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A propósito de Andrew Sarris

Nuestro columnista catalán recorre con su habitual rigor, profundidad e inteligencia el legado del coloso de la crítica estadounidense, que murió el 20/6, a los 83 años.
Publicada el 14/07/2012
¿Qué distingue a un gran crítico de cine? ¿Es su capacidad para engendrar un canon fílmico aceptado por una amplia mayoría? ¿Es su habilidad para incorporar una retórica particular a la reflexión sobre el cine? ¿O es quizás su instintiva asimilación de los rasgos característicos de una era? A algunos críticos, probablemente influidos por Serge Daney, nos encanta pensar el cine como un “arte del presente”. De ser así, ¿no sería justo reivindicar el ejercicio de la crítica bajo un prisma similar: como la puerta de entrada a la reflexión cinematográfica planteada desde un tiempo y un lugar concretos y reconocibles? Para confirmar esta y las anteriores teorías/interrogantes, nada mejor que atender al trabajo de Andrew Sarris, el coloso de la crítica norteamericana que nos dejó el pasado 20 de junio a la edad de 83 años.

Como ya deben haber leído en alguno de los muchos obituarios publicados en diarios, revistas y blogs, Andrew Sarris exportó a Estados Unidos la “teoría del autor”, con la que André Bazin y luego los críticos de Cahiers du Cinéma cambiaron la manera de entender y reivindicar el arte cinematográfico. Un logro que, expuesto de esta manera simplificada, nos podría hacer pensar en un mercader de ideas más que en un creador. Sin embargo, Sarris no se limitó a comerciar con una ideología; su logro fue en gran medida el del científico dispuesto a corroborar y sistematizar una teoría. Y lo hizo con una ambición desmedida, siguiendo el impulso utópico de concentrar todas sus ideas en un libro en el que confluyese todo el cine norteamericano (digno de mención) realizado entre 1929 y 1968. Aquel propósito empezó a tomar forma en el número 28 de la revista Film Culture, publicado en 1963, y se materializo finalmente en The American Cinema (1968), probablemente el libro más referenciado de la crítica norteamericana de la segunda mitad del siglo XX.

Existen otros ejemplos notables de proyectos críticos/historiográficos con aspiraciones casi enciclopédicas. Están los Cien años de cine japonés, de Donald Richie, Film as a Subversive Art, de Amos Vogel o, de forma colateral, Imagen-movimiento, de Gilles Deleuze; sin embargo, tengo la impresión de que ninguna de esas obras ávidas de orden y totalidad pueden competirle aThe American Cinema en pragmatismo y contundencia —con el tiempo, Sarris revelaría que la otra gran cualidad del libro era su naturaleza provisoria—. En este sentido, Sarris se erige como uno de los grandes críticos de la era del “cine acotable”, hijo de un tiempo en el que no parecía descabellado defender que “el cine americano” cabía en poco menos de 400 páginas (según la edición de bolsillo de The American Cinema editada por Da Capo Press en 1996). 

¿Quién se atrevería hoy en día a intentar compilar o catalogar “todo el cine”, cuando somos conscientes de que lo fílmico prolifera por territorios de los que probablemente no hayamos oído hablar? Ni siquiera el cine clásico norteamericano escapa a esta expansión de los límites del discurso crítico, como demuestra por ejemplo la columna Further Research de la revista Film Comment, en la que Dave Kehr glosa los encantos de autores “invisibles” de aquella era dorada. En realidad, el título de la columna de Kehr hace referencia a una de las categorías de The American Cinema; en concreto, aquella que enunciaba la existencia de Subjects for Further Research (Sujetos para una investigación más profunda). Dicho lo cual, parece que Sarris no era tan ingenuo como podía parecer, aunque no hay duda de que era un idealista.

Puede que la mirada de Sarris no se ajuste a los parámetros de la crítica actual: tan global como desperdigada. De hecho, pienso que un crítico como Manny Farber, el otro gran emblema de la crítica norteamericana moderna, se ajusta mucho mejor al discurrir de los tiempos. Uno imagina que el pensamiento de Farber, menos organizado y sistematizado, aunque no por ello menos riguroso, podría fluir a sus anchas por el caótico magma fílmico contemporáneo, descubriendo “termitas” en los lugares más impensables y abrazando las nuevas disciplinas del audiovisual. Por su parte, también es posible imaginar a Sarris avasallado por la avalancha de “objetos fílmicos no identificados”. Si se me permite el personalismo, diría que mi lugar como crítico en la dialéctica Farber-Sarris es más bien confuso. Es probable que, a la práctica, me sienta más próximo a Farber: su creatividad y heterodoxia, próximas al malabarismo intelectual, son una auténtica válvula de oxígeno para estos tiempos de transformaciones (del cine y todo lo demás). Sin embargo, debo admitir que la pretendida ubicuidad y la histérica velocidad de la crítica actual suele empujarme a la parálisis ¿De qué escribir cuando en el instante del parpadeo ya surgieron “no-sé-cuantos” nuevos fenómenos fílmicos, por no hablar de los hits televisivos? ¿Qué leer cuando tras cada F5 (tecla con la que se “refresca” una web) se actualizaron otros tantos blogs y se emitieron infinitas nuevas proclamas desde las redes sociales?

