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Ghibli, fábrica de sueños

De Heidi a The Wind Rises, la obra de Hayao Miyazaki (y de su socio Isao Takahata) está llena de hallazgos y emociones. A partir del anuncio de que interrumpirá su producción animada, nuestra columnista analiza la filmografía del mítico estudio japonés.

Publicada el 03/09/2014

Publicado el 3/9/2014

Cuando era chica -debía tener cinco años- vi Heidi en la televisión de aire y me impresionaron menos la orfandad de ella o la silla de ruedas de Clarita que la cena que todas las noches, invariablemente, el abuelo de la nena le servía: leche fresca en un cuenco de madera y un pedazo de queso derretido al fuego, sobre un pan. Toda esa escena era la gloria, porque el abuelo se tomaba su tiempo para servirla y Heidi la recibía maravillada, como si toda la calidez y lo que es bueno en el mundo le fueran entregados tibios y cremosos arriba de un pedazo de pan casero. Nunca en toda la infancia me dieron tantas ganas de probar una comida como esa leche y ese queso que el abuelo de Heidi preparaba en la montaña, y ahora me doy cuenta de que esas ganas eran también las de participar en una escena.

Que esos dibujos tuvieran la firma de Hayao Miyazaki es algo que supe más de veinte años después -a los nenes no les importan esas cosas-, pero sí me daba cuenta en ese entonces de que había algo especial en esos dibujitos porque lo sentía: el pasto de la montaña y la libertad de Heidi cuando podía sacarse su ropa de ciudad y correr suelta, y el placer de acostarse en esa cama de paja recién hecha y ser feliz con lo mínimo, eran sensaciones que estaban ahí totalmente presentes, algo parecido a esa felicidad de estar de campamento y que alcance con lo básico. Después conocí el nombre de Miyazaki y, junto con él, inseparable de un Totoro celeste de perfil, el de Studio Ghibli, y vi muchas más películas salidas de esa fábrica, pero lo que más me sigue impresionando en todas es ese placer tan palpable por las cosas que vuelvo a encontrar, por ejemplo, en una nena que se llama Ponyo y recién venida al mundo, pega saltitos encantados frente a una canilla de la que brota el agua o frente al plato de sopa con jamón que le prepara la mamá de Sosuke.

Comer y dormir, terminar un trabajo cansador y respirar el aire son algunas de las marcas de Ghibli, las más características acaso porque en Occidente puede haber estudios brillantes como Disney o Pixar (no tanto DreamWorks) con películas brillantes como Toy Story, pero se sabe que en Toy Story, pese a la nitidez de su mundo de juguetes inolvidables, nadie come. O, mejor dicho, nadie hace una pausa para comer, y en general es muy difícil encontrar una película donde los tiempos de la narración y de los grandes o pequeños eventos (pero eventos al fin) se combinen con esos otros destinados a limpiar, prender el fuego, tender una sábana o hacer todo ese tipo de cosas que, la mayoría de las veces invisibilizadas, son necesarias para sostener la vida.

Se supone que Studio Ghibli deja de hacer largometrajes (también se habla de “reestructuración” después de la salida de Miyazaki el año pasado) y se supone que es una mala noticia, pero no parece tan mala cuando el mundo que los directores de Ghibli construyeron película a película está ahí, tan completo, tan nítido y disponible. Fue en 1985 que Hayao Miyazaki e Isao Takahata (los dos ya pasan los setenta años) fundaron un estudio al que llamaron con la palabra italiana que sirve para nombrar al Sirocco, el viento que sopla en el Sahara. El éxito de Nausícaa en el valle del viento, dirigida por Miyazaki el año anterior, fue el auspicio que necesitaban los artistas después de sus largas carreras haciendo animación para la tele. A pesar de que el estudio produjo películas de varios realizadores más como Yoshifumi Kondo, Hiromasa Yonebayashi y Goro Miyazaki (muchas veces con música de Joe Hisaishi), ellos dos siempre fueron los nombres más representativos de la firma y, de alguna manera, fundaron un estilo por el que sería conocido el estudio después con sus primeras películas Ghibli: Laputa, Castillo en el cielo (1986) y Mi vecino Totoro (1988), de Miyazaki, y La tumba de las luciérnagas (1988), de Takahata.




Todo está ahí: las nenas de Miyazaki, siempre de corazón limpio y caprichos ocasionales, que tienen una capacidad de asombro inagotable por los simple y son todo lo contrario de princesas; los aviones, los artefactos, las invenciones y los sueños de la modernidad en su doblez de promesas y de instrumentos del infierno; las creaciones humanas y su convivencia difícil pero deseada con lo natural; lo sagrado que se esconde y aparece por todas partes y puede tomar la forma de unos bichos peludos o de un gigante panzón como Totoro; la historia de Japón, dolorosa y terrible, contada a veces con un realismo que casi no se puede soportar. Desde el principio, los directores de Ghibli montaron un mundo de fantasía mutante y variadísimo con raíces bien profundas en la tierra porque, como lo dice Shita, la princesa campesina de Castillo en el cielo (esa especie de torre de Babel utópica y temida, que guarda conocimientos como tesoros pero puede usarse para destruir al mundo con su tecnología desde su lugar separado y flotante), no se puede sobrevivir separado del suelo.

