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Berlín 2015: Abrazo al Oso

Un amplio y feliz recorrido por la 65ª edición del inmenso y siempre fascinante festival alemán.

Publicada el 09/03/2015

Publicado el 8/3/2015 - 19:30:36

I. La Berlinale.
En el muy interesante libro The Berlinale. The Festival, del británico Peter Cowie (prólogo de Michel Ciment, editado en 2010, con motivo de la 60ª edición) se recorren las mutaciones acaecidas en esta monstruosa muestra desde la apertura en 1951 con la proyección de Rebecca, de Alfred Hitchcock, en el Titania Palast (Steglitz) hasta el Oso de Oro otorgado a La teta asustada, de Claudia Llosa, en 2009.

Esos cambios tienen que ver con la decisión de realizar un festival que se iniciaba en una ciudad en la que los efectos de la Segunda Guerra Mundial eran muy recientes y sin dudas palpables a cada paso y que supo de muros, divisiones y reunificaciones. La historia del evento, pero también el festival mismo, se conecta con la historia de Berlín.

El cambio de su fecha de realización (del verano al invierno) en 1978 influye tanto en la muestra como el recorrido que propone por las calles de una ciudad rica en pasado y en presente, multicultural y de vanguardia. Las imágenes centrales del Zoopalast (en el lado Oeste) de la época de oro del festival en 2000 se mudaron al imponente marco de Potsdamer Platz y sus edificios modernos que albergan salas monumentales como demostración acabada de esta tensión entre continuidad y cambio.



Las ciudades que albergan un festival lo impregnan de su idiosincrasia, de sus modos y ritmos, de sus gustos y valores. El colosal Friedrichstadt-Palast, enormidad art decó en la que mágicamente de todos lados puede verse bien su pantalla curva, los cines Cubix de Alexanderplatz o aquellas salas de barrio desperdigadas por el Este y el Oeste nos permiten descubrir una muestra que es mucho más de lo que sucede en el Berlinale Palast y en las salas de sus cercanías en Potsdamer Platz (Cinemaxx y Cinestar).

La Berlinale es un evento muy atravesado por su ciudad y su historia, muy participativo y multitudinario, en lo que al público local se refiere. A diferencia de lo que sucede con Cannes, es mucha la gente de a pie (no ligados a la industria o a la prensa) que se acerca a ver películas. En 2009 se vendieron 279.000 tickets y este año, sobre el final, se estimaba que la cifra llegaría a 400.000 (aclaramos: entradas compradas, no pases ni invitaciones). Además, por ejemplo, este año las películas proyectadas en la Berlinale rondaron las 400.

Así, quedarse en el acotado marco que propone la competencia oficial más alguna proyección especial es allegarse sólo a la superficie de un gigante inabarcable que siempre nos propone muchos festivales en uno. Según los años (y tal como sucede en todas las muestras importantes) el foco de atención puede estar en la sección principal, en alguna de las paralelas o, eclécticamente, atravesando toda la oferta. En cada uno está el seguir o no el recorrido que propone (¿impone?) la competencia y adentrarse más o menos en el resto de esta ciudad y de las secciones Generation, GenerationKplus, Generation 14 plus o su programa de cortos, Panorama, Forum (y Forum Expanded), Perspectivas del cine alemán, el Cine culinario o las desafiantes retrospectivas.

Así como es cierto que, de un modo que posiblemente se vincula con la atávica necesidad de seguir pagando culpas del pasado, existe en la selección (sobre todo la oficial en competencia) y particularmente en las premiaciones cierto sobreactuado multiculturalismo y algo de canto a la diversidad, la tolerancia y el ecumenismo, también lo es que ello conforma sólo una parte del festival. La misma muestra que decidió abrir este año con la impresentable Nobdody Wants the Night, de la española Isabel Coixet (que sólo se explica porque este pasticho filmado en Groenlandia, en inglés y con los protagónicos de Juliette Binoche y Gabriel Byrne contiene un superficial y pedestre discurso feminista) y que cada edición reserva algún premio para alguna cinematografía emergente sólo por el hecho de serlo, también ha sabido ser la que otorgó el primer reconocimiento relevante a Michelangelo Antonioni (La notte, 1961) y premió por ejemplo a Jean-Luc Godard, Claude Chabrol, Pier Paolo Pasolini, Rainer Werner Fassbinder, Terrence Malick y Hayao Miyazaki (Alphaville, Los primos, Los cuentos de Canterbury, El deseo de Veronika Voss, La delgada línea roja y El viaje de Chihiro, respectivamente, y sólo para hacer algunos nombres).



