Festivales

La hora de los veteranos con Woody Allen, Eric Rohmer y Claude Chabrol

por Manuel Yáñez Murillo, desde Venecia
Cuando ya ha transcurrido casi la mitad de la 64ª edición de la Mostra, dos veteranos de la nouvelle vague francesa como Eric Rohmer y Claude Chabrol deslumbraron con sus nuevos trabajos, mientras que Woody Allen se recuperó con Cassandra's Dream y Paul Haggis se reivindicó en parte luego de Crash. En cambio, defraudaron lo nuevo de Ken Loach, de la dupla Robert Pulcini-Shari Springer Berman y un western de Andrew Dominik con Brad Pitt.
Publicada el 30/11/-0001
A punto de alcanzar la mitad del festival, la Mostra sigue desplegando su extensa y rica programación. En esta segunda crónica, se recoge el trabajo de varios de los veteranos que asisten al festival con sus más recientes trabajos (Woody Allen, Claude Chabrol y Ken Loach), así como las nuevas películas de jóvenes valores, como Andrew Dominik y la pareja de realizadores formada por Robert Pulcini y Shari Springer Berman. Pero lo más destacable de los dos últimos días de festival es la nueva obra maestra de Eric Rohmer, Les Amours d’Astrée et de Céladon.

Basada en la novela L’Astrée de Honoré d’Urfé, la película de Rohmer puede observarse como una cierta búsqueda, en la literatura francesa de principios del siglo XVII, del origen de varios de los temas que han preocupado u obsesionado al cineasta francés a lo largo de toda su carrera. Tanto el contraste entre lo real y lo aparente, como los procesos de seducción, los celos y la fidelidad... todo tiene cabida en esta película rodada en formato 4:3 y cuyo relato, plagado de una encantadora inocencia, esconde discusiones nada ingenuas. Asomándose a un universo poblado por alegres pastorcillos, encantadoras ninfas e ingeniosos druidas, Rohmer despliega con ejemplar elegancia y desenfado un apasionante diálogo sobre la naturaleza del amor, su forma más pura y la más profana, la dialéctica del alma y el cuerpo, la fabricación del amor como núcleo de la existencia humana.

Bajo el paraguas de la comedia de enredos, Rohmer se adentra en la literatura y los escenarios de otros tiempos para desentrañar el propio misterio de su cine, reducido aquí a la más precisa, perfecta y depurada expresión. Se comenta aquí, en Venecia, que esta podría ser la última película del maestro (que no pudo llegar al Lido por problemas de salud), y aunque da vértigo pensar que podemos estar ante su despedida artística, hay algo emocionante y bello en el hecho de que su última obra sea esta película grácil, sensual, melódica, bañada en la exuberancia de los cuerpos, la naturaleza y la musicalidad de las palabras y las formas geométricas.

En It’s a Free World, la pareja formada por el realizador Ken Loach y el guionista Paul Laverty elabora un nuevo capitulo de lo que podría considerarse su gran saga sobre la realidad social europea. En ese sentido, cabe apuntar muy pocas novedades respecto a la fórmula que repite una y otra vez el director de Riff-Raff y Tierra y libertad: puesta en escena realista, narración melodramática, ideología anti liberal y un tono (irritantemente) didáctico.

El problema con el cine de Loach, acentuado desde su alianza con Laverty, es su absoluta incapacidad para trascender las leyes del guión, que aquí se convierte en una celda en la que la imagen pierde poder ante la palabra escrita. De este modo, es imposible huir de un texto que apela al ataque sin contemplaciones a la sensibilidad y conciencia del espectador. Un golpe dramático tras otro, It’s a Free World termina convertida en un truculento sermón de hora y media de duración sobre los problemas laborales de los inmigrantes que llegan al Reino Unido persiguiendo el sueño del bienestar y chocan con las redes mafiosas que gestionan su actividad. Finalmente, esta denuncia del vacío moral en el que se haya inmersa Europa y el mundo se queda en cine hablado, afectado y agresivo con el espectador.

Otro director que parece involucrado en la creación de una gran saga monotemática es Claude Chabrol. En la notable La Fille coupée en deux, Chabrol vuelve a entregar una parábola sobre las costumbres, aspiraciones y conflictos de una burguesía francesa atrapada entre su arrogante actitud y su hastío existencial. La película se construye sobre un triángulo amoroso formado por una joven y bella presentadora de TV (Ludivine Sagnier), un escritor de éxito maduro y propenso a las perversiones sexuales (François Berléand) y un joven niño rico inmaduro y apegado a su madre. De ahí nacerá un drama en el que emergerán la seducción, los celos, los misterios de la sexualidad, la hipocresía del sistema judicial, la dominación y el control. Relatada con prodigiosa ligereza, albergando (aparentemente sin esfuerzo) los más complejos conflictos y dilemas morales, La Fille coupée en deux pone en juego lo mejor de la personalidad autoral de su director, así como su conocida sofisticación artesanal del oficio de cineasta.

