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Crítica de “Un año, una noche”, de Isaki Lacuesta, con Nahuel Pérez Biscayart (Competencia Oficial) - #Berlinale2022

El director de La leyenda del tiempo (2006), Los condenados (2009), La noche que no acaba (2010), El cuaderno de barro (2011), Los pasos dobles (2011), Murieron por encima de sus posibilidades (2014), La propera pell (2016) y Entre dos aguas (2018) se acerca de una manera muy poco convencional (y con muchos hallazgos) al atentado terrorista en el club nocturno parisino Bataclan perpetrado en 2015 y a sus diversas implicancias.

Publicada el 14/02/2022


Un año, una noche / One Year, One Night (España-Francia/2022). Director Isaki Lacuesta
Elenco: Nahuel Pérez Biscayart, Noémie Merlant, Quim Gutiérrez, Alba Guilera, Natalia De Molina, C. Tangana, Enric Auquer, Blanca Apilánez, Bruno Todeschini y Sophie Broustal. Guion: Isa Campo, Isaki Lacuesta y Fran Araújo. Fotografía: Irina Lubtchansky. Edición: Fernando Franco y Sergi Dies. Música: Raül Refree. Duración: minutos. En Competencia Oficial.


Dos siluetas caminan silenciosamente por la noche parisina: un espacio inmenso, frío, desolado, a unas horas que parece que solo puedan ser habitadas por fantasmas. Y, en efecto, ambas personas van envueltas en mantas isotérmicas; un tejido brillante y ligeramente traslúcido bajo el que desaparecen su cuerpos. Son dos espectros que, como tales, deambulan, y observan, y se fijan inevitablemente en las otras presencias que, como ellas, están marcadas por esa escalofriante tonalidad dorada; por la experiencia que acaban de vivir hará solo unos pocos minutos. El calendario nos sitúa en un punto exacto: el 13 de noviembre de 2015, funesta fecha marcada en rojo sangre por el ataque terrorista perpetrado en la sala Bataclan, un nombre por siempre marcado a fuego en la conciencia colectiva.

La nueva película de Isaki Lacuesta, libremente basada en Paz, amor y death metal, libro escrito por Ramón González, uno de los supervivientes de aquella terrible noche, anuncia en unos títulos explicativos que sirven de apertura que lo que vamos a ver a continuación es el resultado de haber juntado los testigos, las declaraciones y los recuerdos de otras personas que vivieron para contarlo. Y en estas se encuentra esta pareja fantasmagórica: respirando, a pesar de todo, recuperando el aliento, lamentando la suerte de haber estado en aquel maldito concierto. En este momento la alegría de seguir con vida ni se contempla.

Al fin y al cabo, los tiempos que nos han tocado vivir, son espantosos. Como muestra, un síntoma: para situarme en el tiempo y poner orden entre mis propias vivencias, mi memoria suele tomar como referencia grandes estallidos de violencia. ¿Dónde estabas en el 11-S? ¿Qué hacías en el 11-M? ¿Con quién estabas cuando se produjo el ataque a la sala Bataclan? ¿Y a la redacción de Charlie Hebdo? ¿A quién llamaste cuando supiste del atentado en Las Ramblas de Barcelona? ¿Qué planes ocupaban tu vida cuando te llegaron las primeras informaciones de la matanza en la isla de Utøya? Traumas a gran escala que, como no podía ser de otra manera, han acabado cristalizando en la gran pantalla.

Son numerosos los títulos que, a lo largo de los últimos años, han actuado como réplica catártica de aquellos temblores atroces y casi todos ellos tienen en común el deseo de estremecer con su recreación hiperrealista (a veces, peligrosamente espectacular), proyectada casi a tiempo real. Cineastas como Paul Greengrass (Vuelo 9322 de julio y obviamente Domingo sangriento), Peter Berg (Patriots Day - Día del atentado) o Erik Poppe (Utøya, 22 de julio) se han apoyado de manera más o menos evidente en dos bases. Primero, la narración coral, que debe servir para incidir en el carácter comunitario de la tragedia, pero también para tener más ojos puestos en ella, omnipresencia que a veces delata un gusto morboso por el detalle. Segundo, la noción de un presente del que no se puede escapar, lo que cabe interpretar como un reflejo de la abrumadora sensación de impotencia con la que nosotros, individuos, nos relacionamos con dichos eventos.