II. La edición 2015
. Ese componente “World-cinema” (nombre que con bastante honestidad lleva el fondo que se distribuye para la producción de películas alrededor del mundo) y las aludidas decisiones de otorgar una lugar de visibilidad a productos muy menores, sólo justificables en virtud de esa sobreactuada corrección política, sustentan una cantinela que se repite año a año y que tiene que ver con la supuesta decadencia del festival. En una diatriba que también se aplica al Festival de Venecia, la crítica especializada suele ser mucho menos condescendiente con estos festivales que con el de Cannes. Vistos desde aquí, no entendemos por qué se soslaya el hecho de que este último también tenga ediciones para el olvido (sin ir más lejos, la del año pasado) o se critique con mayor dureza la programación de Venecia cuando, poniendo el foco en los últimos años, al menos lo que de ella pudo verse en el Festival de Mar del Plata resultó sin dudas muy interesante (un ejemplo: el reconocimiento para Sion Sono del lugar que se merece).

Pero, como quedó en claro, aquel melifluo canto de sirenas en pos de la igualdad entre los hombres y la paz en el mundo no es todo el festival. Podemos, claro está, compartir en parte alguno de los postulados políticos que justifican ciertas selecciones, pero ni necesitamos lavarlos al punto de convertirlos en un panfleto new-age, ni avalamos que su mera referencia justifique transformar en plausible una película. Así que centraremos el foco en lo que sí vale la pena de la Berlinale; que no es poco, incluso en la Competencia Oficial.



Knight of Cups
, de Terrence Malick, con Christian Bale, Cate Blanchett y Natalie Portman, es una de esas películas que nos desafían al llevar al extremo la visión de un realizador. El director de La delgada línea roja y El Nuevo Mundo continúa el camino iniciado con El árbol de la vida y continuado en To the Wonder (Deberás amar), profundizando con el final de esta trilogía una búsqueda que linda con la abstracción. Los anclajes narrativos están presentes casi como excusas y el expresionismo abre sus alas al concentrarse en el diálogo interno del personaje principal, parte del mundo de Hollywood, especie de adicto al éxito. Que éste sea interpretado con la ambición y grandilocuencia de Christian Bale (que repite su pomposo Batman) y que durante dos horas Malick nos maree con esa sensación de falsa continuidad de sucesivos planos que circundan neumáticamente a los protagonistas y se cortan cada 30 segundos para retomar 5 segundos antes o después en la imagen (no en el discurso), nos han dejado afuera de algo que en su manierismo parece esconder pura vacuidad. Pero no podemos discutir esta selección. Hay películas que no nos gustan pero nos gusta ver. Hay directores a los que seguimos y que cuando una de sus realizaciones nos deja disconformes creemos más sano dudar si los equivocados somos nosotros. Búsqueda, riesgo y esa constante prepotencia egocéntrica que lleva a Malick a crear no sólo películas sino nuevas reglas ante cada proyecto que emprende hacen que no podamos sino agradecer su inclusión en la competencia oficial. Nos daremos la oportunidad de verla de nuevo.

Si de pretensión, ambición y grandilocuencia estamos hablando, sería imperdonable dejar de mencionar una producción que sí logra estar a la altura de su megalomanía. Under Electric Clouds, de Alexey German Jr. propone una distopía futurista que se ubica en la Rusia del 2017. Las historias que se cruzan, los tiempos que se entrelazan, esa sensación de “pasado en el futuro” funcionan perfectamente para reconstruir esa Babel imposible e ingobernable que parece ser Rusia. Es tal el grado de belleza de las imágenes y tal la fuerza de esa pulsión bestial que subyace bajo el impulso creativo que hasta las alegorías y alguna metáfora un poco lineal se nos antojan poéticas y pertinentes.



Seguimos en la Competencia Oficial y no podemos sino destacar el seleccionado alemán que incluyó jugadores de esos a los que uno no puede no prestarles atención. Werner Herzog y Wim Wenders son directores insoslayables, más allá de que lo mejor de este último haya tenido lugar décadas atrás. No ignoramos que, a veces, cuando uno espera lo peor se conforma con poco, pero Everything Will Be Fine es la mejor ficción de Wenders en mucho tiempo. Perversión de thriller en el marco de un melodrama, el juego y la aparente tersura narrativa contradicen una trama de pretendida redención de un protagonista (James Franco), cuyo éxito se dispara cuando cambia su vida al atropellar con su auto y matar a un niño. Y si de propuestas que nos extrañan hablamos, Queen of the Desert, de Herzog, es una anomalía en la carrera de este director anómalo. En este film de género el creador de Fitzcarraldo y Aguirre, la ira de Dios se centra menos en el componente de locura que tiene el personaje retratado que en la aventura de la narración emprendida. Gertrude Bell (1868-1926) fue historiadora, novelista, parte del servicio secreto británico y tuvo un rol decisivo en el Medio Oriente tras la Primera Guerra Mundial. La heroína es justamente eso y el paisaje es su ámbito y no su reflejo o su cárcel. El diálogo entonces parece vincularse antes con Lawrence de Arabia (aludido en el personaje que interpreta con liviandad Robert Pattinson) que con las citadas Fitzcarraldo y Aguirre, la ira de Dios. Además, Herzog vuelve a hacer parecer bella a Nicole Kidman.

