Críticas
Estreno en cines
Crítica de “El triángulo de la tristeza”, de Ruben Östlund, con Woody Harrelson
Tras ganar la Palma de Oro en 2017 con The Square, el director sueco duplica (o triplica) la apuesta con una mirada despiadada y desoladora sobre las injusticias del capitalismo salvaje y las diferencia de clase. El resultado es más irritante que inquietante, pero le sirvió para quedarse nuevamente con el máximo premio del Festival de Cannes. Dos veces en el lapso de cinco años.
El tríangulo de la tristeza (Triangle of Sadness, Suecia-Francia-Reino Unido-Alemania/2022). Guion y dirección: Ruben Östlund. Elenco: Harris Dickinson, Charlbi Dean, Woody Harrelson, Vicki Berlin, Henrik Dorsin, Zlatko Burić, Jean-Christophe Folly, Iris Berben, Dolly De Leon, Sunnyi Melles, Amanda Walker, Oliver Ford Davies, Arvin Kananian, Carolina Gynning y Ralph Schicha. Fotografía: Fredrik Wenzel. Edición: Ruben Östlund y Mikel Cee Karlsson. Distribuidora: Diamond Films. Duración: 149 minutos. Apta para mayores de años.
Con películas como Involuntario (2008) y Force Majeure: La traición del instinto (2014), Ruben Östlund supo jugar con fuego y salir ileso. Convertido en un satirista reverenciado, un enfant-terrible del cine europeo, se consagró al ganar nada menos que la Palma de Oro 2017 con The Square.
Si aquel film se burlaba de la burguesía intelectual con mucho de capricho, de regodeo, de manipulación emocional, de cinismo y hasta de sadismo. qué decir entonces de Triangle of Sadness / El triángulo de la tristeza, un tríptico en el que posa su mirada despiadada y mordaz (con escalas intermedias en el patetismo y la crueldad) en la obscenidad del lujo del universo de los ricos y las cada vez más profundas diferencias sociales.
Dividida en tres episodios (Carl & Yaya, El yate y La isla), se trata de una comedia ácida y negrísima con algunos pasajes que en principio pueden generar risas y hasta alguna carcajada aislada, pero que en su conjunto provoca irritación. Y el sedimento que deja con el correr del tiempo es todavía mucho peor. En la línea de -para buscar un ejemplo argentino- la dupla Cohn-Duprat, Östlund tiene una mirada siempre sobradora, riéndose de sus personajes, juzgándolos por sus pensamientos y sus actos, burlándose de sus reacciones y contradicciones y ensañándose con sus bajezas.
La primera parte tiene como protagonistas a una pareja de jóvenes modelos e influencers (Harris Dickinson y Charlbi Dean) que disputan por cuestiones de dinero (y por lo tanto de poder); la segunda está ambientada en un crucero de lujo cuyo capitán borrachín no es otro que Woody Harrelson y, entre citas a Marx, se produce una tormenta y recibe un ataque de piratas; la tercera, tiene que ver con la supervivencia de algunos pasajeros y tripulantes en una isla supestamente desierta donde las miserias, mentiras y manipulaciones se exacerban y potencias hasta niveles ya insostenibles.
Es cierto que Östlund filma muy bien (los planos preciosistas, cuidados hasta el detalle e hiperestilizados por momento resultan molestos en su perfección) y tiene timing para los diálogos y el humor físico, pero lo que importa aquí no son las partes (que analizadas de forma independiente pueden funcionar) sino el todo: la mirada del mundo y cómo ponerla en escena. El espíritu, el tono, los simbolismos, las alegorías, las metáforas, los golpes bajos. Un cine misantrópico, calculado, artero y efectista que tiene múltiples adeptos en el mundo. Luis Buñuel, Blake Edwards y Luis García Berlanga, entre muchos otros, se revuelven en sus tumbas.
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