Pues bien, Isaki Lacuesta va a la contra de todo esto poniendo el foco en “solo” dos personajes, acompañándoles en el período de recuperación, preguntándose si esta realmente es posible al ocupar ahora el pasado casi todo el espacio de un presente que ha perdido el sentido. El Ramón de Nahuel Pérez Biscayart está tumbado en la cama, con los ojos cerrados, con el cuerpo en reposo, pero no en calma: de repente, su brazo se agita violentamente; sus párpados se cierran con aún más fuerza. Es la mioclonia, ese espasmo producto de un cerebro que, justo antes de irse a dormir, se asegura de que el organismo sigue con vida. Cine que convulsiona: así mismo se comporta Un año, una noche durante sus apabullantes primeros compases.

La película, que está claramente en pleno trastorno de estrés postraumático, sale milagrosamente del Bataclan… solo para darse cuenta de que ya nada puede seguir igual. Ante tan irrebatible revelación todo se desmorona hasta el punto en que el montaje rompe la lógica lineal. El presente es pasado, y viceversa; el hoy y el ayer se fragmentan y desordenan: un diálogo que se está produciendo ahora mismo, en el seno de un grupo de personas a las que ponemos cara, se convierte por corte limpio en una serie de voces en off que acompañan una acción distinta; en un tiempo y un lugar distintos. Unas tomas ocupan el suspiro de medio segundo; otras la eternidad de medio minuto. Ramón se ha despertado y está híper-ventilando. Sus ojos, siempre nerviosos, no paran de moverse de un lado a otro en un vano intento por comprender dónde (y cuándo) demonios están.

Ahora, sin saber cómo, ha regresado a aquella noche fatídica. Aquella en la que cuatro metralletas apuntaron y dispararon a ninguna persona, en particular; a todas. A una marea de carne, huesos y sangre que, a través de la mirilla, era más bien una idea: Francia, Europa, Occidente… una escalofriante nebulosa de polvo incandescente. El impresionismo como ejercicio de empatía en la confección de un retrato psicológico que debe servir como respuesta a aquel fuego indiscriminado. En el guion pone su firma Isa Campo, claro, quien por cierto viene de dar forma al texto de Maixabel, otra película que, teniendo el conflicto vasco como telón de fondo, se centraba en los individuos y se atrevía a echar la mirada al pasado, ya con la sangre (un poco más) fría.

Aquí, sin todavía la posibilidad de la mínima perspectiva histórica con la que sí contaba el film de Icíar Bollaín, prevalece la firme voluntad de no separarse de Ramón y Céline, dos personas que cargan su supervivencia con horror, vergüenza e incluso culpabilidad; una pareja que intenta no ser presa de la condición de “víctima”; o sea, que dicha etiqueta no sea lo único que la defina. Un año, una noche dedica su segunda mitad, ya más calmada, a hacer salir a sus protagonistas de la destrucción con la que les conocimos, acompañándoles en un proceso que, poco a poco, consigue dejar atrás aquellas imágenes y sonidos espasmódicos.

El relato se va aclimatando en otros registros; en otros territorios: la película pasa del terror al drama romántico, y de Francia a España. Mientras, Noémie Merlant sigue perfeccionando el arte de hablar con la mirada y Nahuel Pérez Biscayart vuelve a brillar como uno de los actores más totales del mundo. Y cantan, y bailan, y aprenden a volverse a enamorar. Y, a todo esto, los terroristas quedan siempre relegados al fuera de campo: por política de cero visibilidad (o protagonismo) al monstruo; por miedo, a lo mejor, al odio que pudiera generar cualquier caracterización. En esto Lacuesta también contraviene a Greengrass, Poppe y Berg, ya que está convencido de que la catarsis no pasa por mirar al Mal a la cara sino por aprender a celebrar la vida allí donde este golpeó mortalmente.


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