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Crítica de “Piola”, de Luis Alejandro Pérez (Competencia Chilena) - #SANFIC16

Esta ópera prima -presentada en estreno mundial- refleja el creciente descontento y descontención de la juventud de Santiago en un retrato potente que no necesita del subrayado ni la denuncia obvia.

Publicada el 21/08/2020


Hip hop, grafitis, tatuajes, porros, explosión hormonal, ganas de vivir de la música contra los prejuicios de los adultos, diferencias generacionales (conflictos con padres y maestros), represión policial, problemas educativos y económicos, barrios pobres, insatisfacción con el estado de las cosas, tensiones y lealtades dentro del grupo de amigos... La ópera prima de Luis Alejandro Pérez aborda varios tópicos recurrentes de las películas juveniles, con los rituales de iniciación que van marcando el ingreso a la vida adulta, esas contradicciones íntimas entre el ansia de descubrimiento y la sensación de permanente frustración, de nunca estar en el lugar correcto en el momento indicado.

Según esta descripción, Piola podría ocurrir en cualquier suburbio del mundo, pero son las calles de Quilicura (uno de esos barrios grises e industriales con ampliso descampados cruzados por vías), ese decir tan propio de los adolescentes chilenos y ese tenso malestar que se percibe en la sociedad de ese país los que hacen único e inimitable a este retrato hiperrealista de fuerte cuestionamiento social.

Dividida en cuatro partes, Piola -más allá de su apuesta coral- hace foco en cada una de las tres primeras en las historias de vida de los protagonistas: Martín (Max Salgado), un apasionado del rap que mantiene fuertes disputas tanto con los responsables del colegio que ponen en riesgo su graduación como con sus padres, mientras sufre la degradación familiar que implica mudarse a departamentos cada vez más chicos donde incluso debe compartir habitación con su hermana menor; Charlie (René Miranda), quien trabaja a desgano en una cadena de comida rápida y tiene un hijo del que no se hace demasiado cargo y al que casi no ve; y Sol (Ignacia Uribe), una muchacha angustiada por la pérdida de su perra que no puede sostener su lugar como arquera de un equipo de fútbol y mantiene una muy tensa convenvencia con su madre e intenta armar sin demasiada suerte una relación como amante de un tatuador algo mayor que ella.

Algo así como una cruza entre el cine de los hermanos Dardenne y el de Jim Jarmusch (y de sus continuadores como los uruguayos Pablo Stoll y Juan Pablo Rebella), Piola es una reivindicación del arte del hip hop (“poesía, calle, rabia contra el sistema, lo verdadero”, según lo define Martín), un paneo de la creciente violencia callejera (el propio Martín encuentra un arma en un basural y en determinado momento se aprecia un robo que termina con el asesinato del empleado de una estación de servicio), una mirada a una sociedad multicultural no exenta de explosiones xenófobas (como la que sufre el personaje haitiano de Jean que interpreta Steevens Benjamin) o esa sensación paranoica de que los pacos (policías) están listos para reprimirlos en cualquier situación (algo que ocurre cuando intentan grabar un videoclip en plena calle sin haber tramitado previamente los permisos correspondientes).

Lo mejor del film tiene que ver con la convicción de Pérez para una puesta en escena nunca ostentosa y siempre pensada en función de capturar la naturalidad de sus actores. Puede que por momentos la trama se abra a (y se pierda en) demasiados conflictos que no son abordados con demasiada profundidad, pero Piola es justamente un retrato generacional, una acumulación de viñetas, experiencias y sensaciones en tiempos en que una sociedad atraviesa profundos descontentos, rebeldías y la búsqueda de cambios en pos de una mayor igualdad. En ese sentido, sin necesidad de ser un film explícitamente de denuncia, sintoniza a la perfección con su lugar y su tiempo.






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