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Crítica de El club, de Pablo Larraín, otra mirada a lo más siniestro de la sociedad chilena

Tras Tony Manero, Post Mortem y No, el director trasandino presentó en la Competencia Oficial una descarnada y provocadora mirada al tema de los abusos de los curas.

Publicada el 30/11/-0001

Publicado el 9/2/2015

(Atención: esta crítica contiene algunos spoilers)

Si bien nunca se lo llama así, “el club” parece ser un lugar secreto, uno que la sociedad civil parece desconocer y que se maneja con sus propias reglas. ¿Qué misterio encierra ese lugar? Uno podría decir, simplificando, que allí se ocultan, se tapan, se esconden los pecados de la Iglesia, o de los “curitas” que estuvieron involucrados en distintas y problemáticas cuestiones a lo largo de las últimas décadas. Una suerte de prisión domiciliaria bastante flexible en la que la institución “esconde” a los que cometieron delitos aunque, en realidad, más bien parece protegerlos de ser enjuiciados de una manera más propia de una sociedad democrática.

El “club” de El club es una casa en un pueblo costero llamado La Boca en el que viven cuatro curas y una monja. Los hombres tienen algunas rutinas y obligaciones que cumplir, pero casi sin supervisión real alguna todo parece haberse transformado en una especie de casa de vacaciones en la que estas personas dedican buena parte del tiempo a mirar la televisión, pasear por la playa y, especialmente, entrenar dogos para carreras que les dan mucho dinero. Ellos, claro, las ven desde lejos, ya que no pueden salir en grupo a la ciudad, con excepción de la monja, que oficia como una suerte de cuidadora.

Esa “apacible rutina” de estos hombres se quiebra con tres acontecimientos sucesivos. El primero es la llegada de un quinto cura que viene a sumarse al grupo. Pero luego aparece un hombre pasado de alcohol, que se hace llamar Sandokan, que llega persiguiendo a este cura y acusándolo de haber abusado de él de niño. Esa suerte de “escrache” que le hace concluye, rápidamente, con el suicidio del nuevo cura, lo cual implica una investigación del hecho. Pero no la hace la Policía, que se va de ahí con una explicación mentirosa y no aparece más, sino un propio enviado de la Iglesia que, en apariencia al menos, parece intentar hacer una “limpieza” más profunda. Del lugar, en principio. Y de la imagen de la institución, idealmente…

Nada es exactamente lo que parece ser en El club y en eso reside, en gran parte, su atractivo y su fuerza. Pero no es un sentido “fantástico”, sino en que los personajes son más ambiguos, complejos y enrarecidos de lo normal, o al menos de lo que uno suele ver como “normal” en las películas de denuncia. Como lo ha hecho en casi todos sus films, Pablo Larraín apuesta a confundir expectativas todo el tiempo. Lo hace desde el look mismo de la película –una suerte de digital pasado por unos viejos lentes anamórficos rusos que le dan a la película una permanente imagen brumosa, entre el smog y el simbolismo– y desde la personalidad y psicología de los personajes.

Alfredo Castro, Alejandro Goic, Jaime Vadell y Alejandro Sieveking encarnan a los acusados y retirados “curitas”, cuyos delitos son sexuales o políticos (de la pedofilia al robo de bebés pasando por la colaboración con los militares), salvo en uno de los casos, el de un cura senil que nadie sabe bien, ni él, de qué se lo acusa ni qué hace ahí. También la monja tiene sus pecados para lavar allí, historias todas que serán contadas a medias en las entrevistas que ellos le dan al “joven y bello” –así lo describen– Padre García (Marcelo Alonso) que llega hasta allí en un auto moderno y usando perfumes importados. Pero Sandokán (un extraordinario Roberto Farías en el personaje más complicado de todos) no los dejará en paz, ya que su relación de amor/odio, de devoción, frustración y depresión ligada a su historia con la Iglesia lo han convertido en una mezcla de víctima y personaje indeseable, que es un recordatorio terrible de las consecuencias de los actos cometidos por los curas.

La película –cuya estructura narrativa es curiosa y va de las entrevistas a rápidas escenas de la vida cotidiana de los curas pasando por las idas y vueltas de las desventuras de los galgos de carrera–, avanza hasta llegar a una zona de conflicto que obliga a Larraín a poner en juego hasta dónde realmente la Iglesia intenta renovarse y cuánto de “cosmético” hay en esta, si se quiere, más nueva y limpia etapa de la institución. Pero lo interesante de El club –algo que sucedía también en No– es que los intereses de unos y otros no son realmente claros y, en el fondo, la idea que planteaba esa película (la de los cambios políticoss que modifican menos cosas de las que parecen) vuelve con aún más fuerza en ésta, en la que la figura de Sandokán parece representar la ambigüedad con la que la propia sociedad chilena se maneja con estas situaciones, a mitad de camino entre la denuncia y la culpa, entre la necesidad de justicia y la auto-flagelación.

Por momentos la película puede estar un poco recargada de simbologías y subrayados temáticos (algo que ha pasado otras veces en el cine del director de Tony Manero), pero eso no logra casi nunca que El club pierda intensidad ni impacto. Una gran elección del film es su tono por momentos humorístico, que pone a los personajes y a la situación en la que viven en un lugar cercano al absurdo y aliviana, a la vez, la pesada carga de denuncia institucional que tiene. Como en varias de sus otras películas, Larraín nos hace por momentos simpatizar con monstruos, tratar de entender en cierto modo sus puntos de vista, lo cual la torna tan potente como para muchos probablemente irritante.

Son, finalmente, todos ellos personajes llenos de grises, los mismos grises que oscurecen la visión del film y que tapan la posibilidad de ver claramente lo que sucede detrás de las puertas de esta institución que se maneja, en la metáfora más feliz de la película, como un “club” con sus propias reglas, fuera de los cánones y obligaciones de la sociedad civil.


Más de la cobertura de la Berlinale por Diego Lerer en nuestro blog Micropsia

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