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Crítica de Todo comenzó por el fin, de Luis Ospina (Autores)

Por Diego Batlle
Arrancamos la amplia cobertura de la 30ª edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata con el que seguramente será uno de los acontecimientos cinéfilos de este año: el muy esperado regreso de Luis Ospina -figura clave del cine colombiano- con un documental de tres horas y media sobre el Grupo de Cali, al que perteneció y del que, de alguna manera, es uno de los pocos sobrevivientes. Del diario autobiográfico al retrato de una época lujuriosa, creativa pero también autodestructiva, Todo comenzó por el fin está a la altura de sus no pocas ambiciones y de su fascinante objeto de estudio.

Publicada el 16/10/2015


Para los cinéfilos de todo el mundo (sobre todo para los de América Latina y, claro, muy especialmente para los de Colombia) la figura de Luis Ospina y el Grupo de Cali conforman una página gloriosa, apasionante, insoslayable de la historia del séptimo arte.

Este grupo -también ligado muchas veces al término Caliwood- marcó tendencia durante los años '70 y '80 con una producción artística (que excedió al cine) anticonformista hasta lo revulsiva, provocativa hasta lo contestataria y experimental hasta lo vanguardista.

Con el citado Ospina, Carlos Mayolo (1945-2007) y Andrés Caicedo (1951-1977) como referentes, pero también con los aportes de otras figuras como Ramiro Arbeláez, Sandro Romero Rey y Hernando Guerrero, el Grupo de Cali hizo casi todo lo que se puede esperar de un colectivo artístico: produjo, difundió, formó e inspiró a su generación (y a las siguientes).

Con un corto como Agarrando pueblo (1977), codirigido entre Ospina y Mayolo, atacaron con una claridad premonitoria la pornomiseria, la mirada paternalista y el pintoresquismo hacia lo latinoamericano (tercermundista), mientras que con ese brillante y autodestructivo veinteañero que fue Caicedo como estandarte se opusieron al encasillamiento literario dentro del realismo mágico pergeñado desde los cafés de París.

El Grupo de Cali no sólo hizo cortos y largometrajes, sino también libros, y obras de teatro, y televisión, y muestras plásticas, y vivió en comunidad en una suerte de aguantadero y centro cultural, y trabajó para otros grandes realizadores (como Werner Herzog en Cobra Verde). Además, fundó el Cine Club de Cali (donde programó a los grandes autores de la época) y editó la revista Ojo al cine. Su marca, su incidencia es tan fuerte que se mantiene hasta hoy, pero también es una sombra condicionante y amenazante para las nuevas generaciones colombianas (¿alguna vez estaremos a la altura de esos “padres”?).

No es la primera vez que se intenta una reconstrucción de la épica y mítica historia de Caliwood (el propio Ospina estuvo a cargo de la curaduría de varios homenajes y recuperaciones, y esos proyectos previos funcionaron como works in progress de este), pero nunca se había concretado un proyecto tan minucioso y ambicioso como este, con sus implicancias personales, sus connotaciones afectivas y una duración también épica: 208 minutos.

Puede que a cierto espectador no iniciado el borbotón de imágenes (de archivo y actuales) y de testimonios lo abrumen un poco. También puede que la estructura elegida por Ospina, que entra y sale todo el tiempo de escena, incomode por momentos (a mi me ocurrió en parte), pero Todo comenzó por el fin resulta un registro notable sobre una época también notable, un documento distante (han pasado 45 años de su surgimiento) e íntimo a la vez, por momentos un ensayo sociológico y en otros un auténtico diario autobiográfico.





Ospina arranca el largometraje en primera persona, mostrando cómo una compleja operación casi termina con su vida (hasta se aseguró de que varios amigos y discípulos terminaran el proyecto por él si él moría). Con mucho humor negro (hay algo ahí del Nanni Moretti de Caro diario), el director se convierte en protagonista casi absoluto, incorporando también material en Súper 8 de su propia familia y su historia.

Sin embargo, durante buena parte del resto del relato Ospina empieza a tomar distancia y a convertirse en entrevistador y observador de las historias ajenas. Por momentos, sus propias anécdotas, recuerdos e imágenes irrumpen en el armado, pero allí se percibe cierta tensión y contradicción entre el documental en primera persona y la mirada más intelectual y abarcadora.

Los materiales (de archivo de la época, de eventos sociales o fiestas privadas y de fragmentos de películas) son en su inmensa mayoría fascinantes, mientras que también son muy emotivos los testimonios de gente que vivió esos tiempos (sobre todo las mujeres de Mayolo). En todas esas charlas aparece la veneración, el romanticismo y la melancolía por un tiempo maravilloso -la fiesta orgiástica e interminable que respondió al pie de la letra al lema “sexo (promiscuo), drogas (duras) y rock & roll (o rumba)”- que ya pasó, por unos artistas que en muchos casos ya no están y por una ciudad que -fruto de la violencia y el narcotráfico- perdió toda esa chispa creativa.

El realizador de Un tigre de papel parece sentir por momentos el “peso” del proyecto, de estar a la altura del mito, del aura mítica y heroica de sus compañeros muertos, pero sale más que airoso del desafío a fuerza de sensibilidad, talento, visceralidad, riesgo y generosidad. Así, más que una mera película reivindicatoria, de tributo o autocelebración, Todo comenzó por el fin es, en más de un sentido, el diario de un sobreviviente.

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