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El estilo John Waters

La flamante edición a nivel local del libro Role Models (aquí Mis modelos de conducta) es la excusa perfecta para revisitar el cine, la estética y la personalidad del influyente director de Pink Flamingos y Hairspray

Publicada el 07/09/2012

Algunos, ansiosos de que alguien más les diga cómo uniformarse y de ponerse una personalidad prêt-à-porter, se vuelven locos por seguir los dictados de la moda. Otros, hartos del desafío cotidiano de construirse una imagen o acorazados en la idea de que cierta superioridad moral podría eximirlos de tener un cuerpo, se consuelan con eso de que “lo esencial es invisible a los ojos”, mientras no dejan de mirar torcido a los que sí se atreven a elegirse un look, una actitud, y pasearlos por el mundo. Pero cuando se tiene un cuerpo como el de Divine o un raye como el de John Waters -el director que convirtió en su actriz-fetiche a esa drag queen interpretada por Harris Glenn Milstead, capa sobre capa de artificio exagerado y puro-, pasar inadvertido no es jamás una opción y, muy por el contrario, la diferencia entre el afuera y el adentro se evapora en la superficie. En esos casos, tener un estilo y ser lo que demonios sea que uno es, se convierten en la misma cosa: una monstruosidad, un feliz e inconfundible -¡pero tan personal!- adefesio.

John Waters es el artista que hizo Pink Flamingos (la película de culto y de bajísimo presupuesto donde varios lunáticos compiten para ver quién es la persona más asquerosa del mundo) y cambió para siempre los parámetros de lo que se podía hacer en cine, pero -para los que no lo conocen- quédense tranquilos: si alguna vez vieron Jackass o alguna película de los hermanos Farrelly (como Loco por Mary, Irene, yo y mi otro yo, Amor ciego o la reciente Los tres chiflados), o esa remake de Hairspray del 2007 en la que John Travolta hace el papel que interpretó Divine en la original del ’88, lo conocen. Un poco, indirectamente, aunque sea. Porque la verdad es que algo de lo que John Waters hizo, algo que inauguró un territorio nuevo ubicado entre las coordenadas de lo asqueroso, lo hiperbólico, lo trash y lo candorosamente ingenuo, se infiltró por el suelo de la comedia americana para dar frutos superabundantes.



Waters es el autor de un conjunto de libros y películas pero ante todo es el creador de un estilo que empieza por él mismo, por eso hablar de la persona y hablar de la obra son una misma cosa. Tanto lo sabe él que su último libro, Role Models -recién publicado en argentina por Caja Negra Editora, con traducción de Pablo Marín y el título de Mis modelos de conducta- reúne una serie de textos donde se dedica a contar y analizar qué personalidades de la cultura norteamericana lo influyeron, en qué parte del basurero que más lo fascina fue a revolver para sacar los trapos con los que se viste hace ya medio siglo. El libro se abre con el relato de un encuentro entre Waters y el cantante pop que hubiera querido ser, el olvidado y negro Johnny Mathis al que considera su polo opuesto porque mantuvo su disco Greatest Hits en el ranking de Billboard por 490 semanas consecutivas, a diferencia del propio Waters, tan de culto que su único público consiste “en minorías que ni siquiera pueden encajar en sus propias minorías”.

Pero no todos los ídolos son tan mainstream: la galería sigue con Tennessee Williams, Leslie Van Houten (una de las chicas del clan Mason), la diseñadora de ropa espantosa de alta costura Rei Kawakubo, algunos marginales de Baltimore como la stripper Lady Zorro, o pornógrafos como Bobby García. Hay que leer Mis modelos de conducta porque John Waters es un escritor genial, con ese estilo de charla superficial medio de dandy que no deja de tener al mismo tiempo flashes de una inteligencia superior, agudísima. Pero, fundamental: que no se toma muy en serio a sí misma. En ese sentido, mi capítulo preferido es el dedicado a Rei Kawakubo, porque ahí Waters expone punto por punto sus “secretos de belleza”, esos que las celebrities generalmente quieren ocultar como si uno pudiera creer de verdad que cuando están en casa con pantuflas y recién levantados se ven exactamente igual que en una alfombra roja.

Para Waters, por el contrario, la belleza no está en la naturalidad sino en el artificio, la exageración, lo construido, por eso el relato de cómo descubrió la marca de ropa Comme des Garçons, para la que desfiló una vez en París porque le daban ropa y viaje gratis y además porque, “¡qué demonios!” (esa parece ser la razón para mucho de lo que hace el cineasta), es el ombligo de todo el asunto, el espiral donde convergen el buen gusto y el mal gusto de John Waters y unos cuantos más, y donde la belleza y la fealdad son justamente lo mismo. Para darse una idea de la ropa pueden googlear la marca, o si no piensen en los vestidos de bruja destroy que Helena Bonham Carter se pone para el Oscar y que invariablemente terminan entre los candidatos a peor vestido de Fashion Police (de paso, y hablando de Helena, Waters por supuesto nombra los zoquetes rayados de Tim Burton como un rasgo que el otro titiritero de los freaks comparte con él mismo).