Dos películas alemanas más que vale la pena destacar: As We Were Dreaming, de Andreas Dresen, y Victoria, de Sebastian Schipper. El director de Nunca es tarde para amar se aparta de la explotación que encontrábamos en Stopped on Track (vista en Cannes en 2011), que se regodeaba en la enfermedad de su protagonista, para airear con la música esta historia que sigue al grupo de amigos del colegio, que pasan de pioneros comprometidos con el comunismo a improbables emprendedores de la música underground alemana. Contar su vida es contar los cambios producidos en el país, pero seguimos la pequeña historia con interés, los detalles de la movida germana son interesantes y pertinentes y se elude el subrayado de esos productos que sí llegan a estas costas al estilo de La vida de los otros, La caída, etc.

Victoria es quizás la película más energizante y movilizadora de la treintena que pudimos ver en esta edición. Filmada sin cortes, el aparente plano secuencia de ¡140 minutos! nos lleva de la soledad de una española en Berlín al raid delictivo en el que se ve incluida al aceptar sumarse a las propuestas del único hombre que parece prestarle atención. De la reflexión acerca de aquello que podemos llegar a hacer para combatir la soledad, al cine de género, cámara en mano y construcción urgente, Laia Costa -que interpreta a Victoria- nos atrapa y nos lleva hasta el final con una energía que nos deja sin aliento. Y tan felices que podemos perdonar -incluso- algunos cabos sueltos y desprolijidades en la narración.



Sabemos que no hay nada de ciencia en la decisión de los premios de un festival de cine. Y si hay algo parecido a la justicia, sus principios no siempre se aplican a este tipo de elecciones y actividades. Pero Taxi, de Jafar Panahi, no es en modo alguno de esos lauros que ofenden o resultan inexplicables. Se nos ocurren varias obras mayores del director de El círculo, El espejo y El globo blanco. This is Not a Film, sin ir más lejos. Sin embargo, el Oso de Oro a un director inteligente y comprometido, que a conciencia decide poner el acento en el componente político de su última película (aceptando el costo de cierta mayor linealidad) puede ser sostenido sin vergüenza. Panahi asume el centro de la escena al personificar a un taxista que recorre las calles de Teherán sometido a la deriva que le proponen los viajes de los pasajeros que suben a su vehículo. El dispositivo de la cámara única ubicada dentro del taxi es por momentos olvidado, quedando claro que el juego entre ficción y realidad tiene menos que ver con que creamos que todo es fruto del azar que con que confirmemos que quien está detrás del guión de lo que estamos viendo es el realizador. Mucho humor (por ejemplo en la encantadora sobrinita del director) y un recorrido que menos esconde que demuestra las condiciones en que se vive en una sociedad absolutamente vigilada.

Pusimos el acento en la Competencia Oficial para intentar desmentir una cantinela bastante instalada. Pero hay mucho, muchísimo, en otros rincones del festival. Y estamos hablando de ese a duras penas 10% de la oferta que pudimos abarcar en esta gozosa semana en Berlín. Para mencionar: Dyke Hard, de Bitte Andersson,  cruce de géneros que contiene todos los sexos, horror, trash y musical, perfecto para una trasnoche; How to Win at Checkers, de Josh Kim (Tailandia) y su melodrama homoerótico con lucha de clases, en el que el amor no puede resistir al sorteo para realizar la colimba; The Forbidden Room, de Guy Maddin (y Evan Johnson), y su habitual búsqueda cercana al cine silente y el erotismo, en este falso found-footage que pasa de las instrucciones para bañarse al claustrofóbico encierro en un submarino; Koza, de Ivan Ostrochovský, ficción impregnada de realidad en el intento de un boxeador de volver al ring; la japonesa The Voice of Water, de Masashi Yamamoto, inquietante en su desprolijo acercamiento a cómo se inventa una religión.


III. Argentina, el technicolor y final. Como no hubo películas argentinas seleccionadas para la competencia oficial, poco se habló de la embajada nacional en la Berlinale. Sin embargo, no podemos sino destacar su solidez y diversidad, con al menos dos películas a las que debería prestarse atención en el futuro cercano. El gurí, de Sergio Mazza, plantea una búsqueda formalmente menos radical respecto de lo que venía intentando el director de El amarillo y Graba. Así y todo, la presencia de Sofía Gala Castiglione evita el abuso de algo de “color local” y miserabilismo explotados en el film, en esta historia en la que un niño abandonado tiene que hacerse cargo de su hermanita menor. Mar, de Dominga Sotomayor es una producción argentina de la directora chilena. Y si bien no está a la altura de De jueves a domingo, esta pequeña producción, casi un descanso que tiene lugar en Villa Gesell, posee mucho humor y una aguda reflexión en torno a cómo las vacaciones nos completan o nos explican, nos recuperan o nos aniquilan.

