Críticas
Black Book (El libro negro), de Paul Verhoeven
El holandés errante vs. la dictadura bienpensante
Tras su etapa hollywoodense, el director de Bajos instintos, RoboCop e Invasión regresa a Europa con una película que incursiona con éxito por varios de los géneros populares (cine bélico, acción, romance, suspenso). Pero el mayor logro de esta historia sobre una cantante judía dispuesta a todo para sobrevivir es su búsqueda de subvertir las convenciones y prejuicios de la corrección política a la hora de abordar una historia sobre el Holocausto que incluye una mirada desencantada y provocadora sobre el papel de la resistencia holandesa.
El exterminio sistemático y planificado de los judíos a manos de los nazis y sus aliados y colaboracionistas durante la Segunda Guerra Mundial desató los más extraordinarios y diversos y despreciables ejercicios cinematográficos. Yendo y viniendo del problema de la responsabilidad del cineasta, y tomando algunos casos notorios en sentido o en otro, podríamos mencionar la poetización que simula evocar un pasado cuando es puro presente (Noche y niebla), el afán por la precisión y la invención de procedimientos para no sucumbir a la tentación del número y la repetición simplificada de los hechos (Shoah), la singularidad como mecanismo tranquilizador para las inefables buenas conciencias (La lista de Schindler, La vida es bella), el peso insoportable del presente (Voyages-Memoria), el cuestionamiento de la obediencia de por vida (Un especialista). Estos son algunos de los que me parecen más interesantes para discutir el tema de la representación, porque hacen foco sobre muchos de los problemas cinematográficos, éticos y políticos posibles.
Entre estas y muchas otras películas de estos sesenta años, sin embargo, hay pocos casos donde el cine se haya preguntado de manera ostensible y frontal por la clase de ficción que es posible contar con estos hechos y estos materiales. O mejor: ¿Hasta dónde la ficción puede tomar los datos reales de episodios tremendos para lanzarse a construir un territorio propio, liberado de las ataduras de los datos comprobables, los personajes constructivos opuestos a los despreciables, la lección política nítida y el ajuste moralizante? Black Book tiene una respuesta que ofrecer y un modo único para mostrar la productividad artística del camino elegido.
Como otros films de Paul Verhoeven (RoboCop e Invasión), Black Book parece, a primera vista, una película que se inscribe en coordenadas de género. En tiempos de resistencia holandesa al nazismo, Rachel Stein o Ellen De Vries, según se trate del nombre real o del de combate (Carine Van Houten), es una lindísima cantante judía que busca sobrevivir a su tiempo y a su condición. No escatima nada para lograrlo y para seguir aquello en lo que de verdad cree: ni cantar para los nazis, ni convertirse en amante permanente y enamorada de un oficial de la SS, ni enfrentar a su grupo de resistentes aún a riesgo de bordear una cornisa moralmente dudosa. Esta línea central, entonces, va zigzagueando entre los géneros, casi se diría que repta entre ellos y como una boa constrictora se los van devorando a su paso al apoderarse de tópicos de la película de guerra (bombardeos, refugios), con otros de las de espionaje (agentes encubiertos, traidores simulando ser héroes), y podríamos seguir añadiendo capas.
Pero lo más poderoso no está en descubrir lo que Verhoeven toma sino en lo que Verhoeven hace con ellos, aplicándoles una inusitada dosis de brutalidad en la narración, memorable por lo desaconsejado, por arbitrariedades en el encadenamiento de avatares que la vuelve irresistible: bruscas entradas y salidas de personajes de la historia, soluciones extraordinariamente fértiles por su elocuencia (Ellen limpiándose su zapato de tacón con el agua de un inodoro, el balde gigante lleno de mierda cayendo sobre Ellen), o que comprimen el tiempo de un modo percusivo, logrando un extraordinario efecto paradójico en la medida en que esa violencia "muy Sam Fuller", líricamente y lícitamente irrefrenable, irrumpe en el corazón de un diseño visual muy artificial, deudor de los films clásicos de Hollywood.
Black Book no es la clase de película que seda las buenas conciencias sospechosamente necesitadas de reafirmar su convicción antinazi o a los amantes de los cuentos de hadas de la resistencia impoluta y heroica, y que por eso recuerdan con tanto fervor catástrofes cinematográficas concebidas desde el puro anonimato artístico y la visible lógica de la buena moral cívica, como ¿Arde París?. Es grande la tentación de afirmar que Verhoeven hizo la película contra ellos, como un modo de salir al cruce de los bien-pensantes y no eligió lo agradable y positivo como método para contrarrestarlos porque eso sólo hubiera logrado un espejo análogo invertido, es decir, lo mismo de otro modo. Prefirió, en cambio, hacer una película sobre lo inestable del juicio ético, sobre la apariencia de la mirada, en un relato que todo el tiempo parece a punto de desbarrancarse y -como si se contagiara de sus personajes- revela sus cartas cuando menos se las espera y así demuestra una solidez en su construcción que nunca es previsible. Verhoeven es siempre más inteligente y refinado que sus personajes, pero lo que lo diferencia de otros es su estrategia: nunca se la hace evidente al espectador.
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