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Haciendo cine

El reciente Encuentro Nacional de Cine Documental de Santa Fe sirvió para que Raúl Beceyro, Rafael Filippelli y el autor de esta columna debatieran sobre los cruces y contradicciones entre realidad y ficción, y dividieran a los directores entre dogmáticos, perversos y expresivos.
Publicada el 01/08/2007
Hace dos días, antes de que se les diera por morir casi al mismo tiempo, estuve hablando de Bergman y Antonioni. Fue en ocasión de un asado que clausuró la edición 2007 del Encuentro Nacional de Cine Documental, que se celebró en Santa Fe. Más específicamente, en el Taller de Cine que dirige Raúl Beceyro en la Universidad Nacional del Litoral. Así como en una columna anterior me referí al festival más chico del mundo, este puede ser considerado el evento cinematográfico más invisible del país. Mi papel allí era, en principio, moderar una charla de Rafael Filippelli que, por razones imposibles de explicar, se transformó en una discusión abierta entre Filippelli, Beceyro y yo. No hablamos allí de Bergman ni Antonioni, pero está claro que el lugar, ese ortodoxo reducto santafesino, debe ser uno de los pocos enclaves donde se sigue admirando y discutiendo a esos directores con prioridad sobre otras manifestaciones cinéfilas.

Pero la discusión sobre Antonioni y Bergman fue, como dije, durante el asado. El viernes, en cambio, estábamos todos sobrios cuando se habló de documentales, al menos en cuanto a la ingestión de alcohol u otras sustancias intoxicantes. Hace tiempo que no tenía una conversación tan interesante sobre cine, tan alejada de la típica rigidez seudoteórica de las mesas redondas como de la charla ociosa en la que los cinéfilos volvemos a citar viejos nombres y a repetir conceptos apolillados. En cambio, esta vez, no sé bien cómo, nos encontramos dialogando de un modo distinto sobre un tema que no era nuevo: las supuestas reglas o definiciones del documental y la relación con la ficción.

Todo empezó con la mención de una escena en un film de Filippelli que se proyectaba esa noche, el retrato que hizo hace algunos años sobre Jorge Lavelli, famoso director de teatro argentino que vive en París. En la última escena de la película, Lavelli aparece solo sobre un escenario en el que hay una docena de puertas dispuestas en forma de semicírculo. Procede entonces a abrir y cerrar cada una con notable estruendo y ampulosidad. Se supone que está probando las puertas que se usarán en la obra que se está a punto de estrenar. Pero, consultado el realizador, afirmó que Lavelli no tenía pensado hacer eso y que fue él quién se lo propuso, para poder filmar un travelling circular que le parecía formalmente oportuno para terminar el film. Es decir, era una escena típicamente ficcional, creada por el director y en la que el protagonista interpretaba su papel como un actor (de hecho, lo hacía con notable histrionismo).

¿Está bien hacer una cosa semejante, forzar la realidad de ese modo para beneficio, digamos, estético? Beceyro intervino para decir que si bien Lavelli no había pensado en probar las puertas, bien pudiera haberlo hecho, ya que es un director muy meticuloso y obsesivo. Pero la justificación no era del todo convincente: la escena parece tomada de un film de ficción y hasta tiene el aire de un policial: el espectador no entiende bien qué está haciendo exactamente el personaje que, además, le agrega una buena dosis de misterio, casi de suspenso, al asunto con su actitud.

Profundizando en la actitud de Filippelli, los presentes advertimos que, para él, uno de los mayores placeres de su oficio cine era manipular la realidad y, en cierto modo, engañar al espectador. Hablando de su último film, Música nocturna (que también se proyectaba esa noche), reveló la satisfacción que le causaba que en el departamento que ocupa la pareja protagónica, el exterior corresponda a una locación, el palier a otra y el interior a una tercera. En ese juego de ilusiones residió siempre buena parte de la magia del cine. Música nocturna es un film de ficción y, en principio, nada de eso lo afecta.

