Festivales

Las críticas de la competencia oficial (1)

Un repaso por 17 de las 22 películas que disputaron la Palma de Oro en esta 61ª edición del festival, según la óptica de nuestro columnista catalán (foto: 24 City, del chino Jia Zhang-ke).
Publicada el 30/11/-0001
-24 City, de Jia Zhang-ke. El realizador de Platform, Still Life y The World (entre otras grandes películas) fabrica un complejo entramado de historias que dibujan un gran fresco histórico de las últimas cinco décadas de la nación china. En esta ocasión, la originalidad de la propuesta recae en el hecho de que algunas de las historias son relatadas por sus auténticos protagonistas, mientras otras son explicadas a cámara por actores. Así, este ejercicio en el que se imbrican y confunden la realidad y la ficción inventa una nueva manera de aproximarse a la historia, una estrategia en la que la memoria personal y la colectiva se revelan en, un primer momento, impenetrables, para luego florecer milagrosamente a través de la representación. A medio camino entre el documental clásico, el ensayo poético-filmico y el falso documental, 24 City acerca al espectador a la dramática crónica del último medio siglo de vida en la Fábrica 240 del distrito chino de Chengdu. Tres generaciones de personajes (trabajadores, ejecutivos y nuevos yuppies) relatan los entresijos de sus vidas, la trayectoria de la fábrica y la Historia de China. Entre poemas que van apareciendo sobreimpresionados en la pantalla (de W. B. Yeats y otros poetas chinos) y secuencias en las que la vieja industria se convierte en un territorio espectral, las narraciones de los protagonistas revelan sus dramas, su fortaleza y su dignidad. Espejos de la historia, representantes del trabajo obrero y del arte interpretativo se reúnen para conformar un filme conmovedor en el que confluyen de forma armónica lo figurativo, lo dramaturgico y lo real. 

-La frontière de l’aube, de Philippe Garrel. El más cotizado, en la actualidad, de los directores franceses post-nouvelle vague trajo a Cannes un nuevo capítulo de su tránsito por el cine de los cuerpos y las cicatrices sentimentales e históricas. Un viaje que dura ya más de cuatro décadas y que ha instituido al realizador francés en un símbolo de la cinefilia más radical. En La frontière de l'aube, Garrel se sirve de la figura del triángulo amoroso para explorar de nuevo las heridas que deja el amor en el espíritu de los que se atreven a surcarlo con entrega y pasión. Para el francés, la esfera sentimental es una montaña rusa cuyas pronunciadas pendientes responden a las fuerzas del deseo y la desesperación. Su cine, esculpido mediante intensas luces y sombras (aquí en un elegante, expresivo y rocoso blanco y negro), materializa un retrato táctil, corpóreo, de unas vidas que se van desgastando bajo el peso irremisible de la luz y el tiempo. En fin, un autor para el cual el amor (la existencia) no es más que un proceso de ascensión y autodestrucción. La frontière de l'aube está protagonizada por el hijo del director, Louis Garrel (Los soñadores), y por las actrices Laura Smet y Clémentine Poidatz, que ponen en escena un frenético carrousel emocional de pausadas imágenes en las que la posibilidad de la felicidad (al menos la burguesa) parece negada para una generación (la de los jóvenes del presente) que todavía arrastra los estigmas de los horrores del siglo XX. La película ensaya una relectura de ciertos temas y estructuras presentas en la mítica La maman et la putain (1973), de Jean Eustache, aunque también recoge los ecos conceptuales del Vértigo (1958), de Alfred Hitchcock.

