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Crítica de “Pájaros de verano”, de Ciro Guerra y Cristina Gallego (Película de apertura de la Quincena de Realizadores) - #Cannes2018
El realizador de la multipremiada El abrazo de la serpiente codirigió con Gallego este film que comienza como un relato etnográfico y termina como un sangriento exponente de género ligado a las luchas del narcotráfico.
Los primeros minutos de Pájaros de verano parecen dignos de un documental etnológico sobre los indios Wayuus que viven en la península caribeña de la Guajira, al norte de Colombia y Venezuela. Los usos y costumbres, los ritos ancestrales (la iniciación de una niña que pasa a ser mujer, los bailes, los casamientos arreglados -incluso en términos económicos-, el lugar clave de los ancianos y de los denominados “palabreros” para resolver los conflictos entre los distintos clanes) forman parte de ese segmento inicial de una película inspirada en hechos reales que comienza en 1968 y seguirá el derrotero de sus personajes hasta bien entrada la década de 1980.
Pero Pájaros de verano no es solo un film sobre las tradiciones y el honor de esas tribus sino también una película sobre el surgimiento del narcotráfico en la zona que termina a pura escena de acción, con elementos dramáticos de claro sesgo shakespeareano, situaciones que remiten a El Padrino o Scarface (y otras más por el lado de Narcos). La llegada de un foráneo a un tradicional clan de estructura matriarcal (Ursula, interpretada a pura convicción por Carmiña Martínez, es la líder indiscutida) constituye el punto de partida. Es que Rapayet (José Acosta) deberá iniciarse en la compraventa de marihuana para conseguir el dinero y pagar la dote de su casamiento con la hija de Ursula, Zaida (Natalia Reyes), y luego comenzará a crecer en el negocio del narcotráfico a fuerza de enfrentamientos, traiciones cruzadas y -claro- conexiones con los “blancos”.
Dividida en cinco episodios o “canciones”, Pájaro de verano tiene una típica estructura de surgimiento, apogeo y caída, con sus coloridos personajes, costumbres y lugares que inevitablemente están siempre al borde del pintoresquismo y diálogos que en su mayoría son en el idioma de esos pueblos originarios.
La película se sigue con interés y las imágenes tienen una potencia indiscutible, aunque cuando se desata la guerra entre clanes (que manejan intereses opuestos en el negocio de la droga y en algunos casos ya con vínculos con mafiosos de Medellín) la narración tiende a desbordarse en esa espiral de violencia, donde la sed de venganza, el ojo por ojo, es capaz de destruir vidas, familias y hasta milenarias tradiciones.
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