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Crítica de Heart of a Dog, de Laurie Anderson (Competencia Oficial)
Por Carlota Moseguí, desde Venecia
En una 72ª Mostra cargada de promesas y sorpresas, el estreno mundial de Heart of a Dog, esperado debut en la dirección de largometrajes de la multifacética y siempre talentosa artista estadounidense Laurie Anderson, figuraba entre los títulos insoslayables. Y esta película -que compite por el León de Oro y el resto de los premios oficiales- no defraudó. Se trata de un ensayo existencialista sobre la memoria y la muerte que ubica a la creadora de discos como Strange Angels y Homeland como una “nueva” cineasta a tener muy en cuenta.
En la sección oficial competitiva se presentó la espléndida ópera prima de la compositora musical, cantante, violinista poetisa y artista plástica experimental norteamericana Laurie Anderson.
Heart of a Dog podría definirse como un ensayo existencialista sobre dos cuestiones inherentes al ser humano: la memoria y la muerte. La cineasta une ambos conceptos en un collage metafísico, donde convergen todo tipo de anécdotas personales –ya sean reales o imaginadas–, conceptos filosóficos de Søren Kierkegaard o Ludwig Wittgenstein, citas de David Foster Wallace, reflexiones budistas y mucha denuncia política.
En este sentido, uno de los aspectos más brillantes de la película es su capacidad de vincular lo personal con lo intelectual sin crear una pieza demasiado pretenciosa. La película no persigue ningún fin didáctico, sino que, más bien, se trata de un experimento sensorial.
Heart of a Dog no jerarquiza entre lo mundano y lo trascendental. En el microcosmos especulativo de Anderson, el luto por su madre y su rat terrier, llamada Lollabelle, tienen la misma importancia que los atentados del 11-S y la cultura de la paranoia que sigue subyugando a la población estadounidense.
Asimismo, las elocuentes cavilaciones en off de la viuda de Lou Reed nos guían por este film-telaraña desvelando el significado de unas imágenes que fusionan súper 8, animación y extraordinarios filtros.
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