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Crítica de “Kim´s Video”, documental de David Redmon y Ashley Sabin - #Sitges2023

Tras el cierre del legendario videoclub neoyorquino Kim’s Video en 2008, su colección de 55.000 películas fue adquirida por un pueblo de Sicilia. Más de una década después, y sin ninguna novedad al respecto, los directores de esta película se embarcan en una búsqueda del tesoro. El resultado es un estimulante documental -cuyo estreno mundial fue en el último Festival de Sundance- que experimenta con múltiples géneros y estilos.

Publicada el 07/10/2023


Muchos fans del cine podemos identificarnos con la sensación de transitar los márgenes difusos que habitan entre las películas y la realidad (¿no es eso lo que nos encanta de ellas, esa relación recíproca que tienen los films con nuestras vidas e historias y cómo se retroalimentan?).

Kim’s Video arranca con unas tomas callejeras al movimiento de una cámara en mano. Algunos transeúntes responden ante la pregunta acerca del videoclub que por allí se ubicaba. Es la evidencia -bienvenida la nostalgia- del fin de una era: la de los VHS, DVDs y los locales que los ofrecían en alquiler.

Me atrevería a decir que cualquiera que haya vivido la era del videoclub recordará, con el cariño que se le tiene a un tesoro olvidado, el tiempo de merodear pasillos y ajetreadas estanterías. Elegir qué ver a la vieja usanza, es decir, por la tapa y sus comentarios o incluso las recomendaciones por parte de quien atendiese el local. Difícil no recordar la historia de Quentin Tarantino, que reconoce sus épocas de trabajar en un videoclub como el origen de su cinefilia y su conocimiento sobre el séptimo arte. O incluso el capítulo de Seinfeld donde Elaine se enamora del desconocido chico del local por su sección de recomendadas.

Continúan los créditos iniciales y placas gráficas que adoptan la propia estética noventosa del cartel de Kim’s Video junto a fragmentos de películas y una música que acompaña el espíritu. Estoy totalmente anhelante y expectante.

David Redmon (codirector y narrador) pasa a contar -en lo que adoptará principalmente la forma de un videoensayo, por qué nos cuenta esta historia: su amor obsesivo con el cine. Así comienza el despliegue de un collage de formatos diversos: clips de películas, cintas tipo casera, fotos y material de archivo.

Sin más preámbulos, anuncia lo que intenta ser el eje rector del documental: la dificultad de distinguir entre ficción y realidad. Incontables fragmentos de películas vienen a coincidir con el relato que arma nuestro narrador. A veces, superpone su voz para que complete el diálogo el personaje o viceversa; otras, están ahí para ilustrar; otras, porque su propia línea discursiva simplemente le hizo recordar alguna escena. El problema es que estas referencias frenéticas no terminan de construir un diálogo. Se van como llegaron, se iluminan y se apagan sin que lleguemos a vislumbrar mucho más. No logran conformar un recurso con la potencia de abrir el portal que amalgama la ficción, la imaginación y la realidad; que nos proponga sumergirnos en ese juego ambiguo.



Kim’s Video se había convertido en la meca de los aficionados al cine en Nueva York, con más de 50.000 copias, la mayoría piratas, recolectando en su haber muchas anécdotas de color como que los hermanos Coen tenían una deuda de 600 dólares que nunca pagaron, o que el local llegó a ser intervenido por el FBI. Pero la historia no se detiene aquí, sino que gira rápidamente a plantear el curioso devenir de los videos, pero desde un poco convincente punto de vista de un ex miembro y fan del club.

El relato se va armando desde la mirada de David Redmon y su cámara, que parece acompañarlo a todos lados, junto a su voz algo monótona e inexpresiva que tanto narra como interactúa con los personajes que encuentra en el camino. Este tipo de presencia constante recuerda a John Wilson y su How to..., pero lo que al director de la serie de HBO le resulta un humor algo absurdo y reflexivo, en la película se vuelve evidente por medio de una reiteración explícita de cada intención que tiene. John Wilson logra una desfachatez que puede resultar en la misma medida cómica como punzante. Tras preguntar del modo más austero o poder sostener los silencios más incómodos en vez de ahuyentar a sus interlocutores, logra que compartan sus, generalmente surreales, historias. Ese modo de callar o hablar sobre lo tangencial del meollo nos permite que como espectadores completemos sentidos subyacentes, subterráneos. La premisa sería la inversa, a partir de una simple consigna en clave de humor “how to… (una excusa random)”, nos abre lugares, preguntas, críticas y sensaciones profundas y hasta angustiantes sobre la soledad, la tristeza, el sistema, etc.

El caso de Kim’s Video parte de una búsqueda más compleja de querer contar la historia del videoclub, la propia historia personal del director, la del mismo Kim, la de la donación de las cintas a un inimaginado pueblo italiano, su devenir pseudo mafioso (con sus respectivos personajes, involucrando viajes y entrevistas), hasta su restitución a Nueva York; construyendo el relato a través de un mashup ambicioso de géneros donde la ficción juegue con el documental, su historia personal con la historia de Kim y sus cintas. Pero en un intento de abarcar tanto, mientras nos explica y subraya el paso a paso de sus ideas en un diálogo que parece más con él mismo que con nosotros, Kim’s Video flota en las superficies sin abrirnos paso para que alguna de estas situaciones emerja en nosotros de un modo más sugerente y potente. Funciona de algún modo como quien explica un chiste, le hace perder la gracia.

Sin lugar a dudas, tanto la historia como sus personajes resultan cautivadores y ameritan el film. El enigmático Kim hubiese merecido más profundización, al menos un mejor aprovechamiento de los momentos de entrevista. Se toma un tiempo para construirnos, a través de algunos testimonios de gente que trabajaba o frecuentaba el local, un personaje que imponía respeto y hasta miedo. Sin embargo, cuando Kim dice que ahora es un empresario y no quiere que se lo relacione con los tiempos de los videos piratas (charla para lo cual invierte un viaje a Corea), pareciera diluirse cuando al volver a visitarlo, ya en los Estados Unidos, contándole que robó parte de las cintas en Italia, Kim simplemente accede a volver a formar parte del acuerdo para traer todas las películas de nuevo a Nueva York. Extrañamente todos terminan brindando y celebrando, felices comiendo perdices, lo cual podría ser gracioso sino resultase inconsistente.

El documental me dejó un poco fría al sentir que una historia tan curiosa de cómo unos videos se ven envueltos en un relato que escala inexplicablemente hacia lo mafioso, partiendo de un contexto nostálgico y entrañable como la época de los videoclubes, inmiscuyéndose en un escenario ideal para quienes podemos empatizar con los fanáticos del cine; con sus excéntricos personajes (desde Kim hasta los italianos envueltos en el periplo, pasando por los vecinos del pequeño pueblo que aparecen fugazmente), tenía más jugo para exprimir.



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