-Entre les murs, de Laurent Cantet. El director de Recursos humanos (1999) y El empleo del tiempo (2001) construye aquí un sofisticado dispositivo de imbricación entre la realidad y la ficción en el marco de un instituto situado en un barrio francés marcado por la inmigración. Fiel a los principios de la propuesta, el director jamás abandona el perímetro marcado por los muros del centro, lugar en el que seremos testimonios privilegiados de los conflictos de un profesor (François Begaudeau) entregado a su labor como pedagogo y tutor, y unos alumnos que deben acarrear con los estigmas de su entorno social. Por el camino, algunas lúcidas reflexiones sobre el valor de la democracia, el respeto y los requisitos éticos de todo proceso educativo. Y todo ello en el marco de las discusiones que se desarrollan en una clase de veinticinco alumnos durante un curso escolar, límite espacial y temporal de la caja de resonancia que es el film. A la postre, Cantet demuestra su buen hacer como guionista (aquí con un texto co-escrito junto a Begaudeau), como director de actores (la interpretación de los chicos es extraordinaria) y, en general, como cineasta realista capaz de invocar el valor de la rigurosidad, la economía narrativa (capaz de esquivar las trampas del sentimentalismo) y la búsqueda a toda costa de la veracidad (temática, escénica y tonal) como pilares del retrato social.

-Un conte de Noël, de Arnaud Desplechin. Dotado de un enrome talento para la narración fílmica, Desplechin ha sabido conformar un estilo en el que el exceso verborreico se alía con la fabricación torrencial de imágenes bellas, pero al mismo tiempo incómodas. Imágenes nunca reconciliadas con el academicismo, hijas de la modernidad, escurridizas y sensuales. Aquí, el director regresa a la familia, a las relaciones tensadas sobre el abismo de la dependencia y la soledad. En esta ocasión, una familia muy numerosa, llena de afectos y rencores, que encontrará una nueva oportunidad para conciliar sus destinos bajo la sombra de la muerte, la otra gran obsesión del realizador. Con un casting de ensueño (Catherine Denueve, Mathieu Amalric, Emmanuelle Devos, Melvil Poupaud y Chiara Mastroianni), Desplechin desplega una gran trama de roces interpersonales y cada choque de identidades nos introduce en un nuevo misterio sobre la existencia humana. Maestro a la hora de formular equilibrismos entre la gravedad de los acontecimientos y la ligereza de su tratamiento, el director centra su mirada en la fabricación de los mitos familiares, aquellas historias que suelen labrar la identidad infantil y que continúan resonando de forma periódica a lo largo de la vida. De Hitchcock a Bergman, pasando por los maestros de la nouvelle vague, Desplechin los reúne a todos e impregna sus imágenes de un misterioso germen narrativo. El resultado: en cada rincón, en cada mirada o gesto se esconde el virus de la experiencia y el conocimiento.

-Two Lovers, de James Gray. Two Lovers es una película brillante, estímulante y seductora, pero en ningún caso una película convencional. Su absoluta negativa a esconderse bajo cualquier signo de distanciamiento irónico la convierte en una obra desnuda, que parece entregarse al espectador en estado bruto, a corazón abierto, abrazando el exceso y el extrañamiento. Eso sí, en dicha entrega se esconde también otro gesto fundamental: el reconocimiento de las herencias de las que el director se siente partícipe, sean el Vértigo de Alfred Hitchcock, las fabulas morales de Eric Rohmer o las comedias sentimentales de Leo McCarey o Ernest Lubitsch. En esa tesitura, entre un neo-clasicismo brutalmente honesto y un sensual cúmulo de referencias culturales, James Gray abre una brecha dolorosa en los entresijos del amor, partiendo de lo más esencial (el triángulo amoroso) para alcanzar lo sublime (la trágica vulnerabilidad del enamorado). El triángulo lo forman dos maravillosas mujeres, la deslumbrante e inestable Michelle (una irregular Gwyneth Palthrow) y la maternal Sandra (fantástica Vinessa Shaw), y un hombre marcado por un dramático trauma sentimental (Joaquin Phoenix, soberbio como de costumbre), tres personajes sumidos en las tierras movedizas de la condición humana: la familia, la tradición, el libre albedrío, las pasiones, la fe y la búsqueda de la felicidad. 

