Críticas

Cómo celebré el fin del mundo, de C. Mitulescu

Alegorías provincianas

Una película menor dentro del boom del nuevo cine rumano. Esta opera prima trabaja, al igual que otros recientes exponentes de ese origen, una mirada sobre la sociedad de ese país durante la etapa final de la dictadura de Ceausescu en tono de tragicomedia, pero en este caso el joven director lo hace apelando a recursos narrativos más convencionales.
Estreno 11/10/2007
Publicada el 30/11/-0001
Cómo celebré el fin del mundo (Cum mi-am petrecut sfarsitul lumii / The Way I Spent the End of the World, Rumania, Francia, Estados Unidos/2006). Dirección: Catalin Mitulescu. Con Dorotheea Petre, Timotei Duma, Mircea Diaconu, Ionut Becheru, Jean Constantin, Valentin Popescu, Carmen Ungureanu y Cristian Vararu. Guión: Catalin Mitulescu y Andrea Valean. Fotografía: Marius Panduru. Música: Alexander Balanescu. Edición: Cristina Ionescu. Dirección de arte: Daniel Raduta. Distribuidora: Zeta Films. Duración: 106 minutos. Para mayores de 13 años. Salas: 8.
Aunque en una proporción menor, el final de la dictadura de Ceausescu parece operar, para los jóvenes cineastas rumanos, como la dictadura argentina para los directores de la recuperada democracia argentina de comienzos de los año ´80. Salvando distancias y tradiciones cinematográficas, la comparación está en que no se trató, solamente, de cineastas que atravesaron momentos únicos e históricos que les marcaron la vida sino que ese impacto los llevó a pensar de qué manera una ficción podía dar cuenta de ese momento y, al mismo tiempo, de modo simétrico, a plantearse cómo debían dar cuenta de lo real que ése abordaje implicaba necesariamente.

Esto es tan cierto que casi todos los cineastas argentinos de los ´80 sintieron que debían ocuparse de la dictadura y de sus efectos antes y después, y también parece serlo para varios de los cineastas rumanos que hacen sus primeras películas y logran prestigio y consenso internacional, como ocurrió con la notable Bucarest 12:08, de Corneliu Porumboiu, y con Cómo celebré el fin del mundo, opera prima de Catalin Mitulescu. El eje problemático, por supuesto, está en ver qué hace cada director con ese “hecho” que funciona como disparador de una película.

Cómo celebré… transcurre en un suburbio de Bucarest, cuya existencia es mostrada con la dimensión repetitiva de un pueblo de provincia, donde vive una familia de la que Mitulescu elige a dos personajes: la adolescente Eva (Dorotheea Petre) y su hermanito Lali (Timotei Duma). Eva imagina secretamente cómo será su despertar sexual y cómo concretar su avidez por salir del encierro y conocer aquello que está vedado; en cambio, Lali quiere lograr que su hermana se quede, aunque para eso deba llevar adelante un plan delirante.

Mitulescu no se priva de incluir ninguno de los tópicos pueblerinos: no faltan las habladurías, los tontos de buen corazón ni las reuniones familiares con viejos desquiciados. Tampoco evita ni los tópicos iniciáticos: ni la crueldad y el descubrimiento escolar, ni el sexo tímido ni la infancia alegórica ni la “guarida” escondida de la mirada de los padres. Y finalmente no escatima el despliegue bienpensante que merodea la cuestión “del régimen” toda vez que puede, con recurrentes alusiones al control discursivo, a la importancia del secreto, a los que vivían mejor por estar más cerca de aquellos que usufructuaban el poder en esos años.

Justamente, el hecho de apelar a situaciones tópicas y alegóricas para representar los años finales de Ceausescu, es lo que vuelve notorias y decisivas las diferencias entre este film de Mitulescu y Bucarest 12:08, estrenado este mismo año. Para Mitulescu, la dictadura es apenas un marco, con una incidencia nula sobre la puesta en escena. Dicho de otro modo: modificando un personaje aquí y allá, cambiando unos pocos elementos de un paisaje o doblando a los actores, su película podría pasar por una italiana (Amarcord, por ejemplo, si acá hasta hay un viejo trepándose al techo como el tío del film de Federico Fellini que se subía al árbol), o por una película francesa o argentina que se ocupa de la vida de un pueblo, incluso por su modo a veces explícito (las canciones de propaganda cantadas en la escuela) y a veces alegórico (“el globo de la libertad” que inflan los chicos, casi al final) de representar la dictadura. Para Porumboiu, en cambio, ese final de Ceaucescu era recordado durante un día y sin flashbacks, y en vez de salvar a los personajes volviéndolos emblemáticos y luchadores y víctimas, como hace Mitulescu, los confrontaba con ellos mismos, interpelaba al espectador (al rumano, y a través de los rumanos a los del mundo) sobre el lugar de cada uno en los procesos históricos. Y no sólo eso: lo decisivo estaba en que ponía en cuestión los dispositivos de representación audiovisual de ese momento.

Con la cuestión de la visita de Ceausescu, parecía que Mitulescu podía construir un sistema más interesante, incluso haciendo jugar el fuera de campo, como lo había hecho Luis García Berlanga en Bienvenido Mr. Marshall, o Ettore Scola en Un día muy particular. Pero no. La ambición artística de Mitulescu es más pequeña y provinciana, conservadora y limitada, porque prefiere hacer una película de viñetas y paralelos entre el cambio del régimen y el cambio vital de personajes que se liberan y crecen y dejan atrás un tiempo y un modo de vida. Esas imágenes tomadas de lo que registró la televisión de la caída de Ceausescu, de gente enfurecida gritando, que tan extraordinariamente habían empleado Farocki y Ujica en Videogramas de una revolución, aquí se vuelven, una vez más, una posibilidad abortada, la confirmación de que había otras películas posibles, pero Mitulescu eligió hacer una más redituable y tierna, quitándole el filo con el que corta el espesor político.

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