En esta tesitura, para mí (y para gente como el crítico y académico Manuel Garin, según se desprende de su interesante artículo para la web Contrapicado, la figura de Sarris funciona como un bálsamo, como la promesa de que tras los esfuerzos titánicos, tras las empresas arduas y obsesivas, se esconden gratas recompensas. Puede que, de forma inconsciente, el espíritu de Sarris me condujese hacia un proyecto bastante impensable que vio la luz hace unos pocos meses: una antología de textos de la revista Film Comment que edité para el Festival de Las Palmas de Gran Canaria coincidiendo con las bodas de oro de la emblemática publicación neoyorquina (pueden revisar el índice del libro aquí). En realidad, no fue otra cosa que la ingenuidad (además de la mitomanía) la que me llevó a pensar que 50 años de vibrante crítica cinematográfica podían caber en 400 páginas. Un proyecto que tuvo en Sarris, ilustre colaborador de Film Comment, a uno de sus ineludibles protagonistas. Durante los cuatro meses que pasé en las oficinas de la Film Society of Lincoln Center revisando todos los números de la revista desde 1962, recopilé una larga lista de textos de Sarris y, ante todo, gocé con una de las particularidades más destacables de la personalidad del crítico de Brooklyn: su escrutinio continuado de su propio trabajo crítico; algo que le llevó a replantearse en numerosas ocasiones algunos de sus antiguos juicios, cuya rotundidad sucumbía ante la evolución de su mirada. 

El caso más notorio de este trabajo de revisión crítica se manifiesta en el abordaje de Sarris a la obra de Billy Wilder. El crítico norteamericano se arrepintió durante décadas de haber catalogado a Wilder en The American Cinema bajo la etiqueta de Less than Meets the Eye (Menos de lo que aparentan), un calificativo compartido con directores como John Huston, Elia Kazan o William Wyler. Como si se tratara de una cruzada personal, Sarris reivindicó a Wilder durante años a lo largo de varios artículos elogiosos que culminarían en un texto publicado en 1991 titulado Why Billy Wilder Belongs in the Pantheon (Por qué Billy Wilder pertenece al panteón), siendo el “Panteón” la categoría que en The American Cinema ocupaban gente como Chaplin, Ford, Hitchcock o Welles. 

Observada en su conjunto, la trayectoria de Sarris destaca no sólo por su defensa del valor artístico del cine, sino también por su reivindicación del crítico como un creador complejo, cuya identidad no escapa a los laberintos volátiles de la personalidad artística. No me cabe duda de que Sarris hubiese disfrutado leyendo El crítico como artista, de Oscar Wilde; lo que no me explico es que no le interesase I’m Not There, de Todd Haynes, a la que le puso dos míseras “estrellitas” en la tabla de puntajes del Film Comment de Noviembre-Diciembre de 2007. 

Echando la vista atrás, debo reconocer que, como suele pasarme con los referentes canónicos, descubrí a Sarris de forma tardía. Creo que su nombre me llamó la atención por primera vez a finales de mayo de 2005, cuando leí el elogioso artículo que le dedicó su “alumno” Kent Jones en las páginas (sí, de nuevo) de Film Comment (el artículo se puede revisar aquí). Lo que resulta más misterioso es cómo aquel descubrimiento desembocó, un año más tarde, en el excepcional regaló de cumpleaños que me hizo llegar el amigo Raúl Pedraz: una copia del ilustre The American Cinema. Con el tiempo, fui buceando por las páginas de aquella imponente Biblia cinéfila de forma caprichosa, tanteando las entradas que hacían referencia a mis directores favoritos. Y poco a poco fui absorbiendo una serie de gestos retóricos que se incorporarían a la primera línea de mi vocabulario analítico. 

Recuerdo que allá por 2008, después de ver Promesas del Este / Eastern Promises, película con la que David Cronenberg continuaba la senda abierta por Una historia violenta / A History of Violence —más elipsis y arquetipos, menos exhuberancia y psicología—, pensé en las virtudes que Sarris advertía en el cine de Howard Hawks: esa “inteligencia pragmática” que, en términos cinematográficos, desbordaba los límites de la “sabiduría filosófica”. Por su parte, a finales del mismo año, cuando Darren Aronofsky cosechó una avalancha de elogios por el giro “realista” de El luchador / The Wrestler, recuerdo haber recuperado otro argumento utilizado por Sarris, que liberaba a Hawks de todo “manierismo decorativo”, un pecado que, en mi opinión, sobrevuela toda la obra de Aronofsky, bajo cualquiera de sus múltiples máscaras. 

Y siguiendo con la terminología made in Sarris, después de haber leído sus textos, rara es la ocasión en que consigo liberarme de la compleja dialéctica del cine personal/impersonal; una cuestión que, admitámoslo, bordea lo esotérico. Recuerdo haber utilizado estos argumentos para elogiar y criticar a un mismo director. Así, el David Fincher de Zodíaco triunfaba gracias a la “implicación personal en su material”, mientras que en El curioso caso de Benjamin Button la insalvable distancia del director respecto a la naturaleza romántica y melancólica del relato hacía acto de presencia en “las limitaciones de la cámara impersonal”. Dos argumentos que, por cierto, Sarris utilizaba para reflexionar sobre la obra de Robert Flaherty.

Pasarán los años y seguiremos citando a Sarris. Celebraremos su ambición, sus agudas reflexiones y también sus intuiciones; celebraremos su ímpetu beligerante y su deliciosa afición a retractarse, siempre de la mano de los más elegantes y sugerentes argumentos. Seguiremos recurriendo a Sarris para no perder la fe en los grandes proyectos críticos, aun cuando la geografía del Planeta Cine parezca oponerse a ellos. Seguiremos escribiendo y, aunque sea en 140 caracteres, no dejaremos de abogar por nuestro derecho a cambiar de opinión sobre una película. 

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