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Tony Scott, último gran héroe de la clase trabajadora

Por Federico Karstulovich
El suicidio del director sorprendió a todos y disparó miles de análisis sobre la filmografía del creador de Top Gun, Días de trueno, Escape salvaje, Marea roja, Enemigo público, Déjà vu e Imparable. Esta lúcida columna lo ubica en su justa dimensión.

Publicada el 23/08/2012

La historia de Hollywood ha contado con innumerables “héroes anónimos” perdidos en las interminables circunvoluciones del sistema. No hablo solo de técnicos, sino de directores que formaban parte de una interminable nómina de trabajadores que podían adaptarse de un género a otro, de un estilo a otro, sin dejar explícitamente su marca, casi como una negación del concepto de “autor cinematográfico”.

Pero sincerémonos: ese anonimato, esa muchedumbre de trabajadores es precisamente lo que sostiene al sistema y, eventualmente,  es aquello que permite la emergencia de un referente que con el tiempo quizás terminemos llamando “autor”. Si hay directores destacados es porque también hay oscuras creatividades haciendo fuerza en la base de la pirámide: una fuerza que sostiene y, por qué no, una fuerza en búsqueda de “ascenso social” dentro de la misma pirámide. Lo que digo no sólo es un principio económico del capitalismo sino una perfecta metáfora del mundo del trabajo, al que el cine no es ajeno ¿Qué tiene que ver esto con Tony Scott? Bastante…

Scott no pertenecía a esa innumerable lista de “artesanos competentes” que engrosa la nómina del cine de estudios (pensemos en un Michael Curtiz ayer o en un F. Gary Gray hoy), siquiera. Pensemos que el hombre venía con una doble sombra detrás: por un lado, pertenecer al mundo de la publicidad; por otro, sentirse eclipsado por su hermano Ridley, que ya en los años 80 veía crecer su estrella. Primero fue El ansia (1983), supuesta película de culto que estéticamente no tiene mucho que envidiarle a una publicidad de Colbert Noir (esa del hombre bañándose con litros de agua mineral en su loft ochentoso). Inesperadamente, ese éxito le permitió un salto mayor a una de sus peores películas, la inoxidable Top Gun (1986), súmmum contemporáneo de eso que podríamos llamar “cine de productor” (el tándem Simpson-Bruckheimer). Pero ojo: en aquel film se fundaba una marca que sería reconocible en futuras películas: la presencia de un duelo de poder, caracterizaría su cine post 1995.

Luego, siguiendo la línea estilística de lo publicitario (contraste de colores fríos y cálidos es una marca de la época), desembocaría en la nada despreciable secuela Un detective suelto en Hollywood II (1987). Pero en esta época Scott todavía no era el hombre de los múltiples cortes, sino ese desconocido director de éxitos en su cuarto de hora (para la misma época su hermano Ridley se daba de cabeza contra el suelo con el gran fracaso de Leyenda). Luego de la olvidable Revancha (1990), Tony comenzó a levantar la puntería notablemente: primero, con la hawksiana -y repleta de diálogos filosos- Días de trueno (1990) y luego con una subvalorada gran película como fue El último boy scout (1991), que aprovechaba la nueva imagen del Bruce Willis post-Duro de matar(1988). Parecía que Scott Jr. comenzaba a entusiasmarse con el cine, pero sobre todo, que aprendía a filmar, que podía alejarse paulatinamente de la publicidad (las malas lenguas dirían posteriormente que se acercaría al videoclip).

Con Escape salvaje (1993), guión de un joven Quentin Tarantino, Scott se mete en un terreno que no le es propio y sale indemne, pero con resultados extraños: vuelve la estética de los planos híper iluminados de la publicidad (similar a la estética de Thelma y Louise (1992), de Ridley Scott), pero con personajes salidos de control, con un tono al borde de la sobreactuación, algo reconocible en una película con la que comparte puntos de contacto como Corazón salvaje (David Lynch, 1989), con una velocidad y locura forzada. Quizás por eso resulta inesperado el salto que se produce con Marea roja (1995) y luego con El fanático (1996): la primera, aceptable pero sostenible sólo por el chisporroteo involuntario de la comedia matrimonial del tándem Washington-Hackman, la segunda, directamente la película más floja de su carrera: si bien Scott parece comenzar a manejar los recursos con mayor solidez, todavía persisten viejas taras de sus primeras películas (resoluciones aceleradas, acumulación confusa de elementos en la trama, montaje tramposamente ágil que pretende hacer avanzar algo que está empantanado; por último, un tufillo moralista que no se detectaba en trabajos anteriores).

