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La revolución de los cobardes: crítica de Bucarest 12:08
Todo está cifrado en las coordenadas de tiempo y espacio. En el período exacto que dura la luz diurna, entre el amanecer y el atardecer de un único día, en un barrio periférico al este del Bucarest, Jderescu, el dueño de un canal de cable y conductor de un programa vespertino, debe resolver cómo concretar su idea de consagrar una emisión a los 16 años del momento en que el dictador comunista Nicolae Ceausescu huyó y motivó la caída del gobierno. De los invitados que buscaba, solo consigue a Manescu, un profesor de historia agobiado por las deudas y su adicción alcohólica, y a un reemplazante para el lugar vacante, convocando a Piscoci, un jubilado que solía disfrazarse de Papá Noel para las navidades.
El programa se centra obsesivamente en lo ocurrido en la plaza del barrio, cuya imagen en una fotografía gigantesca, fría y vacía hace las veces de decorado a las espaldas de los tres protagonistas, en el estudio. Esa plaza, ese espacio tiene una relevancia decisiva: allí se nuclearon los manifestantes 16 años atrás. Pero para el conductor el tiempo tiene similar importancia al espacio, porque quiere saber si los manifestantes estaban antes o después de las 12:08, momento exacto en que el dictador se fue. Y esa búsqueda de precisión, que parece absurda, contiene una cuestión trascendente para ese lugar: si estaban antes, la revolución se gestó allí; si llegaron después, los que fueron apenas se plegaron a los hechos consumados. En esa premisa se cifra la idea de que, por única vez, algo ocurrió allí y lo que ocurrió fue nada menos que una revolución. No fueron testigos, sino actores.
Por allí se habla de Laurel y Hardy y de Tom y Jerry, y no está mal porque Bucarest 12:08 está recorrida por una violencia contenida y amarga. Pero tampoco debe menospreciarse el humor zumbón y una acidez en la caracterización de personajes y planteo de situaciones que hace recordar a algunos guiones de Rafael Azcona o a algunos otros de la zona más oscura de la commedia all´italiana que, si bien le da una innegable personalidad al debut como director de Corneliu Porumboiu, no es menos cierto que esa apariencia de comedia sólo simula un culto al costumbrismo. Ese culto al costumbrismo está siempre trascendido por una puesta en escena que hace del uso sistemático de los segundos planos –los que se ven en el televisor, las miradas de los otros- un arma poderosa para escapar de la trampa de la obviedad. En ese juego entre lo que se ve y se dice y lo que no se ve y no se dice, Porumboiu consigue adentrarse brillantemente en una potente dimensión política.
Está claro que Bucarest 12: 08 es una evaluación del paso del tiempo, sobre lo que pasó después de la caída del comunismo en Rumania, sobre quiénes y cómo se enriquecieron, sobre la banalidad y banalización del nacionalismo, sobre las (malas) viejas costumbres y las (malas) nuevas costumbres. Pero, sobre todo, es una reflexión sobre la verdad y sus modos de representación u ocultamiento. Poco importa si estos dos perdedores estuvieron antes o después en esa plaza al Este de Bucarest, que viene a ser algo así como el Este del Este. Lo que Porumboiu consigue poner en escena es el problema de cómo se construye la verdad, porque cada uno de los dos invitados y de todos los que llaman por teléfono al canal desmintiendo lo que dicen ellos dos va armando un mapa de esa plaza cuya imagen fotográfica deja de ser una imagen vacía para poblarse de ausencias fuera de campo que la pueblan y van cambiándole su sentido. Esa inestabilidad del orden, esa verdad zigzagueante, esquiva e inaprehensible se expresan en el cambio de la puesta de cámara: del rigor de los planos fijos de la primera mitad (las casas y calles) a las correcciones y ajustes, a la precariedad de “la falta de encuadre” de la segunda mitad (el estudio de televisión).
En el comienzo, en la pregunta de examen que elige formularle a sus alumnos, Manescu les pide que escriban sobre la Revolución Francesa y uno de los deudores, que lo visita para cobrarse sus deudas, se ríe de que les haya preguntado éso. Después, Jderescu se interroga si ese momento, el de las 12:08, fue su equivalente de la Bastilla. Porumboiu no cree que lo que vino fue la revolución porque sabe que lo que llegó fue un capitalismo voraz, hambriento de carne tierna y provinciana como la de los rumanos de ese momento. Si de algo está convencido es de que lo único que tienen son relatos y de que no hay verdad sino puras conjeturas, es decir ficciones, y que tienen el deber de seguir inventando como inventaron su propio cine.
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