-Le silence de Lorna, de Jean-Pierre y Luc Dardenne. En su nuevo filme, los hermanos Dardenne vuelven a poner en marcha su particular estilo, aunque tomando algo más de distancia respecto a la acción, para contar la historia de Lorna (Arta Dobroshi), una joven inmigrante albanesa que debe buscar la manera de divorciarse de su toxicómano marido para establecer un nuevo matrimonio de conveniencia con un miembro de la mafia rusa. Como es habitual en el cine de los Dardenne, los acontecimientos irán dibujando situaciones que enfrentarán a los personajes a numerosos dilemas morales. Y mientras, el entramado narrativo irá tejiendo un panorama social en el que las relaciones humanas parecen reducirse a transacciones mercantiles. De hecho, no es casualidad que la imagen más repetida del filme sea la de dos personas intercambiando billetes. Así, tan influidos como siempre por el cine de Robert Bresson y sacando partido de su espectacular dominio de la elipsis y el suspense fílmico, los Dardenne nos vuelven a regalar otra gran oda a la supervivencia de la conciencia en un mundo esencialmente corrupto. No es la mejor película de los Dardenne. Puede que la trama sea demasiado enrevesada y que en ocasiones el relato se acerque al abismo del subrayado, pero aun así, se trata una película deslumbrante.

-Waltz with Bashir, de Ari Folman. Del mismo modo que en Persépolis se recorría el doloroso pasado del pueblo iraní a través de las vivencias personales de su directora, el film de Folman adopta también un enfoque autobiográfico para rastrear, en esta ocasión, las heridas políticas y humanas provocadas por el conflicto entre Israel y Palestina. Tomando como punto de referencia la masacre cometida por el ejército Israelí (entonces encabezado por Ariel Sharon) en los campos de refugiados de Sabra y Shatila en 1982, Waltz with Bashir se embarca en un rico y complejo ejercicio de memoria histórica. A través de las imágenes del filme (marcadas por un expresionismo sombrío y minimalista), Folman exorciza su propio sentimiento de culpa, cuyo origen se encuentra en las atroces y traumáticos experiencias vividas durante la guerra Guerra del Líbano. La película misma se estructura como un viaje a través de la memoria, intercalando fragmentos en los que el director, junto a amigos y psicólogos, intenta derribar la amnesia que nubla sus recuerdos, y otros en los que se evoca de forma onírica y estilizada el horror de la guerra. Y es ahí donde el filme alcanza sus mayores logros, en la valiente y despojada mezcla de estrategias. Por una parte, la memoria de las palabras (las entrevistas, los testimonios) y por la otra, la representación de la memoria (el abordaje del subconsciente mediante una animación que esboza una lírica del horror). Sin distanciamiento irónico, sin el escudo del humor, sin coartadas ni paracaídas, Waltz with Bashir sobrecoge por su audacia, hasta el punto que sus defectos e irregularidades parecen mínimas ante el arrojo conceptual de la propuesta.

-The Exchange, de Clint Eastwood. La nueva película del maestro está ambientada a finales de los años 20, cuenta con una protagonista que luce con el lustroso glamour de la antiguas estrellas (Angelina, claro) y visita los lugares comunes de géneros como el melodrama o el cine negro. Los factores parecen los ideales para conformar el mejor de los productos, más aún cuando Eastwood, como de costumbre, se muestra excelso en sus labores de gran narrador y escrutador de los entresijos de la moral, sin embargo, la película se empantana en su intento por materializar la gravedad y afectación del guión de J. Michael Straczynski, habitual de la escritura para televisión. La película narra la historia real de Christine Collins (una Jolie más lacrimógena que nunca), madre soltera que debe afrontar no sólo la desaparición de su hijo, sino también las malas artes del departamento de policía de Los Angeles, empeñado en convencerla de que el niño al que han encontrado es su retoño. El film alcanza sus mayores logros cuando consigue que en sus imágenes confluyan armónicamente sus tres estratos narrativos: el drama personal de Collins, la investigación policial y el conflicto entre la protagonista y las instituciones (policial, sanitaria y judicial). Puede incluso percibirse a ratos la sombra de Fritz Lang. Y aún así, hay algo en el filme que no permite que el trabajo cinematográfico de Eastwood despegue como en otras ocasiones, quizás sea el forzado dramatismo, quizás la necesidad de materializar en imágenes todos los pliegues del relato. Sólo una buena película.