Es Enemigo público (1998) su segunda gran película. En esta comienza a aparecer el estilo, la imagen, las decisiones formales del último Tony Scott: planos en constante movimiento, inquietos, tendencia al corte permanente, un abandono de la estética publicitaria, una mayor depuración del conflicto, apoyándose más en los personajes que en las acciones. Con esta película tenemos la sensación de pulseada ganada a los productores: la estética “videoclipera” de Simpson-Bruckheimer estaba completamente justificada para las necesidades narrativas. Y además Aaron Sorkin escribía el guión.

Con Juego de espías (2001), Hombre en llamas (2004) y Domino (2005) todo eso que supo prometer esporádicamente en los años ‘90 desapareció en el aire: metido de lleno desde 1997 en su nuevo rol de productor, Scott pareció abandonarse a una estrategia simple: replicar un mismo modo de filmar, una modalidad inalterable de una película a otra, como si se tratara de un “autor” con un estilo definido ¿El resultado? La “poética” de Tony Scott se hizo reconocible e imitable en esos años: más movimiento de cámara frenético, más aceleraciones, más ralentis, más cortes sobre el eje, planos cada vez más cortos en su duración. Ahí había una identidad. El problema es que se la aplicaba a casi cualquier cosa indistintamente. Otra de sus peores películas, no sólo por su moralismo extremo sino por un sadismo desplegado sin precedentes en la filmografía de Scott, fue la pobre Hombre en llamas. Domino, en cambio, si bien no carece de un cierto interés, no deja de ser una película muy menor aunque sea visualmente el film más barroco del director: todos los manierismos formales, todos los ornamentos sobre el color, trabajos sobre la textura de la imagen están ahí. El problema es si, al fin y al cabo, no eran el perfecto pegamento de una película que se desmembraba a cada paso.

Tuvo que llegar la hitchcockiana Déjâ vu (2006) para que Tony Scott pudiera comenzar a ser revalorizado. Una película simple, depurada en su narración (aunque con los mismos recursos visuales de la última etapa), pero sobre todo, asentada en personajes nobles, con una ética intachable frente al poder de turno (esto se extendería y se ampliaría en sus últimas dos películas). Nuevamente, los recursos exasperantes en otros films eran funcionales en este caso en particular. Luego vendría la remake de la enorme The Taking of Pelham One Two Three (1974) del ignoto -pero notable caso de “artesano competente”- Joseph Sargent, con Rescate del metro 123 (2009), que mostraba a Scott con todas sus cualidades narrativas en su correcto lugar, cada vez extremando más los duelos y los enfrentamientos de poder y valiéndose de Travolta-Washington para sostener el asunto, aunque de fondo apareciera inocultable una moral religiosa insólita.

Tuvimos que esperar a la depuración completa que supuso la mejor película de Scott: Imparable (2010). En ella, los elementos de conflicto mínimos eran maximizados por los personajes, más tridimensionales que nunca. Apaciguado en sus recursos visuales, el director entrega su gran película-menor clásica. Conflictos de clase, elementos mecánicos propios de una película catástrofe, Denzel Washington siendo más hombre promedio que nunca, Chris Pine siendo funcional a la subtrama político-sindical de una supuesta guerra del cerdo entre los nuevos y viejos operarios. Y, en el medio, el poder político económico siempre ocupado en que los problemas se tapen, aquí siendo los trenes (y esto retumba inclusive en Argentina, 2012).

Con las últimas tres películas de Tony Scott se produjo un vuelco en el análisis de la obra del director: se buscaron filiaciones imposibles, se indagaron en “rasgos autorales”, se sumaron pruebas para un nuevo autor. La enorme paradoja es que la muerte sorpresiva no se llevó a un “autor”, sino, muy posiblemente, a uno de esos pocos “artesanos competentes”, que vivieron el anonimato (quien sabe si con despreocupación o angustia) de ser un director industrial eficaz pero históricamente menospreciado. El tiempo dirá si esa artesanía, si ese talento irregular del hombre anónimo puede sobrevivir como tal, amparada en la ética del eclecticismo. O si mañana se escribirán cientos de páginas sobre  “la pérdida del gran autor”.

A veces, el anonimato, es el mejor de los recuerdos: Tony Scott fue, en esencia, un trabajador del cine.

COMENTARIOS

  • Rex
    23/08/2012 17:57

    <p>Buen an&aacute;lisis Federico. Coincido con lo de \"El &uacute;ltimo boy scout\" para m&iacute; es su obra maestra, es un film que no puede tomarse en serio. Tiene la mayor cantidad de frases ir&oacute;nicas y con doble sentido de la historia del cine de acci&oacute;n, es increible... chistes como: \"Hola Milo, de d&oacute;nde me llamas, desde el fondo de la piscina\" o la escena del titere de peluche, la del cigarrillo y el \"le meti&oacute; la nariz en el cerebro\" son apenas algunas. Un verdadero artesano del cine, nunca fue pretencioso su cine y fue muy honesto.</p>

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