Pero luego se puso en consideración otra película de Filippelli: el retrato del escritor Juan José Saer, que también vivía en París. Allí, se simula un viaje de Saer a la Argentina, pero la llegada ocurre en realidad meses antes de la partida, con la cómica situación de que Saer, que había dejado de fumar entre una y otra escena, parece comenzar a fumar furiosamente en el medio de la película. En otra escena, contó Filippelli, se simuló que el escritor viajaba de Buenos Aires a Santa Fe, pero el vehículo que lo transportaba iba en la dirección opuesta. Mientras parte de los presentes en la mesa y en el público sostenían que eso violaba la fidelidad que el documental le debe a la realidad, otros, con el director a la cabeza, festejaban la adulteración del tiempo y el espacio sin la cual, sospechaban, el cine se hace muy aburrido.

Se me ocurrió entonces que había, en principio, dos tipos de cineastas: el dogmático (que no acepta esas licencias en la construcción de una película) y el perverso (que, justamente, disfruta con ellas). Pero, además, ese temperamento es independiente de la dicotomía entre documental y ficción. Se me ocurrió entonces traer a colación dos películas recientes. La primera, Los próximos pasados, documental de Lorena Muñoz en el que se habla de un viaje que el pintor Siqueiros y sus ayudantes hacían cotidianamente en los años treinta a la localidad de Tortuguitas. La realizadora ilustra ese viaje mediante la imagen de archivo de un tren que está engalanado con una gigantesca escarapela argentina y es saludado con banderas por una multitud al llegar a la estación. Claramente no es el tren de línea en el que viajaba Siqueiros, que entonces no era tan famoso, sino uno excepcional que llevaba a una personalidad política argentina, tal vez al presidente. En su momento, me molestó mucho esa inserción que adulteraba de algún modo la realidad histórica. Otra escena que me molestó, esta vez de una película de ficción, está al principio de Agua, de Verónica Chen, en la que uno de los protagonistas, que viaja en camioneta desde San Juan hasta Santa Fe, atraviesa absurdamente el Túnel Subfluvial. Recuerdo haber discutido largamente la escena con la directora. Mi punto de vista, en los dos casos, era que, ficción o documental, las transgresiones constituían un error.

Planteada la cuestión, alguien sugirió que lo del sentido o el itinerario del viaje, tanto en Lavelli como en Agua, sólo podía ser percibido por un espectador santafesino, en todo caso por un argentino, pero nunca por un extranjero. Y que había que ser un maniático del detalle para advertir que el pequeño fragmento del tren no correspondía a lo narrado. Y que, por lo tanto, no había mayor daño, ya que las supuestas inadecuaciones a la realidad eran selectivas. También, recordando los dos films en su conjunto, me parece ahora que tanto Chen como Muñoz intentaban darle contexto y emoción a sus películas creando una cierta atmósfera o un cierto paisaje mental. El túnel subfluvial era un prólogo de las escenas submarinas de Agua y el tren una parte de la evocación que propone Los próximos pasados. Ni perversas ni dogmáticas, Chen y Muñoz serían pertenecerían a otra categoría de cineastas: los expresivos.

Y así se nos fueron las dos horas de charla, como se nos ha ido la columna, discutiendo cómo se hace cine y sin llegar a ninguna conclusión, pero advirtiendo que el documental desea los procedimientos de la ficción y la ficción se fortalece con su apoyo en lo real hasta tal punto que los géneros se complementan uno al otro. No sé qué le pareció al público todo esto ni sé tampoco cuál será la opinión del lector, pero llegué a una conclusión: este tipo de disquisición sobre ejemplos concretos es lo más cerca que un crítico puede estar de la materialidad del cine, con la ventaja de que se pasa un rato agradable y distendido, sin los esfuerzos a los que están obligados los directores. A menos que el crítico salte la pared y se ponga a hacer películas, como el colega Sergio Wolf de la columna de aquí abajo.

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