Festivales

Hayao Miyazaki, Terry Gilliam y James Franco levantan el nivel de una Mostra de perfil bajo

Por Manu Yáñez Murillo, desde Venecia
Kaze Tachinu, la nueva –y, según se anunció, última- maravilla del maestro de la animación japonesa, fue lo mejor del segundo tercio de una 70ª edición en la que no abundan las grandes películas. Además de la creación del director de El viaje de Chihiro y El increíble castillo vagabundo, se destacaron la nueva incursión literaria de James Franco como director con Hijo de Dios/Child of God (transposición de la obra del célebre ganador del premio Pulitzer Cormac McCarthy); y la distópica The Zero Theorem, regreso a lo mejor de su cine luego de varios traspiés de Terry Gilliam (foto). Al resto (Stephen Frears, Peter Landesman, John Curran), mejor olvidarlo.

Publicada el 30/11/-0001

A grandes rasgos, podría decirse que el segundo tercio de la Mostra se limitó a reeditar las pautas marcadas por el primero. El nivel general de las películas siguió siendo discreto. Hubo películas interesantes (las de Terry Gilliam, James Franco) y una incontestable (la de Hayao Miyazaki). Sin embargo, lo más llamativo de todo fue la reaparición de películas impersonales (en el peor sentido del término) en la sección oficial competitiva, una senda iniciada por Traces, de John Curran, al inicio del festival.

Su primera sucesora fue Philomena, la película de Stephen Frears que recrea la historia real de una mujer (Philomena Lee) a quien las monjas de un convento irlandés le robaron un hijo en los años ‘50 para luego darlo en adopción. El film recrea la búsqueda, cinco décadas después, del hijo perdido por parte de Lee (una Judi Dench encaminada al Oscar) y el cínico y petulante periodista Martin Sixsmith (Steve Coogan), autor de la novela en la que se basa el largometraje. Remodelando la fórmula utilizada en The Queen/La reina, Frears gestiona una milimetrada combinación de humor inglés, drama lacrimógeno, paternalismo (dirigido a la protagonista) y denuncia social. Un cóctel confeccionado para pescar premios en las próximas galas de los Oscar y los BAFTA, y que encajaría mejor en la programación de la sobremesa televisiva que en un festival como Venecia.

La otra película inexplicablemente incluida en la competencia fue el drama coral Parkland, del debutante en la dirección Peter Landesman, en la que se rinde homenaje a los héroes anónimos que vivieron en primera persona el asesinato de John Fitzgerald Kennedy. Más allá de lo manido de la temática –¿qué más puede decirse sobre aquel magnicidio después del JFK de Oliver Stone?–, la película se asienta sobre unos parámetros formales absolutamente académicos. Planteada como una crónica fidedigna (e inerte) de las horas previas y los días posteriores al trágico suceso, resulta difícil no frustrarse imaginando el nervio y energía que podría haberle inyectado al proyecto una mano experta como la de Paul Greengrass.

Pasando a temas más reconfortantes, vale la pena centrarse en la figura de James Franco, uno de los tipos más singulares de Hollywood y sus alrededores. Convertido en estrella gracias a la saga de El Hombre Araña y nominado al Oscar por la efectista 127 horas, Franco se ha ganado una reputación de enfant terrible gracias a films como Pineapple Express o Spring Breakers. La tercera cara del enigma-Franco la constituye su serio compromiso con el legado literario norteamericano. Después de encarnar al poeta Allen Ginsberg en el biopic Howl y de presentar en el pasado Festival de Cannes la adaptación de la novela Mientras agonizo/As I Lay Dying, de William Faulkner, Franco trajo a Venecia su particular lectura fílmica de Hijo de Dios/Child of God, obra del célebre ganador del premio Pulitzer Cormac McCarthy. El resultado es un film extremadamente fiel al original que jadea al ritmo de la narrativa elíptica y lapidaria de McCarthy, una amoral inmersión en el primitivo camino de violencia que recorre el protagonista, una figura animalística que deambula por los bosques de Tennessee. Para redondear el asunto, la apuesta de Franco por un cine árido y físico –profundamente antipsicológico– se completa con un juego poliédrico de voces en off que consigue recrear el extrañamiento de la obra de McCarthy.

Aunque para grandes películas, Kaze Tachinu, la nueva maravilla del maestro de la animación japonesa Hayao Miyazaki; en realidad, la última, como reveló Koji Hoshino, presidente de Studio Ghibli, en su paso por Venecia. La inesperada noticia dotó la presentación de Kaze Tachinu (que se traduciría como “El viento se alza”) de una dimensión doblemente crepuscular, dado que Miyazaki es uno de los últimos grandes genios de la animación tradicional (la del lápiz y el pincel). Y, de nuevo, renegando del uso de tecnología digital, el director de El viaje de Chihiro emprende en su último film un ejercicio de memoria protagonizado por dos figuras reales: la del protagonista de la película, el ingeniero aeronáutico Jiro Horikoshi –diseñador del avión de combate con el que Japón bombardeó Peral Harbor–, y la del escritor Hori Tatsuo, autor de la novela que da título al film –un título sacado de un poema de Paul Valéry–.

