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Análisis de las claves de la serie coreana “El juego del calamar” (“Squid Game”), el fenómeno global de Netflix
Con reminiscencias de El cubo, Los juegos del hambre y Battle Royale, del japonés Kinji Fukasaku, esta producción surcoreana se convirtió en un éxito sin precedentes que, más allá de sus hallazgos y limitaciones, merece algunas posibles lecturas sobre semejante éxito en sociedades con costumbres e idiosincracias muy diferentes.
Imposible saber si mentía o no, pero hasta el propio Ted Sarandos dijo estar sorprendido por el éxito planetario de El juego del calamar, la miniserie coreana de nueve episodios de alrededor de una hora cada uno que desde su estreno es lo más visto en Netflix -en la Argentina, pero también en su propio país; en los Estados Unidos y en gran parte de Europa- y muy pronto se convertirá en la serie más vista de toda la historia de la plataforma.
¿Qué tiene, entonces, esta historia sobre un grupo de descastados hermanados por el gran desafío de sobrevivir a una serie de juegos infantiles para hacerse de un botín equivalente a 38 millones de dólares y cuya segunda temporada, obviamente, empieza a ser un plan concreto a futuro?
Su estructura narrativa está lejos de ser novedosa. Como en El cubo, de Vincenzo Natali, hay varios extraños que no saben bien dónde están, ni quién los llevó ni mucho menos quién está detrás de todo el asunto. Si en aquella película eran menos de una decena de personas encerradas en un complejo de habitaciones con formas de cubo del que resultaba imposible salir, salvo que se cumplan una serie de objetivos, aquí hay 456 hombres y mujeres que en común tienen una abultada cantidad de deudas. ¿Acaso El juego del calamar funciona como metáfora de los caídos del sistema? No necesariamente, porque eso es apenas una anécdota que genera la principal motivación de los siete personajes centrales.
Personajes, desde ya, bien distintos entre sí, con buenos y malos bien demarcados que, a medida que avance el relato, formarán distintos grupos para ayudarse entre ellos (y perjudicar a sus rivales). Una serie de alianzas que contribuyen a generar empatía hacia los más débiles (ver el episodio de la cinchada). Difícilmente El juego del calamar sería el éxito sin ese componente de debilidad en sus protagonistas.
La mecánica de la serie es, a estas alturas del partido, con cientos de notas en decenas de portales informativos, conocida: cada episodio incluye un juego infantil que los participantes deberán sortear. Quienes ganen, continúan jugando…y vivos. Quienes pierden, quedan afuera…y muertos. Como Battle Royale y la saga de Los juegos del hambre, pero con un contexto mucho más elusivo, pues aquí no hay, como en las adaptaciones de la saga de Suzanne Collins, un villano del estilo del Presidente interpretado por Donald Sutherland. Sí se ve que todo es controlado por un hombre desde una inmensa habitación repleta de monitores.
El pozo acumulado, que se incrementa juego tras juego, opera como la zanahoria perseguida por todos. Y hay unos guardias con trajes rojos que lleva a pensar en La casa de papel y con los rostros cubiertos por unas máscaras tipo esgrima que los mantienen –al menos durante los primeros episodios- bajo el anonimato. Con los participantes vestidos de traje verde, El juego del calamar propone un contraste constante de tonalidades, una simplificación visual que clarifica la dinámica de los juegos.
Si bien Sarandos ha dicho varias veces que la serie no fue pensada en base a los algoritmos, lo cierto es que, a partir de ese contraste, está todo dado para que sea “fácil” de ver. Y ni hablar de los cliffhangers, esos recursos narrativos por el cual se crea una situación de gran tensión dramática que queda interrumpida y se completa al capítulo siguiente. Muy difícil no pasar al siguiente episodio cuando los protagonistas quedan colgados de una soga ante un abismo.
Y así avanza Los juegos del calamar, entre pruebas cada vez más duras, una violencia inusitada (y ultra sangrienta) para los parámetros de la N roja, la humanidad de sus desesperados protagonistas y una buena cantidad de traiciones y engaños que generan una tensión que no da respiro. Una serie que no descubre nada nuevo, que emana el olor a refrito de distintas películas, pero que sabe lo que quiere. Y, sobre todo, cómo conseguirlo.
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