Mi vecino Totoro le dio a esa idea una forma panzona y con sonrisa de Gato de Cheshire en el espíritu del bosque que cuida a dos hermanitas mientras su mamá está en el hospital recuperándose de una enfermedad. El bosque donde se mudan las hermanas con su papá está lleno de espíritus, empezando por las bolitas negras que habitan la casa de ellas, que se declaran felices de tener fantasmas: aunque la persecución de esos “bichos” toma prestado algún momento de película de terror, lo que las nenas descubren en la oscuridad es vida y compañía en lugar de destrucción, y sólo tienen que pedirles a las cositas que se retiren de su casa, cosa que hacen enseguida. Luego viene Totoro y la alegría del crecimiento, de los brotes nuevos, en un proceso simple y silencioso que en los minutos que dura la película lleva a las hermanas a anudar los descubrimientos profundos con las necesidades básicas, las ofrendas y los cuidados necesarios para sanar a la madre.

Totoro es representativo del espíritu Ghibli porque en el mundo Ghibli nada es tierno, en el sentido más hueco y forzado que tanto se estila por acá, de gatitos con moños y maullidos melosos: hay, sí, alegría y celebración, hay mucho juego y fascinación con el mundo y cuidados sinceros entre las personas, los animales y las cosas, pero todo movido por un reconocimiento discreto -que los niños Ghibli parecen entender sin necesidad de explicarlo- de que hay un orden que respetar, de que hay cosas que son importantes. Orden en el sentido de organización, de armonía, y no con el sentido militar que adquirió en la crianza occidental, donde los niños son casi una fuerza maligna que se debe controlar. Los niños Ghibli aman la naturaleza sin necesidad de que nadie les enseñe ecología, respetan el trabajo y asienten suavemente con la cabeza cuando entienden que están frente a algo digno de tener en cuenta, como hacen Ponyo y Sosuke cuando, cruzando la península inundada en un barquito, se cruzan con una mamá y le convidan sopa y comida para que pueda amamantar a su bebito. “Mi mamá también me amamantó”, dice Sosuke, y Ponyo hace un gesto con la cabeza, y todo transcurre sin que nunca parezca que se está enseñando algo.

Nenes y nenas que se las tienen que arreglar solos porque los padres por momentos se ausentan -por enfermedad o por trabajo-, nenes que sufren y que conocen la pérdida, como los hermanitos de La tumba de las luciérnagas, nenes que a los pocos años tienen que hacer el esfuerzo extra de cuidar a otros nenes más chiquitos, de asumir responsabilidades: lo que despliegan las películas de Ghibli es un universo aumentado por la fantasía pero su base es profunda y dolorosamente real, desde la muerte intolerable durante un bombardeo de la mamá en La tumba de las luciérnagas al mar lleno de basura, botellas y otras porquerías en esa costa donde transcurre Ponyo, siempre amenazada por la sombra de algún tsunami.

La historia y los cuentos de hadas, los cuentos clásicos “para niños” y las figuras que la imaginación de los directores de Ghibli arman como un collage (helicópteros como cafeteras, islas flotantes que parecen una Babel impulsada por hélices, un colectivo que es un gatito con faros de ratones) son el material del que se nutren las películas de Ghibli. Por eso su producción de treinta años cubre un espectro amplísimo desde “películas para bebés”, como me dijo alguien sobre Ponyo (y ahora mirándola con mi bebé de un año y medio puedo comprobar la pura generosidad destinada a los chicos de esa proliferación casi delirante de barcos y helicópteros) hasta biografías “basadas en hechos reales” como The Wind Rises (la última de Miyazaki que cuenta sentidamente la historia de Jiro Horikoshi, el inventor de un avión de combate que fue usado en el ataque a Pearl Harbor durante la Segunda Guerra), y pasando, por ejemplo, por esa adaptación de Ursula K. Le Guin que es Cuentos de Terramar.

Dirigida por Goro Miyazaki, la que quizás sea la menos Ghibli de las películas del estudio cuenta la historia de salvación mutua entre un joven príncipe que asesina a su padre y una chica-dragón, que se oculta en el campo viviendo como una campesina. No es tan difícil imaginar esta película filmada con actores como cine de acción en vivo -cosa que sería casi imposible con El viaje de Chihiro o con El increíble castillo vagabundo, por ejemplo-, pero aunque las invenciones pictóricas no abunden en esta película sobria hecha con pocos personajes y elementos, el ritmo narrativo de Ghibli está ahí, y de repente estamos en una cabaña en el campo contemplando el fuego con el príncipe desgraciado, la chica-dragón, una campesina y un hechicero, en una mesa que podrían compartir perfectamente Heidi y su abuelito. Es esa familiaridad la que construye, de película a película, un álbum interminable como el árbol de Totoro que florece y prolifera en una noche (sólo que era un sueño): de los artefactos más estrambóticos a la sencillez más depurada, el mundo dibujado por los creadores de Studio Ghibli necesita de la animación para ser infinitamente maleable y mantenerse simple al mismo tiempo.


 

COMENTARIOS

  • 24/09/2014 22:09

    <p>Hermosa columna, me sent&iacute; identificado.</p>

  • 13/09/2014 18:35

    <p>Bello art&iacute;culo Marina, gracias. En tus palabras casi casi que se recuperan las sensaciones que nos transmit&iacute;an esas peque&ntilde;as acciones cotidianas de Heidi y otros relatos de Ghibli. Desde tu teclado captaste algo de esa atm&oacute;sfera.</p>

  • 5/09/2014 21:45

    <p>Antes una de los Muppets, ahora Ghibli, qu&eacute; bien viene la mano.</p> <p>Aprovecho para preguntar, &iquest;llegar&aacute; por ac&aacute; finalmente The Wind Rises?</p> <p>Saludos</p>

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