-Leonera, de Pablo Trapero. En su nuevo film, Trapero vuelve a poner en juego las cartas que mejor domina: la composición de un personaje central que arrastra el peso de la película (como en Mundo Grúa), el enfrentamiento que se puede producir entre el individuo, las instituciones y su burocracia (como en El bonaerense), y las composiciones de grupo (como en Familia rodante). Leonera cuenta la historia de Julia (espléndida Martina Gusmán), una mujer que debe sobreponerse al drama de la encarcelación durante su embarazo. Así, el centro neurálgico del filme los forman los primeros años de vida del hijo de la protagonista, criado entre los muros de una cárcel de mujeres. El compañerismo, el instinto de supervivencia, la maternidad, la posibilidad del amor y la libertad… Estos son los temas de Leonera, una película confeccionada sin estridencias por un Trapero que vuelve a demostrar su capacidad para desplegar narraciones tensas y vivaces, apoyadas en una intensa búsqueda de veracidad y centradas en el valor de los sentimientos y dilemas humanos (factor acentuado por una cámara siempre a la altura de los ojos de los personajes). Gran director de actores y magnífico planificador, a Trapero sólo le falta afinar sus dotes de guionista para convertirse en el gran artesano que dejan entrever sus películas.

-Gomorra, de Mateo Garrone. En el film, basado en la novela homónima de Roberto Saviano, Garrone (director de L’imbalsamatore) radiografía los métodos, jerarquías, rituales e intereses que rodean a la camorra napolitana. Lo que resulta más sorprendente de la película es su solidez y rigurosidad. Entregada al escrutinio de los mecanismos de funcionamiento y a los espacios en los que desarrolla su actividad la organización criminal, Gomorra se despliega en múltiples narraciones que cubren, a retazos, todo el espectro humano que integra y rodea al clan mafioso. Surgen los estereotipos y los clichés (la chulería, la ambición, la megalomanía…), pero se el conjunto se sostiene gracias a la sobriedad de la puesta en escena, que dibuja una suerte de Apocalipsis social en miniatura. 

-La mujer sin cabeza, de Lucrecia Martel. Sin duda, la película más conflictiva, a nivel personal, de todo el festival. No sólo porque defraudó ligeramente las altísimas expectativas que yo tenía puestas en ella (era seguramente el film que más esperaba de la competición) sino porque un par de días después de su proyección planeaba por Cannes la idea de que todo aquel que no reverenciaba el último trabajo de la mejor directora del mundo (junto a Claire Denis y Kelly Reichardt) formaba parte de la panda de ignorantes que abucheó el largometraje en su primera proyección para la prensa. En fin, batallitas aparte, La mujer sin cabeza se antoja un logro menor en la carrera de la realizadora argentina. Aquí, el sensual, opresivo y misterioso poderío visual de Martel termina ahogando el discurso social de la película. Un cierto ensimismamiento estilístico impide que las deslumbrantes estrategias de puesta en escena se transmuten en conceptos e ideas. El filme narra la historia de Verónica, una mujer que tras un confuso accidente de tráfico se verá sumergida en una crisis física y mental que pondrá de manifiesto su frágil condición existencial. El objetivo de la directora parece ser el de convertir al personaje interpretado por María Onetto en un espejo de las tensiones familiares y sociales que definen el hábitat del personaje. Las tensiones de clase, el malestar sentimental, el sentimiento de culpa de una cierta burguesía… Temas que van aflorando entre las asfixiantes imágenes del filme, pero que no llegan a formularse con solidez. Así, la belleza plástica de los complejos encuadres de la película (llenos de rostros en primer plano, espejos y cuerpos escindidos) termina cediendo ante la vacuidad que va empañando el curso de los acontecimientos. Lo dicho, una pequeña decepción que no me hace perder la fe en el genio de esta gran directora.

