España. Ambos se dedican a hacer turismo, pero lo que debía ser una visita a la Estatua de la Libertad es en realidad un paseo por una escultura cualquiera colocada en un parque de extrarradio. Cuando el matrimonio llega al final del viaje, éste volverá a empezar en un bucle donde las fases se repetirán con diversas variaciones tanto a nivel formal (la puesta en escena de cada situación varía ligeramente) como de contenido (en ocasiones, parece que la pareja está en Nueva York, mientras que en otras se encuentran en lugares sospechosamente parecidos a Madrid o incluso Burgos). El bucle se convierte también en una pesadilla pero a diferencia de propuestas como Hechizo del tiempo o Al filo del mañana, aquí los protagonistas no son plenamente conscientes de lo que sucede. La única explicación proviene de un mal sueño donde la hija de ambos explica que la pareja se encuentra en una película que está mal hecha a lo que el personaje de Pepón Nieto responde con incredulidad. La hija se encargará de concretarle que una película “es como un episodio de una serie, pero más largo”. Ahí se encuentra una de las claves de la cinta: en estos tiempos, en los que ciertos lugares comunes indican que el mejor cine se hace en televisión, Cavestany propone que el cine podría ser como un episodio de algo más grande. Algo como una desestabilización, una sacudida al género de la comedia, la especialidad del director de El asombroso mundo de Borjamari y Pocholo, Gente en sitios, Esa sensación y la serie Vergüenza.

Repleta de imágenes cinéfilas populares que obedecen a la idea de que uno conoce Nueva York incluso antes de visitarla gracias al cine (el puente de Manhattan o las escaleras de Joker se reinterpretan de manera brillante a través del gag), Un efecto óptico bebe de la tradición del post-humor y su interés por el fracaso de los mecanismos de la comedia. Tal y como comentaba Jordi Costa hace ya diez años en el estupendo libro Una risa nueva, “la comedia no siempre es una comicidad que triunfa (…) sino también una comicidad que fracasa… aunque de forma sorprendente e inesperada”. Pero Cavestany sabe que la comedia también ha evolucionado en esta última década y ya no se trata tan sólo de introducir una comicidad que desmorone el orden establecido a través de la vergüenza o la ausencia de risas, sino que el género es ahora directamente autodestructivo.

Gran parte del mérito de Un efecto óptico obedece al trabajo de su pareja protagonista. Pepón Nieto está perfecto en el papel de ese español medio que piensa recorrerse las tiendas de Nueva York para comprar vaqueros porque están mucho más baratos que en España, pero es Carmen Machi la que ofrece un recital inimaginable en otro cuerpo. Ya desde su secuencia de presentación, donde Machi mira la mortadela que le corta un charcutero con un deseo y una lascivia imposibles de describir, la actriz madrileña se revela como el gran centro tanto cómico como tenebroso de una comedia que pide a gritos una performance del horror. Efectivamente, Un efecto óptico es una película divertida, pero también un puzzle psicológico difícil de armar que sugiere que el bucle al que se ha entregado este matrimonio también pasa por su biografía previa: un posible examante que aparece de vez en cuando en escena, la incapacidad de ambos para mantener relaciones sexuales, el silencio incómodo que inunda los paseos de la pareja, la soledad del nido vacío… Todo parece indicar dolorosamente que el viaje hace tiempo que acabó y, tal vez, es de ahí de donde nace el miedo que impide entregarse a las risas. En Dispongo de Barcos, había una secuencia en la que un personaje preguntaba “¿De qué hablan?” y otro le contestaba “Pues no sé, pero lo que dicen es verdad”. Algo similar puede decirse de Un efecto óptico. ENDIKA REY






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