La cosa es así: en los ‘60, cuenta Waters, “la generación de nuestros padres acababa de tirar toda su ropa de los’30 y los ‘40, y debido a que esa ropa estaba recientemente fuera de moda, nuestra pandilla comenzó a vestirse como si estuviéramos en una película de Busby Berkeley de bajo presupuesto”. Pero, a pesar de que se conseguía todo por un dólar en cualquier tienda de segunda mano, “pronto me cansé del look Dick-Powell-bajo-el-efecto-de-las-anfetaminas y cambié hacia un estilo propio que ponía nerviosos hasta a los locos de las anfetas”. Camisas de vaqueros con guitarras estampadas y hasta tarántulas gigantes, lamé dorado, zapatos puntiagudos color rosa, ropa sucia y apestosa en la que las manchas pasaban a formar parte de la decoración o pantalones cuadriculados con parches ostentosos son algunas de las prendas que se podrían encontrar en el placard del estilista trash, y que se usan siempre, ineludiblemente, coronadas por un bigotito finísimo que alguna vez intentó copiar el de Little Richard, y que Waters se dibuja hace décadas con un lápiz delineador Maybelline Expert Eyes color negro terciopelo (“Toda mi identidad depende de esta varita mágica de inmortalidad”, confiesa él).

Pero cuando descubrió Comme des Garçons, ya en los ‘80, Waters supo que se podía conseguir todo eso y mucho más, todo espantoso, impresentable y shockeante, por miles de dólares. Y le pareció bien, porque la destrucción es una cosa que tiene su precio (mucho del arte del Rei Kawakubo consiste en tomar una prenda más o menos clásica y arruinarla). Después vienen los consejos de moda de John Waters para jóvenes fashionistas: “Tengan fe en su propio mal gusto. Compren lo más barato en el negocio de ropa usada de su barrio, la ropa que está pasada de moda hace poco, incluso hasta para las personas más a la moda un poco mayores que ustedes. Pónganle de punta los pelos de la moda a sus colegas, no a sus padres: esa es la clave para el liderazgo estilístico. La ropa que no queda bien siempre está a la moda. Pero sean más creativos: usen la ropa al revés, dada vuelta, patas para arriba”.

Al comienzo de Mondo trasho (1969), Mary Vivian Pearce pasea su cuerpo de modelo por las calles de Baltimore, en elegante blanco y negro, y se la ve tan bien en su minishort de satén, tacos y camisa de blanco contra negro, que uno podría imaginársela en una pasarela de París. Los primeros minutos de la película son de una elegancia casi francesa, nouvellevaguera. Pero, enseguida, además de un enamorado fetichista que le hace una declaración amorosa -y luego sexual- a los pies de la chica, todo se destruye: ella está tirada en la tierra mientras el tipo le chupa los pies, se escuchan gemidos todo el tiempo, y a la vez se la ve en una casa con dos “damas” muy compuestas que la tiran al piso y le empiezan a destruir el vestido, hasta desnudarla. Lo que está antes de eso era simplemente bello; lo que viene después es potente, está prendido fuego. Y no es difícil entender qué tipo de sensaciones prefiere proponer John Waters al espectador, qué tipo de experiencia, incluso cuando no recurre a procedimientos tan drásticos como hacer que Divine coma mierda de perro.

Está el estilo, entonces, la producción de uno mismo desde una superficie que es pura energía porque habla, está llena de información, es casi una bandera, una declaración de principios y una molotov, todo al mismo tiempo. El estilo, pero también la posibilidad de desarmarlo. Incluso en una comedia como Hairspray, con la que Waters se sumerge en el mainstream pero sólo para contaminarlo, todo parece bastante digerible si no fuera porque el cuerpo de Divine (lo dijo Pauline Kael) es el ojo del huracán que lo vuelve lunático, anormal (y con Waters se puede usar la palabra, y es un alivio, porque él considera que “normal” es una pesadilla). Hairspray simula tratarse de la separación entre negros y blancos, políticamente correcta, pero en ese movimiento contrabandea una provocación mucho más radical: la exaltación de los cuerpos obesos de Divine y Ricki Lake, que interpreta a su hija, en una historia donde la gorda sigue siendo gorda y es una genia y es la heroína de la película y la rompe bailando.

Hay muchas películas bienintencionadas sobre la discriminación hacia los negros, sobre el eterno conflicto con los blancos, pero no hay muchas películas con protagonistas gordos que además se enamoren bailando y sean adolescentes felices. Piénsese en eso, y se podrá entender por dónde va la revolución para el cineasta escuálido del bigotito pintado con lápiz que en Adictos al sexo (2004) hace de los fetiches sexuales una fiesta, o que en Pink Flamingos (1972) hace de una madre gorda que vive en una cuna con barrotes en ropa interior, y es fanática de comer huevos, su personaje más tierno, al que además le da un final más que feliz cuando se casa y el novio se la lleva con sus rollos y su senilidad sonriente a bordo de una carretilla. Pero para eso hay que ser capaz de entender la importancia de un peinado batido como el de Tracy Turnblad en Hairspray, o del jopo y las emociones profundas para ese Cry Baby (1990) interpretado por Johnny Depp que en la cárcel se tatúa una lágrima justo abajo de un ojo, ahí, a la vista de todos, que lo define tanto como el bigote a su padre y creador. Tiene que ver con todo porque es darle el lugar que se merece a lo visible, y tampoco está mal como punto de partida para entender el cine.


Entrevista en video a John Waters sobre el libro Role Models:

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