-Che, de Steven Soderbergh. Las dos películas de Soderbergh sobre el Che, conocidas hace tiempo como The Argentine y Guerrilla, se presentaron en Cannes como Che, Parte 1 y Parte 2. Lo primero que llama la atención al observar la obra en su conjunto es la disparidad de estrategias narrativas y formales que despliegan los dos films. Mientras la Parte 1 se centra en la recreación de la figura mítica del revolucionario, la Parte 2 se encarga de retratar la intimidad del hombre en guerra. En concordancia con este planteamiento, la primera parte se erige como una suerte de collage impresionista en el que confluyen diferentes texturas y formatos, del blanco y negro al color, de las imágenes de apariencia documental (con entrevistas y discursos del Che) a la recreación ficcional del avance armado de la revolución cubana. Un amalgama de materiales que se sirven muy agitados, un poco a la Oliver Stone. El problema surge si se espera del filme algo más que una didáctica coronación del mito, para eso hay que rebuscar en Che, Parte 2, que arranca en 1965, cuando el Che se traslada a Bolivia para iniciar allí otra revolución armada, a la postre, la misión que le llevará a la muerte.

Aquí, Soderbergh se encarga del retrato del ser humano tras el icono, el asalto a la intimidad del personaje y la búsqueda de su naturaleza más genuina. Todo ello, con el Che situado en lo más profundo de la selva boliviana, perdido con una tropa de fieles revolucionarios. Y aquí surgen los momentos más interesantes del conjunto, cuando el director olvida por un momento la ideología y coloca al personaje en el corazón de una contienda por la supervivencia (rozando la estrategia que caracterizaba el cine bélico del gran Samuel Fuller). Perdido entre la maleza, abatido por el asma y antes de convertirse en un mártir (horrendo final fílmico), Soderbergh arranca del Che una contundente idea del compromiso y la lucha interior. Entre los numerosos defectos del film, cabe destacar la ridícula mezcla de acentos provocado por la coproducción internacional del film.

-Synecdoche, New York, de Charlie Kaufman. Se esperaba con curiosidad la primera incursión en el terreno de la dirección del guionista más influyente del cine americano de la presente década, Charlie Kaufman, ideólogo de la carrera cinematográfica de los cineastas más in de la generación del videoclip: Michel Gondry y Spike Jonze. Para su opera prima, Synecdoche, New York, el guionista de ¿Quieres ser John Malkovich? (1999) pone su desbordante imaginación al servicio de un nuevo ejercicio metalingüístico, en el que la trama se despliega y retuerce a través de múltiples niveles de ficción. Relato dentro del relato, representación dentro de la acción, el espejo en el interior del espejo. Ese es el juego favorito de Kaufman, amante del artificio y de la prestidigitación narrativa.

Intentar resumir la historia que cuenta Synecdoche, New York se antoja una odisea, pero lo intentaré. Caden Cotard (Philip Seymour Hoffman) es un dramaturgo en perpetua crisis creativa y existencial que tras ser abandonado por su mujer (Catherine Keener) y su hija decide utilizar el dinero de un premio literario para realizar la obra teatral definitiva, un desproporcionado proyecto que le ocupará el resto de su vida. La obra en sí es nada menos que la recreación a escala casi real de la vida en la ciudad de Nueva York. En su mesurado arranque, la película transita entre gags ocurrentes hasta que Kaufman decide empezar a regocijarse en su ingenio y megalomanía, convirtiendo el film en un juego infinito de cajas chinas con el que abordar su visión trágica de la existencia, en la que el ser humano parece condenado a la soledad y el creador a ser fagocitado por su propia creación. Y eso es justamente lo que le sucede al director-guionista-autor: que al querer llegar más lejos que nadie (el film iguala y supera los artificios de Ocho y medio, de Federico Fellini; Dogville, de Lars Von Trier; Palindromes, de Todd Solondz y The Truman Show, de Peter Weir) se atraganta con su propio genio y la contundencia de su amargo existencialismo queda diluida por la incontinencia de su pluma.

-Serbis, de Brillante Mendoza. Serbis significa “servicio” en filipino y hace referencia a los intercambios sexuales que se producen en una vieja sala que exhibe cine erótico en Manila, escenario de todo el filme de Mendoza. De hecho, el recinto cinematográfico se erige como una suerte de microcosmos en el que se desatan tensiones y conflictos que proyectan una imagen global de la sociedad filipina. Al mismo tiempo, con su realismo árido y brusco, la película toma el testimonio de la tradición fílmica de su país, marcada por el melodrama y con la figura del cineasta Lino Brocka como referente fundamental. En general, el film se vive entre la incomodidad (sobre todo debido al juego continuo con los ruidos procedentes del entorno urbano), la tensión, la alteración y el asombro. Es después de la proyección cuando el conjunto revela su auténtico alcance: la exaltación impresionista de un mundo (el de los barrios marginales de Manila) que vive bajo sus propias reglas, o más bien, la ausencia de estas.

