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Crítica de Knight of Cups, de Terrence Malick, epifánica mirada sobre Los Angeles
El mítico (amado/odiado) director estadounidense de Malas tierras y Días de gloria estrenó en la Competencia Oficial de la Berlinale (donde ya había presentado La delgada línea roja y El Nuevo Mundo) este retrato de las desventuras de un guionista en crisis profunda (Christian Bale), con el que redobla la apuesta por un cine lírico -con un discurso entre religioso y psicoanalítico- de extrema belleza, pero con momentos de pomposidad que bordean el ridículo. De todas maneras, el resultado es más convincente que el logrado con El árbol de la vida y To the Wonder.
Publicado el 9/2/2015
El cine de Terrence Malick no volverá a ser lo que era. No se hagan ilusiones. Da la impresión que, de El árbol de la vida en adelante, el hombre ha decidido seguir un camino si se quiere poético que va profundizando –o reiterando, depende la opinión de cada uno– con cada nuevo film. Lo que en La delgada línea roja y en su cine previo era un recurso utilizado en algunos momentos, ya ha pasado a ser el concepto central de su forma de entender “lo audiovisual”.
Si odian la combinación de planos breves y en ángulos extraños acompañados por música y/o una voz en off en tono “angustia existencial” ni se acerquen a Knight of Cups. Si, como es mi caso, ese sistema nos parece que todavía posee la capacidad de crear momentos de tremenda belleza, epifánicos y hasta fuertemente emotivos, dénle una chance a la película. Lo vale.
¿Por qué es mejor este Malick que el de El árbol de la vida y To the Wonder (N. de la R.: editada en DVD y Blu-ray como Deberás amar)? En principio, porque al retratar la vida contemporánea en Los Angeles, en el corazón de la industria, su cine ha incorporado imágenes no usuales. No hemos tenido demasiadas ocasiones de ver cómo Malick mira/observa/filma una ciudad moderna (en general sus películas transcurren en pueblos chicos, en el campo o en el pasado), salvo esos breves y confusos pasajes con Sean Penn en El árbol de la vida. Y las imágenes y composiciones que obtiene aquí son en muchos casos impactantes, transformando Los Angeles –y especialmente las casas de los “ricos y famosos”– en una mezcla de paraíso decadente y escenario de película de ciencia ficción.
La película es la mirada del realizador a la decadencia de la industria de Hollywood y, tal vez, a su propia crisis creativa. Christian Bale “interpreta” (su “interpretación” básicamente consiste en caminar, mirar con cara de preocupación y revolcarse en varias camas con muchas mujeres bellísimas) lo que parece ser un guionista –o un director, nunca queda muy claro– viviendo el “Hollywood lifestyle”, pero atravesando una seria crisis personal que no le permite avanzar en su trabajo. A lo largo de buena parte del film lo vemos recorrer estudios, yendo a fiestas en mansiones, strip-clubes y, en una larga secuencia, visitando Las Vegas. Pero lo que se dice trabajar, nunca…
La película está organizada en base a capítulos, cada uno con una carta del tarot como eje. En lo que es posible reconstruir de la historia (los tiempos van y vienen, los textos en general son más reflexiones que intentos por narrar convencionalmente algo), Rick vive torturado por la muerte de uno de sus hermanos y pasa algún tiempo en compañía de su otro temperamental hermano (Wes Bentley) y de su padre (que encarna Brian Dennehy, a quien se lo ve bastante avejentado en lo que es su único trabajo en los últimos años) que no parece aprobar del todo el estilo de vida de su hijo.
La mayor parte del tiempo Rick lo pasa en compañías femeninas, con Cate Blanchett apareciendo en flashbacks en el rol de su ex esposa, una doctora a quien la vida hollywoodense de Rick no le interesa nada, y Natalie Portman dominando la parte final en el papel de otra mujer importante en su vida con la que empieza un affaire. En el medio, el seductor Rick tiene varias aventuras sexuales y aparentemente breves historias con actrices/modelos/strippers entre las que se destacan Freida Pinto, Imogen Potts y Teresa Palmer, historias que no parecen sacarle mucho más que una sonrisa a Bale, que recorre el film de punta a punta con similar cara de preocupación y tristeza, entre la fractura emocional y el embole absoluto.
