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Crítica de “Akelarre”, de Pablo Agüero (Competencia Oficial) - #68SSIFF
Abrazando la fuerza política de un cine sensorial, el nuevo film del director de Salamandra, 77 Doronship, Madres de los dioses y Eva no duerme (una coproducción entre España, Francia y Argentina ambientada en el País Vasco de 1609) describe un proceso de empoderamiento femenino en el seno de un mundo patriarcal.
En una de las secuencias centrales de Akelarre, un grupo de chicas acusadas de brujería baila frente al representante del rey una danza, arraigada en las costumbres y el folclore del País Vasco, que acaba por transformarse en un aquelarre a ojos del inquisidor y su séquito. En esta mutación residen algunas de las claves del nuevo film del cineasta argentino Pablo Agüero.
La más relevante apunta a una sustitución del punto de vista masculino (del acusador) por el femenino (el de las acusadas) para narrar, a través de esta nueva perspectiva, un proceso de empoderamiento dentro de un universo patriarcal. A través de esa danza, las protagonistas se manifiestan contra los prejuicios y los abusos de poder imperantes en la sociedad de comienzos del siglo XVII, un mundo en el que la rebeldía se combatía a golpe de falsas acusaciones.
Pero además de unas revelaciones de calado histórico e ideológico, este pasaje bailado también pone de manifiesto las tesis formales del film, basadas en una reflexión en torno al poder de la representación. En varios momentos de la película, las protagonistas simulan ser otras personas: se trasladan a lugares idílicos a través sus canciones, recuerdan historias míticas de su tierra e, incluso, ponen en escena, en el calabozo donde se encuentran recluidas, los gestos y palabras con las que los inquisidores tratan de arrancarles una confesión.
De este modo, Agüero plantea un juego de resignificación de las imágenes donde la mirada de quien observa da forma a una realidad subjetiva. Por un lado, está la pureza de las chicas, que escenifican de un modo inocente su tétrica situación. Del otro lado, surge el delirio y las pulsiones punitivas del juez, que altera la realidad hasta el punto de convertir un inofensivo divertimento en un verdadero aquelarre.
En este territorio, entre la ficción y sus posibles representaciones, delimita Agüero el espacio de su obra, que escapa del rigor historicista –a pesar de estar basada en las memorias del juez Pierre de Lancre, escritas durante su periplo en busca de ‘brujas’ por el País Vasco alrededor de 1609, y de partir de un libro prohibido del historiador francés del siglo XIX Jules Michelet- y también del thriller judicial. No interesa tanto el veredicto y las deliberaciones (el espectador es consciente de hasta qué punto estas se encuentran condicionadas de partida) como la evolución de las protagonistas, apenas unas niñas que deben madurar y asumir su condición de adultas por obligación. Mujeres que anhelan sentirse libres e inocentes en una sociedad que trata de condenarlas.
Ese empoderamiento femenino es la tesis esencial de un film que se alimenta de la sensorialidad de las imágenes y que cuenta con una magnética banda sonora y canciones que firman Aranzazu Calleja y Maite Arroitajauregi, más conocida en el ámbito musical como Mursego. Estas melodías ilustran ese doble proceso judicial y de madurez que da forma a la película, y son, junto a las coreografías, un verdadero reflejo de los estados de ánimo de los personajes.
Asentado en el ámbito del cine sensorial, el film conquista un territorio de interés, a pesar de cierto maniqueísmo a la hora de encontrar culpables e inocentes en la historia. Una decisión que responde a la necesidad de transmitir un mensaje en favor de la libertad y contra las imposiciones de cualquier tipo. Un alegato que, además, resulta dolorosamente extrapolable a nuestros días.
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