La conquista del cielo ha sido siempre una de las obsesiones de Miyazaki, hecho que ha llenado su cine de sofisticados aparatos voladores y de mágicas criaturas aladas. Sin embargo, en Kaze Tachinu, esta fascinación se viste de realismo: estamos ante la película menos fantástica y menos infantil de la trayectoria del dibujante japonés. Una apuesta naturalista que Miyazaki aliña con unos toques de onirismo que le sirven para retratar el idealismo del ingeniero Hirokoshi, un personaje que podría verse como el alter ego del director: un artesano entregado en cuerpo y alma a su arte. Una visión romántica del personaje que despertó suspicacias entre algunos espectadores que acusaron al film de una cierta ceguera ante las implicaciones inmorales del proyecto belicista que hizo célebre el trabajo de Hirokoshi. Sin embargo, dicha acusación pierde fuerza ante el elocuente trasfondo antibelicista del conjunto de la obra de Miyazaki, muy presente también en Kaze Tachinu, en la que el uso militar de los aviones diseñador por Hirokoshi deja una tormentosa huella en la conciencia del personaje.

Más allá de la polémica, toca reivindicar el innegable valor artístico de Kaze Tachinu, una película que despliega tres hilos narrativos que se van entrecruzando a lo largo de los 126 minutos de metraje. En primer lugar, Miyazaki exhibe su cara más imaginativa cundo se adentra en el mundo onírico de Hirokoshi, que nunca deja atrás sus sueños de infancia, en los que conquista las alturas de la mano del ingeniero italiano Giovanni Caproni. Después, en un registro más convencional, el film se acerca a la biografía de Hirokoshi para escrutar su trayectoria profesional, ofreciendo por el camino un retrato nada complaciente de la Gran Depresión japonesa. Y por último, imbuido de un espíritu poético, Miyazaki conquista las más altas cotas del romanticismo trágico cuando se detiene a describir el matrimonio de Hirokoshi con una joven enferma de tuberculosis –la misma dolencia que afectaba a la madre de las niñas de Mi vecino Totoro–. Esta delicada y sublime subtrama convierte la media hora final de la película en un emotivo santuario a la memoria del gran cineasta japonés Mikio Naruse y del propio Miyazaki. En definitiva, un magistral punto final a la insobornable filmografía de un cineasta inolvidable.



Otro cineasta al que le sentó bien el viaje a Venecia fue a Terry Gilliam, el autor de films de culto como Brazil o Doce monos, que se sumó a la ola de parábolas sobre el mundo contemporáneo que ha mantenido al festival en un perpetuo estado de desazón y malestar. Su nueva incursión en el universo de la ciencia ficción, la distópica The Zero Theorem, transporta al espectador hasta un futuro en el que la población vive alienada por culpa de la sobredosis de tecnología. Planteada como una relectura de Brazil para la era digital, la película es rica en metáforas y en resonancias mitológicas: el protagonista es un Sísifo moderno atrapado entre los espejismos de un mundo virtual. Gilliam se acerca al personaje con su característica mezcla de barroquismo escénico y humor negro, y aunque al inicio parece que los excesos visuales vayan a fagocitar la historia, el director de The Fisher King/Pescador de ilusiones encuentra el norte del relato cuando se concentra en el intento del protagonista por establecer una relación íntima con una misteriosa femme fatale.

Después de una década de titubeos, Gilliam consigue en The Zero Theorem inyectar substancia a su estilo. El trasfondo existencialista del film fluye con naturalidad a través de un relato que combina romanticismo, surrealismo e ironía: el futuro que muestra William incluye irónicos llamados a ocupar “Mall Street” y a adscribirse a la iglesia de Batman el redentor. Y entre este maremagnum de estímulos, el siempre magnífico Christoph Watz consigue insuflar vida a un héroe trágico confinado en un hermético universo de soledad y resignación.

COMENTARIOS

  • 5/09/2013 10:54

    <p>Un placer leer semejantes an&aacute;lisis tan l&uacute;cidos en medio de la acumulaci&oacute;n de pel&iacute;culas, la falta de tiempo y el cansancio de un festival como Venecia.</p> <p>Lo de Miyazaki no es sorpresa, pero s&iacute; que hayan logrado buenas pel&iacute;culas Franco y Gilliam, que ven&iacute;an de mal en peor.</p> <p>Esperaba tus comentarios sober los desnudos de Scarlett Johansson, je je. Y sobre Tsai Ming-liang, que seg&uacute;n contaste en Twitter es una obra maestra. Calculo estar&aacute; en pr&oacute;ximos env&iacute;os.</p> <p>Excelente cobertura de la Mostra, Manu</p>

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