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Crítica de “Noche de fuego”, de Tatiana Huezo (Un Certain Regard) - #Cannes2021
La nueva película de la directora de El lugar más pequeño y Tempestad ganó la Mención Especial del Jurado de esta segunda sección oficial.
Noche de fuego / Prayers for the Stolen (México-Alemania-Brasil-Qatar/2021). Dirección: Tatiana Huezo. Guion: Jennifer Clement y Tatiana Huezo. Elenco: Norma Pablo, Mayra Batalla y Olivia Lagunas. Música: Leonardo Heiblum y Jacobo Lieberman. Fotografía: Dariela Ludlow. Edición: Miguel Schverdfinger. Duración: 110 minutos.
En un pueblo perdido en una zona montañosa de México, un grupo de tres niñas estrecha lazos de amistad a través del juego y la exploración de unos parajes naturales que parecen sacados de una fábula. Corren, se esconden, se ríen y se imitan las unas a las otras; una actividad, esta última, que pueden hacer literalmente con los ojos cerrados. Porque se conocen como si fueran hermanas, porque a lo mejor les une algo más fuerte, más mágico.
Y, efectivamente, en Noche de fuego late la firme, incluso urgente voluntad de refugiarse en la fantasía, única vía de escape con respecto a una realidad terrible. La pregunta que sobrevuela muy angustiosamente sobre el ambiente, ya desde los primeros compases, es si aquí va a haber hueco para la infancia. Concretando más: ¿Aquí se puede ser niña? Y después: ¿Se podrá ser mujer? La verdad es que ni una cosa ni la otra. En este sentido, la primera imagen de la película es la de la joven protagonista corriendo a esconderse en un agujero que ella y su madre han cavado en el suelo.
Una tumba prematura para alguien que apenas ha empezado a vivir; para quien tal vez nunca pueda llegar a hacerlo. Es tan injusto, tan aterrador, que la sangre no sabe si entrar en ebullición o si, por el contrario, congelarse. Una montaña estalla literalmente en mil pedazos, mientras, a lo lejos, un coche patrulla de policía y otro repleto de miembros de un cartel criminal estacionan uno al lado del otro para que sus ocupantes, armados hasta los dientes, se tomen unas cervezas fraternales. La violencia es omnipresente y, por supuesto, amenaza constantemente a una gente que hace tiempo que perdió el control sobre su propia vida.
Todo el mundo es niño, es decir, no tiene ni voz ni voto (ni mucho menos se le provee información) a la hora de tomar decisiones importantes. El punto de vista narrativo, en coherencia con tan paupérrimas circunstancias, es más bien reacio a la hora de dar cualquier explicación. Como los adultos que evitan que los niños descubran la maldad que les rodea. Pero ahí están las sombras, por mucho que hagamos por no mirarlas. De repente, la historia concreta un salto temporal casi-linklateriano: las niñas del principio ahora son chicas. Adolescentes que, esto sí, hacen todo lo posible para ocultar su edad, incluso su género.
Con todo esto, la película ha mudado la piel: antes iba sobre la infancia, ahora es un coming of age. Un retrato sobre la entrada en la vida adulta trágicamente marcado por unas circunstancias empeñadas en escribir un destino aciago. Las que se han ido, han cortado comunicaciones (y de nuevo, no se sabe por qué); las que se han quedado, hacen lo único que parece que puedan hacer: esperar a que llegue la hora. Ahora la película carga sus argumentos en pos de una denuncia que suena a grito furioso, aterrado, desesperado. Ha llegado a la edad adulta y se ha dado cuenta de que está tan indefensa como un niño recién llegado a este mundo cruel.
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