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Claroscuros vallisoletanos
Tras su cobertura de la Mostra de Venecia y del cine fantástico de Sitges, ahora nuestro infatigable columnista europeo realiza un balance -bastante duro, por cierto- de una nueva edición del Festival de Valladolid (SEMINCI).
Con 52 años de historia, la SEMINCI es considerada como la segunda muestra cinematográfica más importante del país, después de San Sebastián, aunque en los últimos años, debido a su pobre programación, ha visto cómo festivales como Gijón, Las Palmas o Sevilla, le han ido ganando terreno. Asisto anualmente al festival debido a una conveniencia periodística (cubro la muestra para la revista Fotogramas) y, además, porque se ha convertido en punto de encuentro para un grupo de viejos amigos cinéfilos cuyas trayectorias confluyen de forma anual en la SEMINCI. A lo largo de la semana, ellos son el principal bálsamo que sostiene un ánimo que va decayendo día a día, a medida que las proyecciones van desvelando la habitual mediocridad de un programa confeccionada, a falta de un equipo de programación, por el director del festival, el argentino Juan Carlos Frugone.
Dos veteranos del lugar afirman que hubo un tiempo en que la SEMINCI era un lugar idóneo para el descubrimiento de aquellos cineastas que marcaban la pauta en la escena internacional y que pasaban inadvertidos en el aislado marco cultural español. De hecho, algo que podría resultar sospechoso de partida (el nacimiento del festival como muestra de cine religioso) llegó a condicionar y orientar la programación del evento hacia el seguimiento de cineastas tan fundamentales como Bresson, Dreyer, Rossellini u Oliveira. La SEMINCI fue también la puerta de entrada a la cinefilia española de importantes autores más recientes como Atom Egoyan, Abbas Kiarostami o Takeshi Kitano. Lamentablemente, el festival actual conserva poco de esa política de apertura a las corrientes más importantes del cine mundial y se ha asentado en una cómoda poltrona desde la que da cabida a propuestas que suelen ajustarse a un modelo de cine social didáctico, formalmente domesticado por el formato televisivo y elaborado para el reconforte de la conciencia del espectador medio. Un festival entregado a lo que el crítico español Àngel Quintana ha bautizado apropiadamente como “el realismo tímido”.
La edición de este año del festival fue rica en films de gran ambición, así como de pretencioso, aunque más bien vacuo, trasfondo humanista. En este saco cayeron desde la bienintencionada The Band’s Visit, película franco-israelí que viene triunfando en todo festival por el que pasa gracias al amable retrato de los posibles puentes de comunicación entre la cultura egipcia y la israelí, hasta Die Fälscher (Los falsificadores), tímida aproximación a la tragedia del Holocausto nazi arruinada por su empeño en sostener en alto fronteras morales y simplistas debates ideológicos (algo que bien podría considerarse superado después de la magistral Black Book, de Paul Verhoeven). Todavía más deprimentes resultaron las películas representantes de un cierto cine social europeo encaramado a un atrofiado modelo melodramático, cerrado sobre el guión y fabricado para anestesiar la sensibilidad del espectador. Representantes de esta tendencia fueron tanto Heile Welt, del joven austriaco Jacob M. Erwa, como Plac Zbawiciela, del matrimonio polaco formado por Krzysztof Krauze y Joanna Kos.
Para rematar el asunto, se proyectaron auténticos bodrios, como la ópera prima de la magnífica actriz canadiense Sarah Polley, Away From Her, en la que se relata un amor de vejez truncado por el alzheimer (una apuesta casi suicida). Puesta a escoger padre putativo, Polley se equivocó y en vez de optar por Egoyan se tiró al pozo maniqueo, sentimentalista y ridículamente metafórico en el que reside el cine de Isabel Coixet. Igualmente olvidables resultaron la televisiva, retrógrada y pintoresca Tres de corazones, de Sergio Renán, y las literarias y anticuadas Oviedo Express, de Gonzalo Suarez, y El prado de las estrellas, de Mario Camus.
En este contexto de melodramática mediocridad y de errática programación (sólo agitada violenta y estimulantemente por la comedia australiana Razzle Dazzle, de Darren Ashton, alumno avanzado de Christopher Guest) la salvación suele encontrarse en películas que de forma inexplicable encuentran distribución en España y que buscan una plataforma de promoción en el festival. Mediante ese mecanismo pudieron verse dos magníficas películas, auténticos oasis en el panorama de la SEMINCI: Centochiodi, de Ermanno Olmi, y Le voyage du ballon rouge, de Hou Hsiao-hsien. El realizador de El oficio de las armas sorprendió con un aguerrido y beligerante ataque a la Iglesia católica, a la que acusa mediante imágenes ásperas, símiles subversivos y metáforas feroces de haber convertido la fe en un valor mercantilista. Como respuesta, Olmi elabora una fábula protagonizada por un profesor de filosofía que se aferra al terrorismo cultural para reencontrarse con una espiritualidad inocente y primitiva en el marco de la ruralidad. Basculando entre un registro más bien críptico y una ingenuidad desarmante, el director italiano confecciona un film bañado en una extraña belleza agreste, muy pasoliniana, en la que la intensa fisicidad de rostros, cuerpos y paisajes sirve para conquistar de forma clara y calmada el espinoso territorio de la religiosidad.
Por su parte, Le voyage du ballon rouge, una suerte de aproximación a la película de 1956 El globo rojo, de Albert Lamorisse, presenta como primer punto de interés el ser la primera película de Hou Hsiao-hsien rodada en París, con actores franceses. Como es habitual en la obra del maestro taiwanés, Hou captura y filtra la realidad a través de su mirada convirtiendo cada fotograma de su cine en una serena y sabia reflexión acerca de la naturaleza del cine. Cada una de sus imágenes, adscriptas al filtro ritual del plano-secuencia, se establece con armonía en el seno de la reflexión metalingüística, cuestionando incesantemente su propia naturaleza. En su nueva película, Hou se aplica en la investigación de los mecanismos y significados que entran en juego en la asociación de un sonido a una imagen. Luego, en su acercamiento a cada escenario, espacio y personaje, el director desarticula de forma parsimoniosa las misteriosas conexiones entre el cine y lo real. Y lo más extraordinario de todo es que a pesar de aproximarnos de manera milagrosa a la solución a todas estas cuestiones, su cine sigue siendo extremadamente enigmático, y gracias a ello, poético, bello, sublime.
En esta película sobre un niño perseguido por un globo rojo, la chica taiwanesa que le hace de canguro (babysitter) y la madre del niño (una extraordinaria Juliette Binoche haciendo de una cassavetiana Gena Rowlands), todos los acontecimientos (muy pocos) evocan, de forma indirecta, cuestiones esenciales de la existencia social. Como Ozu, Hou consigue extraer verdades trascendentales de la experiencia cotidiana. De hecho, esta película se parece bastante a Café Lumière, en la que Hou homenajeaba al maestro japonés. Así, todo gira en torno a la dialéctica entre tradición y modernidad, mientras la reflexión acerca del dispositivo cinematográfico se asienta en el tratamiento alegórico de diversas formas de representación: las marionetas a las que da vida Binoche, la cámara digital de la chica o el piano afinado por un hombre ciego. Otra obra maestra del que es probablemente el cineasta más importante de las últimas dos décadas.
Y así sobreviví a mi tercera SEMINCI, con la retina desgastada por varias películas olvidables, aunque iluminada por otras obras importantes, con algún kilo de más (la dieta pucelana es de todo menos ligera) y con un buen puñado de interesantes charlas cinéfilas en el recuerdo.
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