Críticas

El otro, de Ariel Rotter

Un lugar en el mundo

La extraordinaria economía gestual de Julio Chávez y la notable indagación del director de Sólo por hoy en el tema de la representación hacen de este errático viaje de un hombre que busca reencontrarse consigo mismo un film por momentos fascinante y de gran riqueza conceptual
Estreno 10/05/2007
Publicada el 30/11/-0001
El otro (Argentina-Alemania-Francia/2007). Guión y dirección: Ariel Rotter. Con Julio Chávez, Osvaldo Bonet, María Oneto, Inés Molina, María Ucedo y Arturo Goetz. Fotografía: Marcelo Lavintman. Edición: Eliane Katz. Dirección de arte: Aili Chen. Sonido: Martín Litmanovich. Producción de AireCine, Aquafilms, Celluloid Dreams (Francia) y Selavy (Alemania). Distribuidora: Distribution Company. Duración: 83 minutos. Sólo apta para mayores de 13 años. Uno de los caminos que eligieron los directores jóvenes que empezaron a hacer sus películas a fines de los '90 consistió en disecar lo dramático. Hubo ahí un gesto reactivo y quizás inconciente frente al cine de los '80, tan preocupado por evitar que quedara la mínima duda sobre los motivos por los que los personajes hacían o no hacían algo o eran de cierta manera, y cuyos trayectos debían tener un “resultado”, una visión general sobre el mundo que era aquello que el espectador debía entender y que era, finalmente, el motor por el cual el director había querido hacer la película.

Pero, al mismo tiempo, ese acto de disecar fue un efecto que podía tener su justificación cuando la propuesta lo habilitaba, como en los casos de las películas de Martín Rejtman, o en La libertad, o en Ana y los otros. En otros casos, en cambio, parecía un movimiento cómodo de quien va a guarecerse, de quien va a lo seguro para evitar desbordes, "guiones de intencionalidad visible", actores que reproducen gestos que les reditúan aplausos en el teatro. Esa disecación no era igual a inmovilismo, pero estaba alimentada, muchas veces, por una idea de confortabilidad. No es esto lo que ocurre en El otro, la segunda película de Ariel Rotter.

El otro es una película de personaje. Se instala en Desouza desde el inicio para no abandonarlo nunca más: sabemos que espera un hijo, que tiene un padre en etapa de decadencia al que visita ocasionalmente y no mucho más. Sin que esas responsabilidades caigan sobre el espectador como pedazos del techo de la justificación, Desouza se va de viaje y en el camino decide cambiar de nombre y adoptar otras vidas.

Como si jugara a ser el reverso despolitizado del protagonista de El pasajero, de Michelangelo Antonioni, este Desouza prueba esos otros mundos para los que -a diferencia de aquel Nicholson antonioniano- no parece evidenciar ninguna transformación, ni física ni de personalidad. Es Desouza con otros nombres y otras relaciones, pero sigue siendo Desouza. Aquí está una de las claves: el espectador no participa de esos procesos, y no participa no porque el director se obstine en escamoteárselos sino porque pareciera no haberlos, o ser tan irrepresentables que se vuelven tan frágiles que resultan invisibles.

Esa danza de Desouza por diferentes heterónimos no implica que esté buscando “su nueva personalidad” (que sería lo que hubiera quedado claro si la película la hubiera filmado un director de los '80) sino que va errando por opciones que van apareciendo, como si ese juego que el personaje juega incluyera una regla que consiste en inventarse nombres y profesiones, como una reacción infantil frente a las más frecuentes preguntas burocráticas de la ley y las instituciones, o de aquellos que reproducen esas formas de la burocracia inquisitiva sin darse cuenta. O mejor: no es que a Desouza le tocan esas formas que el mundo emplea para que las personas se mantengan dentro de las leyes del mundo, sino que el mundo se ocupa de reproducir y convencer de que todos reproduzcan esas leyes. Y la errancia es una forma de expresión de ese mal estar (así, separado).
  
Rotter busca que esa errancia del personaje aparezca durante el viaje pero que no continúe ni tenga un efecto sobre él ni sobre la puesta en escena de la película. El otro parece adosarse a su personaje pero no instalándose en su mirada y su punto de vista sino en su decisión, y así la extraordinaria economía gestual de Julio Chávez encuentra su prolongación en la economía disecada de Rotter. Por eso, no hay transformación sino desvío circunstancial, como si la narración se bifurcara en un camino hipotético, o en varios, y luego volviera, como si regresara después de una excursión.

Nada indica que ese desvío haya dejado marcas en Desouza ni tampoco que no las haya dejado. Y la sucesión de finales con cada uno de sus personajes cercanos parece orientarse a desmontar esta presunción demostrativa. Parece que algo va a explicitarse pero no sucede; parece que alguna palabra va a permitirle al espectador completar ese proceso interior del personaje y de la película, pero esta ilusión se aborta. El protagonista recupera el nombre después de probar en el mundo real la fantasía del anonimato, y recupera también todo lo que está asociado al deber ser después de investigar el quisiera ser, después de probar lo que es "hacer de"; es decir, después de actuar. En ese exacto punto, El otro deja de ser una película de personaje para plantearse como una película sobre la representación, sobre la actuación y por tanto sobre el propio Chávez como objeto de investigación. No falla nunca: siempre merecen el elogio los directores que logran convertir sus materiales de trabajo en el objeto de sus películas.

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