Insoslayables: El incendio, de Juan Schnitman, y Mariposa, de Marco Berger. La película del codirector de El amor - primera parte y Grande para la ciudad se concentra en la disolución de una pareja joven. En apariencia, el momento no debería ser malo: está a punto de concretar una operación inmobiliaria que les permitirá tener el primer techo propio, pero la tensión en torno al dinero comienza a evidenciar que ella excede a la que tiene que ver con los interminables meandros burocráticos implicados en una compra y al temor ante un eventual robo. Los protagonistas saben que no conocen a su pareja, que hay algo bajo la superficie, que hacen como si no pasara nada pero la carga explosiva está allí, a punto de explotar. Pilar Gamboa y Juan Barberini, como Lucía y Marcelo, pasan de los juegos sexuales a la violencia en entornos mayormente cerrados, reflejo de la situación en la que se sienten inmersos. Lejos del teatro filmado, las sólidas actuaciones y la puesta en escena transmiten la angustia de esa catástrofe que está a punto de suceder. Por último, Mariposa es -al menos hasta ahora- la obra más lograda de Marco Berger, un director del cual nos gustan mucho Ausente y Plan B (seguimos sin ver Hawaii). Efecto mariposa o vidas posibles, Berger plantea dos películas en paralelo, en una búsqueda formal que extrema el componente lúdico presente en todas sus realizaciones. Erotismo (no solo homoerotismo) y la constatación (por si hacía falta) de que Ailín Salas tiene estatura de estrella nos llevan a disfrutar de una película inusualmente gozosa (aun cuando una lectura lineal podría pensar en cierto castigo en relación con el tabú implicado en la trama). Sabemos del misterio contenido en la afirmación precedente. Es premeditado. ¡Vean la película!

Lo hasta aquí expuesto nos habla de propuestas diversas y búsquedas que nos interrogan y nos mantienen con placer aferrados a la butaca. Y todavía no hablamos de una retrospectiva que nos hace creer que la felicidad absoluta sí existe: Glorioso Technicolor. Los 100 años de esa tecnología fueron la excusa para recorrer 30 películas-hito en perfecto 35 milímetros, pasando de los primeros experimentos a la animación, el melodrama, el western y el musical. Acompañada por la edición de un jugoso (y hermoso) libro, la posibilidad de acceder a copias completas y en una condición como nunca antes habíamos visto de obras que ya llevamos en el corazón como El mago de Oz (Victor Fleming, 1939), Los caballeros las prefieren rubias (Howard Hawks, 1953), Cantando bajo la lluvia (Gene Kelly, Stanley Donen, 1952), el primer largometraje de animación de Disney (Blancanieves y los siete enanitos, de 1937), si me apuran la mejor película de Ford (sí, ya sabemos que está Más corazón que odio) como She Wore a Yellow Ribbon (1949), The River (Jean Renoir, 1951), Niagara (Henry Hathaway, 1953), Leave Her to Heaven (John M. Stahl, 1945), Ivanhoe (Richard Thorpe, 1952), Duelo al sol (King Vidor, 1946), Sangre y arena (Rouben Mamoulian, 1941) y La reina africana (John Huston, 1951) nos demuestran que no hay nada como ver una película en fílmico y en el cine.

Entre las citadas hay obras de arte absolutas (varias) y otras cuyo disfrute tiene que ver más con la fisicidad del 35 mm y la explosión de colores (Ivanhoe), pero todas ellas comparten ese amor por el cine que nos permite seguir disfrutando incluso de construcciones fallidas, hermosas en sus incongruencias, como Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939) o de los primeros intentos, películas mudas, rodadas sólo parcialmente en colores como The Toll of the Sea (Chester M. Franklin, 1922) y Red Skin (Victor Scherzinger, 1929) . Este recorrido pronto será imposible, por el avance del digital. El refugio seguirán siendo los festivales, los museos y aquellos reductos como la (esperemos) recuperada Sala Lugones, que se nos antojan limitados y reducidos. Más allá del placer experimentado en esta inolvidable muestra, su recorrido nos obliga a repensar los alcances y las imposiciones de determinados “avances” tecnológicos.

Con lo expuesto queda claro que no se trata de una caprichosa expresión de deseos: ¡Hasta el año que viene, Berlinale!


Más sobre la Berlinale:

Aquí la cobertura de Diego Lerer

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