Críticas
Tropical Malady, de Apichatpong Weerasethakul
La posibilidad de un cine infinito
El notable director tailandés se sumerge en la jungla del cine más audaz con un film que desafía las nociones de tiempo y lugar
¿Qué es lo que diferencia al bosque de la jungla? Los caminos, esas rutas que alguien trazó decidiendo que otros pasen por allí, esos indicadores por donde transitar. En el bosque el espacio ha sido domesticado: los efectos del bosque están codificados, tienen un rango de previsibilidad, como lo prueba toda la mitología de los cuentos infantiles, que bien podría definirse como “el axioma-Bettelheim”. En la jungla, en cambio, no hay domesticación: la indiferenciación parece premeditada para perderse, para hacer naufragar toda voluntad de orientación. No hay trazado, ni hay aquí y allá, ni atrás y adelante, ni cerca y lejos, ni hay laberinto porque no hay minotauro, aunque en Tropical Malady alguien que parece ser Keng (¿es él?, ¿es otro que se le parece?, ¿no estaba en otro lugar?, ¿lo vimos en la primera parte de la película? Ni eso sabemos), se empeñe en buscar al tigre en la jungla.
Pero esa jungla no es una metáfora, como cuando se habla de la jungla de cemento de la ciudad. La jungla es el lugar donde no hay coartadas ni pistas. ¿Cómo no perderse en un espacio que solo puede ser más real cuando es más imaginario, en el que no hay planes ni estrategias? Justamente, cazar un tigre implica una serie de estrategias: planificación, técnicas de supervivencia, temporalidad específica de la espera. Nada puede ser más imprevisible que Tropical Malady, porque no se trata de la jungla, sino de una jungla, de alguna jungla, de un espacio cualquiera inventado para la película, pero que hace desfallecer todo intento por recorrerlo y organizarlo.
En Tropical Malady, la jungla no es un estado de naturaleza al que Apichatpong Weerasethakul propone que el hombre debería retornar, como un modo de hablar de encontrar una salida a los males de su tiempo. La jungla, esta vez, es la pura vegetación. Una vegetación que no es una imagen, sino un concepto, y que se ha apoderado del film hasta tal grado que terminó por emboscar su banda sonora, produciendo en ese acto una idea extraordinaria: la de vegetación sonora.
Para Weerasethakul es imposible que el rodaje de su película detenga o interrumpa el avance de esa vegetación que de todos modos terminará por invadirlo, y entonces opta por hacer invisible el rodaje a partir de la condición de inaudibilidad del diálogo. Lo que los personajes dicen –en cuadro, en off- no es un sonido clasificado ni depurado. No se trata de un democracia sonora, con sus turnos, momentos, niveles o intensidades. Es exactamente el revés de éso: el diálogo está hundido en la masa sonora selvática, como si el cineasta se rindiera no frente al referente sino frente la impenetrabilidad de esa jungla y eligiera que el diálogo se vuelva murmullo. No hay actor ni voz-off que puedan derrotar a esa vegetación sonora. Frente a esa vegetación sonora que -como el tigre al soldado- impide descifrar, no hay más opción que el micrófono omnidireccional, que capta todos los sonidos a la vez y no separada ni sucesivamente. Como si el director tomara las decisiones de un documentalista, que frente a una escena impensada o imprevista no supiera quién va hablar, o si serán todos a la vez. El fracaso del esfuerzo por oir, en realidad, no hace más que duplicar el fracaso del soldado que persigue al tigre huidizo.
Esa dislocación del espacio como imagen y como sonido, despreciados por Weerasethakul en su acepción de categorías de la razón y la comprensibilidad, arañan también la temporalidad. Como ocurría en la anterior Blissfully Yours, en Tropical Malady simula dividir su película en dos partes, y pareciera que los dos amantes de la primera parte (de la película) son, respectivamente, después, en la segunda parte (de la película) el soldado y el tigre-humano. Y aunque pareciera que son los mismos actores quienes reaparecen, la idea de concatenación y encadenamiento solo nos dicen que se trata de la primera y segunda parte de la película, nunca del relato. Esas dos partes consiguen materializar el sueño asimétrico. La devoción por el palimpsesto y por la reversibilidad del tiempo destruyen la cronología, como si fuera el propio film quien pierde el rumbo en el momento final de la primera parte (de la película), cuando los avatares entre los dos protagonistas se suspenden al internarse uno de ellos en la jungla. Esas dos partes –asimetrías asociadas circunstancialmente- no se interrumpen ni se bifurcan, sino que se alejan y luego se huelen, terminando por descubrir aquello que las une pero también aquello que las diferencia. Esos vínculos entre las dos partes (de la película) mantienen entre sí conexiones débiles que operan más bajo la forma de la transfusión que de la transformación.
El palimpsesto como forma audaz y viciosa de la reversibilidad, así, termina por aniquilar la idea de comienzo y final, eligiendo una infinitud que no está en el sentido, que descree de los puntos suspensivos y la apertura alegórica de los desenlaces obsesionados por la ambigüedad. El cine se vuelve un modo de escritura retráctil y “reptilínea”, la posibilidad ya no de un “cine total” realista, como insistía André Bazin, sino de un “cine infinito”, con un espacio y un tiempo sin límites, del mismo modo en que la naturaleza se humaniza y respira, habla y piensa, o que los humanos se bestializan y gatean, arañan, rugen o hablan con los animales.
Tampoco los cuerpos se encuentran, porque ese sería otro modo de celebrar el límite, de distinguir a uno de otro. De ahí que no haya encuentros sexuales ni amorosos, sino imaginarios, y la pantalla propone –en su máximo subrayado de sentido- un cuadro negro cuando esos encuentros están a punto de producirse, cuando los cuerpos en vez de presentirse pudieran llegar a encontrarse. Weerasethakul opta por hacer desaparecer el cuerpo humano y devolverlo como vegetación, como animal de formas mutantes, como voz humana sin emisor, como leyenda escrita y enunciada por un narrador omnisciente y esquivo, que aparece y se fuga como el propio nombre de este tailandés llamado Apichatpong Weerasethakul, que decidió evitar la notoria innominabilidad de su nombre por el prosaico anonimato del “Joe”.
Construir un espacio para perderse, perseguir algo que no se ve, hacer hablar sin que se pueda oir, acechar un cuerpo que no se podrá poseer, todas formas de la dislocación y el límite borroneado. Todas formas de un proyecto de cine que parecía perdido, de una ilusión primitiva que parecía ofrecer solo su ocaso: la del “cine infinito”. Quizás ésa sea la enfermedad a la que alude el intraducible “Malady” del título y que se convirtió en tema central de su última película, Syndromes of Century, otra extraordinaria evidencia del cine del siglo XXV. Ni maladie, ni maladif: ni “Enfermedad tropical” ni “Trópico enfermizo”, sino más bien ambos, juntos, al mismo tiempo, nunca uno después del otro.
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