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La estridencia de la voz baja
En esta primera nota sobre los géneros televisivos se desmenuza el universo de los programas de chismes de nuestro -módicamente menesteroso- star-system, aunque en la Argentina prácticamente no haya stars ni system.
Por lo pronto, diría que es innombrable porque a estos productos se los llama “programas de chimentos” y esa palabra del lunfardo paleozoico carece de determinación. También se los llama “programas de chismes”, un modo más apropiado de traducir gossip, y la matriz norteamericana es la madre de estos programas que el resto del mundo adopta de sus sucesivas versiones en el tiempo, desde las antiguas viejas chismosas como Louella Parsons hasta los de E! Entertainment. Otros modos de describirlos, como el que elige llamarlos “programas del corazón”, acude a simplificaciones, porque en esos productos no siempre se habla de la vida sentimental de nuestro -módicamente menesteroso- star-system, y a que, dicho sea de paso, en Argentina casi no hay stars ni system…
A manera de complemento, también se trata de programas inclasificables, ya que no hay en ellos “información general” porque es más la información “particular” sobre ciertos personajes específicos y no sobre cualquiera. Esto es así al punto de que cada tanto se menciona en esos programas a alguien con un grado de exposición mediática inexistente y al segundo alguien pregunta “¿ése/a quién es?”, como si para formar parte del elenco -a la vez estable y al mismo tiempo siempre renovado- hubiera que tener un pasado, una mínima historia que le granjee el paso a “esos” programas. Esa imposibilidad de clasificar se centra en la heterogeneidad de materiales que forman parte de esos programas, aunque siempre parezca claro que un dirigente político que incurre o que es atrapado en algún escándalo debe estar ligado a alguien que pertenezca al mundo del espectáculo, preferentemente doméstico.
El precio de la primicia
El esquema es el de un conductor y un grupo de proveedores de información que aportan “chismes” y lo flanquean en semicírculo. Y los llamo “proveedores de información” porque creo que sería descalificador para la profesión periodística decir que son “periodistas” cuando no parece importarles demasiado el chequeo de lo que sus fuentes dicen o dijeron ni tampoco el método por el cual obtienen esa mercadería informativa.
Este formato o modalidad se repite, localmente, en varios programas de similares ¿características?, tanto en televisión abierta como en televisión por cable, como Intrusos en el espectáculo (América), Los profesionales de siempre (Canal 9), o Convicciones (Magazine), título que parece aludir a un formato de programa político, confirmando esto de que se trata de ciclos que pueden abarcarlo todo, porque si algo no tienen los programas incluibles en este “género” son, precisamente, “convicciones”.
Cada uno de los que lo secundan va aportando información que el conductor evaluó previamente, priorizando unas sobre otras. Esa provisión de mercadería informativa tiene un único objetivo: la primicia. Pero esa primicia no lucha por jerarquizar al programa que la da primero sino que le da ventaja sobre sus competidores de franja horaria. De allí que el conductor del programa que no tuvo la primicia se enoje con sus colaboradores, ahora resignados y cabizbajos, humillados al aire a la condición de “subalternos” por no tener lo que los otros tienen. El enojo puede llegara incluir esta frase: “¿dónde estabas que no conseguiste eso?”, en alusión a una foto de una revista sacada con un tremendo teleobjetivo en la puerta de la casa de una vedette a las 5 de la mañana de un día de semana, con cinco grados bajo cero, y en la que la supuesta pareja tiene vuelta la cara hacia el lado opuesto del lente de la cámara, con lo que apenas si se dibuja difusamente el contorno de unos rasgos que no coinciden con los de nadie que el conductor pudiera llegar a conocer.
El conductor de un programa de chismes debe proveer primicias. Y ese pacto que establece con el supuesto espectador ávido debe cumplirse de la manera que fuere: inventando datos aunque eso después genere batallones de abogados litigando en cada trinchera, comprando ese material a cualquiera que lo provea, uniendo una partícula informativa con otra batería de información “guardada” hasta que llegue la ocasión de usarla e incluso contra alguien que alguna vez fue jefe, empleador o amigo personal del conductor pero ya no lo es, porque el conductor debe optar por esa fidelidad personal o la otra fidelidad, la que prometió de modo público al espectador.
Esa promesa que se le hace al espectador se debe cumplir pase lo que pase, y es una promesa ante y para todos los espectadores. Pero lo curioso es que en esos programas -al menos en la siempre lúbrica versión nativa de ellos- de manera contínua quienes componen ese star-system se hablan unos a otros, utilizando códigos que sólo ellos comprenden, aludiendo a misteriosas situaciones que el conductor, los noteros que lo cortejan y los espectadores comunes desconocen. El tono pendenciero o burlón contruye otra cosa que no está en la imagen, tanto como cuando el conductor amenaza con presentar algo “que tiene guardado”, lo que en el mundo del derecho se llamaría, lisa y llanamente, extorsión. La pantalla de la televisión sirve, entonces, para resolver o gatillar o multiplicar rencillas privadas originadas en momentos desconocidos, como si todos hubiéramos sido depositados en un país cuyo dialecto desconocemos.
El mecanismo, entonces, traiciona la promesa de develar secretos pero, al mismo tiempo, hace revivir la idea misma de que un “chisme” -como lo desmenuza tan bien Edgardo Cozarinsky en su ensayo Museo del chisme- consiste en hacer circular algo que alguien quería mantener oculto y que al desplazarse va contaminándose y distorsionando esos mínimos datos iniciales. Quizás sea que aquellos que viven del chisme nunca terminan de decirlo todo -y Truman Capote es la gran demostración de esta hipótesis- porque siempre puede haber ocasión de necesitar usar que quedó guardado.
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