Lo fascinante y a la vez potencialmente frustrante del film –y el estilizado sistema audiovisual del Malick siglo XXI– es que el realizador logra mantener el interés del espectador básicamente sin narrar nada más que estados mentales, impresiones, sensaciones, como si todo el largometraje fuera una pintura viva, en el que importan más que nada los movimientos y la combinación sensorial de los distintos elementos en el plano. La mayoría de las escenas no tienen diálogos y, cuando lo tienen, aparecen y desaparecen como si se oyeran de casualidad, rápidamente reemplazados por música o por la temida voz en off.
De todos los elementos que pone en juego Malick, tal vez el más conflictivo siga siendo el de la voz en off, pero no necesariamente por la manera en la que está usada sino, concretamente, por lo que muchas veces esas voces dicen, una suerte de combo religioso/psicoanalítico que fácilmente se vuelve pomposo y muchas veces bordea el ridículo. Esta película, por suerte, tiene una menor carga mística que las anteriores, pero de todos modos el ángulo religioso/moralista sigue siendo central a su discurso. Y cuando hay sólo imágenes y música, se agradece…
Con la ayuda de la fotografía de Emmanuel Lubezki, lo que es innegable es que Malick tiene un ojo único para capturar las sensaciones que transmiten los lugares, dándoles a la vez un carácter realista y creíble y, paralelamente, un clima de ensoñación/fantasía. La forma en la que la cámara capta Los Angeles consigue algo que pocas veces se ve en el cine, pero que sí se puede sentir si uno alguna vez estuvo allí: la combinación entre esa ciudad que parece poco interesante y hasta plana por fuera pero que se revela increíblemente compleja y hasta decadente por dentro.
Malick parece haber logrado un master en ese tipo de combinaciones, con su capacidad de convertir el espacio en una sensación física y mental, que se apoya en el realismo para ir más allá, una suerte de impresionismo fílmico y casi barroco que por momentos lo une a cineastas como Wong Kar-wai, cada vez más similares en su forma de aprehender el mundo y construir un lenguaje cinematográfico con él. No es casual, imagino, que ambos tengan los mismos problemas de filmaciones que se vuelven extensísimas, guiones que se alteran todo el tiempo, voces en off que “unen” retazos sueltos y, claro, imágenes bellísimas.
Si bien no habla directamente sobre Hollywood, las imágenes de Knight of Cups son más reveladoras de lo que piensa Malick de la industria que cualquier discurso o diálogo específico sobre el tema. Las fiestas decadentes con mujeres bellísimas (a quien filma con un ojo bien de fotógrafo publicitario o bien de “viejo verde”), los palacetes en los que muchos de estos personajes viven y la falsedad de los estudios con sus reconstruidos escenarios urbanos son las imágenes que Malick elige para mostrar esa decadencia de la industria y de los que “trabajan” en ella. A la vez, es claro por las imágenes que consigue, es un universo que resulta claramente fascinante y atractivo para los que viven en él.
Uno puede decir que el film no hace más que retratar la tristeza de los niños ricos, las crisis de jóvenes bellos y millonarios que solo podrán salvarse teniendo un contacto más real con el mundo, con la naturaleza y con los que sufren (hay un tufillo de un “espíritu de beneficencia” que podría lavar las culpas de estos personajes que resulta un tanto banal) y esa lectura es respetable y comprensible. La película no es, obviamente, la primera en trabajar estos temas del ennui de la burguesía acomodada y de la elite creativa (ya lo han hecho decenas de cineastas con grandes ejemplos en películas de Federico Fellini o Michelangelo Antonioni sin ir más lejos, y varios en el propio Hollywood), pero lo cierto es que Malick logra retratar con bastante efectividad, y algunos momentos de genuina emoción, ese universo que bordea lo fantástico pero que a la vez es extrañamente real.
Más de la cobertura de la Berlinale por Diego Lerer en nuestro blog Micropsia
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