-Üç Maymun (Three Monkeys), de Nuri Bilge Ceylan. Esta película puede verse como un reverso, más bien tenebroso, de la película Un conte de Noel de Arnaud Desplechin, vista también en el festival. Mientras el realizador francés es capaz de observar la crueldad de sus personajes a través de la comprensión, e incluso la ternura, la crueldad desplegada por Nuri Bilge Ceylan se precipita sobre los personajes como un juicio inclemente. Así, el drama que acompaña al triángulo amoroso formado por un matrimonio y el jefe del marido (por el cual éste está cumpliendo condena en prisión) le sirve al realizador turco para jugar con sus personajes como si fueran marionetas inmóviles y desquiciadas, figuras bidimensionales que se entregan a la abulia y al tránsito por un mundo sumido en el declive moral. Además, Ceylan (director de las notables Uzak/Distant y Los climas) esboza un insulso juego de deconstrucción genérica, en el que el cine negro pierde el suspense y la comedia reniega de la risa. Agresiva, contemplativa y a ratos onírica, Üç Maymun aspira a elaborar un cine del malestar y la nausea, recipiente de los enigmas que amenazan al individuo, la pareja y la familia. Sin embargo, tras sus solemnes postales digitales, el manierismo de la propuesta da pie a una cierta vacuidad.

-Linha de Passe, de Walter Salles y Daniela Thomas. Esta película ejemplifica a la perfección el riesgo que implica abusar de las metáforas visuales en el cine. La película sigue las dramáticas peripecias de una familia que vive en uno de los barrios más pobres de San Pablo. Allí, una madre soltera, Cleuza (Sandra Carveloni), y sus cuatro hijos deben afrontar la falta de horizontes vitales que les ofrece el escenario social. Aferrados al fútbol, la religión, la búsqueda de un padre o la delincuencia, la lucha por la supervivencia en este funesto contexto deparará múltiples conflictos identitarios. Para manifestar el desconcierto de los personajes, Salles decide fabricar una metáfora a partir de la imagen recurrente de un fregadero estancado. Y sin quererlo, el propio director nos ofrece el perfecto símil del mayor defecto de la película: su absoluto estancamiento narrativo (que da pie al tedio y los subrayados). Y esta es sólo una de las evidentes metáforas que plagan un filme que, más allá de sus logradas interpretaciones, revela rápidamente sus artificios.

-Blindness/Ensayo sobre la ceguera, de Fernando Meirelles. Meirelles traduce a la pantalla de forma más bien errática la fábula social desplegada por Jose Saramago en su novela Ensayo sobre la ceguera: un mundo en el que la ceguera iguala a los individuos, los sume en un infierno militarista y autoritario, y los despierta de la anestesia moral en la que viven. La sociedad como cárcel. La película se apropia de las metáforas del relato y las escenifica mediante múltiples efectismos audiovisuales (pantallas blancas, cámaras desenfocadas, ligeros fundidos que llenan de penumbra parte de la pantalla…). Podría decirse que el director introduce el caos entre las imágenes y cae víctima del desorden. La película remite en su estética y temática a las recientes Niños del hombre o el díptico Dogville-Manderlay, y así, sus imágenes, casi veladas por el contraste de la fotografía, materializan los miedos de una sociedad contemporánea acosada por la avaricia del poder y la crisis moral del individuo, pero su titubeante dirección y lo didáctico del conjunto (marcado por los subrayados de la voz en off) empañan el resultado final.

COMENTARIOS

  • 3/03/2009 21:13

    estoy buscado la novela de saramago ensayo sobre la ceguera y no me sale nada q pasa con eso :@

  • 27/06/2008 8:38

    Estupendo. Se le ve aquí mucho más suelto que en otros medios.

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