Por su parte, Woody Allen llegó a Venecia con una de sus películas "serias" bajo el brazo. ¿Se imaginan cómo podría haber sido Match Point si la moneda lanzada al aire al principio de ese film hubiera caído del otro lado (el malo)? Pues bien, seguramente el resultado no sería demasiado distante de Cassandra’s Dream, un interesante cuento moral sobre el crimen y el castigo al que se verán sometidos unos hermanos (Ewan McGregor y Collin Farell) que, necesitados de dinero, deberán enfrentar el encargo criminal que reciben de un familiar adinerado.

Entre sus espléndidos arranque y conclusión, en los que Allen demuestra una portentosa habilidad para la escritura de guión automática (generando un relato veloz y alucinado), la película se calma y revolotea en torno a las frustraciones, aspiraciones y sueños de la clase trabajadora británica, jugando deliberadamente con las posibilidades narrativas de la tragedia y la fuerza del azar. La película se beneficia del buen trabajo de sus actores y de la habilidad de Allen para identificar los códigos de conducta de cada estrato social. Sin ser una de las mejores películas de Allen, el film resulta interesante y denso (en sus pliegues morales) y nos devuelve a su director tras la horrorosa Scoop.

En In the Valley of Elah, Paul Haggis vuelve a auto-retratarse como el "cineasta con una misión y un mensaje", después de la sórdida, afectada y mediocre Crash. Sin embargo, Haggis consigue desprenderse levemente del problema central que afectaba a su película anterior: la pobreza de un discurso cerrado sobre si mismo, incapaz de trascender (fílmica o moralmente) las restricciones impuesta por un guión cerrado sobre cuatro vacuas ironías del destino.

Aquí, Haggis se libera parcialmente de sus habituales "trucos" de guionista (la apelación continua al azar, al encuentro fortuito y la paradoja) para retratar la toma de conciencia del padre de una familia de militares que decide investigar la muerte de su hijo recién llegado de la guerra de Irak. Un magnifico Tommy Lee Jones interpreta a Hank Deerfiel, el padre que verá cómo se tambalea todo su universo ante el descubrimiento de las atrocidades cometidas por su hijo en combate. Partiendo de esta premisa argumental, Haggis consigue poner en escena un discurso honesto, en el que el infierno personal e intimo del protagonista adquiere una dimensión nacional (norteamericana) y universal. Sin embargo, el film naufraga en su columna vertebral narrativa, olvidando en varios momentos sostener la tensión y el suspenso que debería guiar la investigación policial y, una vez expuesta la tesis moral central (la perversión del ser humano al entrar en contacto con el belicismo), la película marcha a la deriva sobre frágiles y quebradizos raíles argumentales.

Por su parte, The Nanny Diaries, presentada en el festival fuera de competición, resultará, sin duda, una gran decepción para aquellos que vayan a verla siguiendo el rastro de sus directores, Shari Springer Berman y Robert Pulcini, responsables de la estupenda y transgresora Esplendor americano. Lo cierto es que en The Nanny Diaries no hay rastro de la valentía que demostró la pareja de realizadores en su anterior film, en el que ponían de manifiesto la crisis de la frontera que separa el documental de la ficción. El largometraje, una adaptación del best seller de Emma Mclaughlin y Nicola Kraus, formula una sátira sobre los rituales y costumbres de la clase alta del Upper East Side de Nueva York mediante un imaginario proyecto antropológico ejecutado por la mente de su protagonista, Annie Braddock, interpretada por Scarlett Johansson.

Los problemas de la cinta comienzan con las limitaciones de la Johansson al enfrentarse a papeles cómicos (algo que ya se puso de manifiesto en la apuntada Scoop, de Woody Allen) y se agudizan cuando la película opta deliberadamente por una cierta actitud altiva, paternalista y moralista respecto de cada una de las acciones de sus personajes. Defectos como estos podrían pasar más inadvertidos en el caso de otros géneros o registros, pero tratándose de una comedia de costumbres, el trabajo de los actores y la aplicación de una cierta ambigüedad moral resultan pilares esenciales (para comprobarlo piensen en Ernst Lubitsch).

Por último, en The Assassination of Jesse James by the Coward Robert Ford, Andrew Dominik (al servicio de un correcto Brad Pitt) emprende la recapitulación de los últimos meses de la vida del asaltante de bancos más legendario del oeste americano. Tremendamente irregular, la película adolece de una confusa esquizofrenia conceptual: afronta un trabajo basado en la desmitificación de la figura de James, pero a su vez ofrece un tratamiento fílmico que enfatiza el carácter épico del personaje. Atrapado en esta dialéctica sobre el mito, el film bascula entre bochornosas muestras de una neo-épica onírica (que podría recordar a la de Gladiador, de Ridley Scott, que aquí ejerce de productor) y un notable ejercicio de austeridad escénica y narrativa.

Así, la mejor cara de la película aflora en las numerosas secuencias de conversiones íntimas entre James y Ford (un notable Casey Affleck) y en el tono aletargado de la mayor parte del relato. Sin embargo, tanto la literaria voz en off (procedente de la novela homónima de Ron Hansen en la que se basa la película), como los intermitentes efectismos formales (cámaras rápidas y lentas) y la desafortunada banda sonora de Nick Cave y Warren Ellis merman un film que podría ofrecer mucho más en sus sorprendentes 155 minutos de mitología norteamericana.

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