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Crítica de The Congress, de Ari Folman (Película de apertura)
Basada libremente en Congreso de futurología (1971), de Stanislaw Lem (Solaris), esta nueva película del director de la consagratoria Vals con Bashir combina actores de carne y hueso con una animación lisérgica para una apasionante (y seguramente polémica) mirada al cine, la fama, la manipulación y los vericuetos del subconsciente.
El israelí Ari Folman llamó la atención en 2008 con esa combinación entre documental, animación, denuncia política y ensayo autobiográfico que fue Vals con Bashir, ganadora del Globo de Oro, nominada al Oscar y aclamada en la Competencia Oficial de Cannes.
A ese festival -pero como apertura de la sección Quincena de Realizadores- regresó Folman el año pasado con The Congress (El Congreso), seleccionada para la función inaugural de este 16º BAFICI. Si en su film anterior ya había mucho de audacia y experimentación, aquí el cineasta israelí redobla la apuesta con una película inquietante, provocadora, decididamente libre y -para los no pocos detractores que ha tenido- también árida, exigente y pretenciosa.
Las dos horas de The Congress arrancan con la extraordinaria Robin Wright (haciendo de sí misma) llorando mientras es maltratada verbalmente por su agente Al (Harvey Keitel). En los minutos siguientes descubriremos que tiene una hija adolescente y un varón que va perdiendo de forma progresiva la vista y la audición a causa de un extraño síndrome (un médico que interpreta Paul Giamatti habla también de una particular capacidad que lo convierte en algo así como un pionero, un anticipado a su tiempo).
Robin Wright es una ex estrella en caída libre, que ha llegado a los 44 años de fracaso en fracaso comercial. Alguna vez la figura indiscutida de su estudio, ahora ya nadie quiere contratarla. El mandamás de la compañía (un Danny Huston en plan Harvey Weinsten) le ofrece “el último contrato de tu vida”, que consiste en “escanearla” para convertirla en “una actriz digital” y cumplir con la idea del “forever young”. En caso de no aceptar (y ella no está muy convencida de firmar), será “borrada para siempre”.
A los 45 minutos, Robin Wright (y el film todo) muta hacia lo que allí mismo se denomina “la zona de animación” con una propuesta lisérgica, alucinatoria, un viaje en ácido que lo vincula con cierta estética a-lo-Hayao Miyazaki, el universo de The Wall y con Una mirada a la oscuridad (A Scanner Darkly), de Richard Linklater sobre novela de Philip K. Dick. Lo que sigue es un largo, caótico, pero siempre interesante pendular entre imágenes animadas y “normales”, con congresos futuristas, revoluciones, conflictos armados, experiencias químicas y viajes espirituales con algo de new-age.
Si bien esta segunda mitad no es enteramente convincente (hay mucho de capricho en una propuesta que se torna un poco derivativa y agotadora), la película nunca deja de fascinar en su ambicioso y bello entramado visual y en sus múltiples ideas narrativas.
Una película “maldita” (no tuvo en general la repercusión que se esperaba) y arriesgada que el BAFICI ha decidido reivindicar otorgándole nada menos que la posibilidad de dar el puntapié inicial de este año. Como para que el debate cinéfilo se desate desde el primer fotograma de esta 16ª edición.
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<p>Me encantó este parrafo, lo senti tal cual:</p> <p>\"Si bien esta segunda mitad no es enteramente convincente (hay mucho de capricho en una propuesta que se torna un poco derivativa y agotadora), la película nunca deja de fascinar en su ambicioso y bello entramado visual y en sus múltiples ideas narrativas.\"</p> <p>El tema de las constantes derivaciones realmente no solo me agotó sino que me hizo perder de vista el tema interesante del cine, los actores, la producción... y entró en un juego en el que sentí que me quedé un poco afuera. Quizás merezca una segunda visión.</p>