Crítica de “La nube”, de Just Philippot (Netflix)

Premiada en el Fesival de Sitges 2020, esta ópera prima francesa narra un drama familiar en el mundo agrícola con los saltamontes como elemento terrorífico.

La nube (La nuée, Francia/2020). Dirección: Just Philippot. Guion: Jérôme Genevray y Franck Victor. Elenco: Suliane Brahim, Nathalie Boyer, Marie Narbonne, Victor Bonnel, Sofian Khammes, Stéphan Castang, Christian Bouillette, Renan Prevot, Vincent Deniard, Clément Bertani y Guillaume Bursztyn. Música: Vincent Cahay. Fotografía: Romain Carcanade. Duración: 100 minutos. Disponible en Netflix.

Pasan unos cuantos minutos hasta que La nube deja en claro hacia dónde va. La disposición inicial de las piezas de la primera película de Just Philippot remite al de uno de esos dramas sociales europeos centrado, en este caso, en las dificultades económicas para sostener la casa familiar de una mujer viuda que se gana la vida criando saltamontes. Pero todo cambia cuando esas criaturas voladuras empiezan a multiplicarse y a devenir primero en obsesión y luego, en plaga. 

Virginie Hébrard (Suliane Brahim) tiene una granja en la campiña francesa donde vive junto a sus hijos Laura (Marie Narbonne) y Gaston (Raphael Romand). Todos lidian con el duelo por la muerte del padre, una situación que obliga a Laura a cargar con la responsabilidad de mantener la casa. El problema es que los saltamontes ya no se reproducen con la velocidad de antes. Y, si no hay saltamontes para vender, no hay dinero para vivir. 

Mientras a Laura la miran torcido en el colegio por el oficio familiar, Virginie sufre un golpe en el criadero que la deja inconsciente y rodeada de un charco de sangre. Mismo charco del que beben los saltamontes, días antes de recuperar la fuerza reproductiva de antaño. ¿Acaso hay algo en ese líquido que los estimula? Virginie comprueba que sí cuando se corta los brazos solo para que los saltamontes se alimenten. Y ya nada vuelve a ser como antes.

Como Criatura de la noche, La nube apuesta por un terror de corte realista, con el mundo agrícola francés devastado y abandonado por sucesivos gobiernos, donde lo sobrenatural se inscribe en lo cotidiano. Tanto aquélla como la de Philippot no son películas que busquen generar miedo. O no al menos en el sentido más mainstream y deliberado del término. Lo que hay aquí es una incomodidad constante, salpimentada por una truculencia alimenticia, ante el creciente apetito de los saltamontes y la progresiva locura de Virginie. Una locura que, queda claro, tendrá consecuencias devastadoras.

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