Críticas
Martín Fierro: la película, de Liliana Romero y Norman Ruiz
Una película no muy gauchita
Ni para chicos ni para grandes, sin grandes hallazgos técnicos y sin asumir demasiados riesgos en la transposición ni en la narración, esta versión animada del clásico de José Hernández no irrita, pero se queda siempre a mitad de camino y, por lo tanto, tampoco sorprende demasiado.
En el cine, como en cualquier arte, lo técnico y lo artístico van de la mano, y el equipo comandado por Liliana Romero y Norman Ruiz, responsables de la todavía inédita El color de los sentidos –film que alterna escenas con actores de carne y hueso con otras animadas a partir de los estilos de diversos artistas plásticos argentinos- le pone el hombro a una empresa casi imposible: lograr, con un presupuesto reducido para los estándares que se manejan hoy en día a nivel mundial, un largometraje que aparente estar a la altura técnica de sus pares internacionales. Primer escollo que puede esquivarse de diversas maneras, siempre y cuando se utilice como materia prima la imaginación. De hecho, muchas industrias de cine de animación –pensemos en Europa del Este, en los polacos o los checos- han hecho de la cualidad artesanal, del bajo recurso, toda una estética propia, tan poderosa artísticamente como el más multimillonario producto de Hollywood.
Hay en Martín Fierro un problema de origen que las primeras imágenes ponen de manifiesto: los personajes y los fondos no parecen formar parte del mismo universo. Como el agua y el aceite, la animación en 2D, a pocos cuadros por segundo, de Martín Fierro y demás criaturas no logra entretejerse con la estética naturalista en 3D de los paisajes y decorados, sensación que acompaña al film hasta los títulos finales. Este “detalle”, que puede sonar algo técnico y, por ende, poco relevante, es uno de los principales obstáculos del film a la hora de lograr un universo propio y creíble. En otras palabras, es poco probable que el espectador logre ingresar al relato cuando cada movimiento de los fondos, cada cambio de foco rompen el verosímil que el film intenta crear.
El segundo auto-atentado del film de Romero y Ruiz radica en la propia adaptación de la obra original, a grandes rasgos fiel a la pluma de Hernández pero espiritualmente desconfiada de su propia pertinencia. Lejos de tener un sentido iconoclasta o de juego con los cambios de registro, a un momento dramático con uso literal de los versos fierrescos puede seguirle un paso de comedia (en determinado momento de la historia la proliferación de comic reliefs es abrumadora), a éste un interludio musical “moderno” que no puede disimular su presencia como empalme entre secuencias, para terminar con algún momento alegórico y -también hay que decirlo- políticamente demagógico. Finalmente, hay que destacar la presencia de dos “chivos” que, intrusión anacrónica constante, reaparecen en los momentos menos esperados, otro logro del product placement más chapucero. Así, sin gracia, como un frankenstein armado de retazos de diverso origen y sentido, Martín Fierro avanza a los tumbos hasta su resolución final.
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