Críticas

Tarnation, de Jonathan Caouette

La sobredosis autobiográfica

¿Qué más se puede filmar cuando se ha filmado -o propiciado que otros filmen- la propia vida durante toda la vida?
Estreno 06/07/2006
Publicada el 30/11/-0001

Tarnation (Estados Unidos/2004). Guión, edición, fotografía, producción y dirección: Jonathan Caouette. Musica: John Califra, Max Avery Lichtenstein y Stephin Merritt. Documental hablado en inglés con subtítulos en castellano y presentado en DVD y en pantalla gigante por 791 Cine. Duración: 88 minutos. Sólo apto para mayores de 16 años con reservas.

En el mismo movimiento complementario y siamés, la industria cultural promueve la homogeneidad mientras deja hendijas por las que se filtra la singularidad, para después –un segundo después, como si se despertara de una somnolencia efímera y alerta- investigar los caminos por los cuales adormecer esa diferencia hasta convertirla en un capítulo más de la costumbre o el hábito genérico.

Esa condición de lo único es el centro de Tarnation, la extraordinaria opera prima de Jonathan Caouette. Pero esa unicidad no se debe solamente a la entidad de film isolé, a su nomadismo estético fruto de un actor que abandonó su lugar de cineasta detrás de la cámara para ponerse delante de ella, desdoblándose durante la filmación, para reservarse el lugar de director después de la filmación. Esa unicidad no está tanto en la mirada autobiográfica sobre sus propios trastornos familiares, en los electroshocks tempranos a la madre Reneé como inicio de más de cien internaciones, en Jonathan presenciando cómo violaban a su madre o en su estadía en un asilo de huérfanos donde lo golpeaban, en la idea de enfermedad familiar o de la familia como metástasis, que parecen multiplicar las preguntas acerca de su futuro como director. La unicidad está en filmar la propia vida y agotarse en esa tarea. Dejar todo y poner todo. Hacer del yo un pretexto para exhibirse pero también para encubrirse. No calcular, sino derramar, superpoblar, atiborrar, deformar esas deformidades bajo la forma de personajes. ¿Qué más se puede filmar cuando se ha filmado -o propiciado que otros filmen- la propia vida durante toda la vida?

Si todo relato autobiográfico se propone como uno de los caminos más incontrastables de lo único, Tarnation pone en crisis la idea de que el autor emplea únicamente lo que es propio. Para Caouette, el sentido de propiedad no está solo en lo que él mismo produce, no es que organiza sus imágenes y sus sonidos y sus textos en función de lo que solo él filma, oye, compone, escribe o actúa. No hay espacio para dudar de que es Caouette el chico que aparece en los pasajes en Super 8, o en las performances incipientes disfrazado de mujer e inventándose heterónimos en videos caseros. Ni tampoco que le pertenecen los textos escritos que suplen la voz-off y que van puntuando desde cómo cree que fueron las cosas antes del derrumbe de la ilusión o después, como cuando leemos que “un muy buen hombre (Adolph) conoció a una muy buena mujer (Rosemary)” o que “padres enfermos crian hijos enfermos”, o avanzando con datos concretos, como al leer en un cartel que “la madre violada en presencia de su hijo por alguien que la levantó en la calle”. Pero esa afirmación de lo propio que pone en evidencia, ese yo del artista, es solo una de las dos operaciones que hacen funcionar al film, alimentado por su sangre pero siempre necesitada de dadores, de transfusiones ajenas que se confundan con la propia.

Para narrar su propia vida, Caouette debe convertirse en un vampiro hambriento de imágenes y sonidos. No importa que su propia vida parezca, retrospectivamente, como un proyecto cinematográfico en la medida en que está atravesada por cientos de fotografías fijas, o filmada o grabada en video, porque éso –lo propio, los materiales que posee- nunca alcanza. Los materiales que están no tienen la menor posibilidad de convertirse en pasajes de su película tal como están, y para éso hay que fusionarlos, inyectarlos, invertirlos, revertirlos, repetirlos, alterarlos en su velocidad o en el grano de la imagen o al distorsionarles su sonido de origen. Aunque ya están hechos, hay algo que hacer con ellos, porque ellos no dicen lo que el autor quiere decir. El yo de Caouette no logra su manifestación en lo que filma –hay momentos donde le dice a su pareja que lo haga-, ni en lo que escribe -usa para nombrarse la tercera persona, nombrándose como ”Jonathan"-, ni en lo que actúa –la mayoría de las veces actuando un personaje-, sino en la acción misma de la apropiación.

Es cierto que la variante del “diario autobiográfico” parece propiciar una composición en base a materiales ajenos, como lo probó varias veces, en el territorio cinematográfico, Jonas Mekas. Pero el modelo del “diario autobiográfico” parece exigir como prueba de legitimidad el uso de la propia voz. Dinamitando la ley autobiográfica, que exige la propia voz, literalmente, como reaseguro de verdad, Caouette solo sabe que la propia voz representa la carencia. Y que esa carencia será insaciable de no mediar el acto de apropiación.

Toda voluntad legal debe ser transgredida, parece decir el director Caouette a sus personajes, que actúan de familiares. Y si no hay ley, hay que inventarla. Porque, por otra parte, ¿cómo exigir justamente a la autobiografía un rango de género, una legislación tópica? De allí la voracidad desaforada para capturar fragmentos de films de Morrisey, o para encabalgar una tras otra sus canciones amadas –de Lisa Germano a Cocteau Twins, de Low, a Dylan o Marianne Faithfull-, como si la única posibilidad de verdad habitara en todo aquello que mejor puede narrar sus sentimientos, mejor que su propia voz, al punto de reemplazarla. Aunque la genealogía de la historia esté respetada en su acepción de cronología más que en la de origen, ese orden es solo una línea tendida para no perderse en el camino. Una guía que va hacia adelante, mientras el film se fractura, mientras el tiempo se desvanece en el interior de cada imagen y cada sonido.

La ley del cine, siempre fue la que impone el montaje. Y el montaje de Caouette –al revés de lo que ocurre habitualmente, o con el cine habitual- no opera a partir de la sustracción sino del exceso, no de la deflación sino de la inflación, de la fagocitación, como si Tarnation fuera un cuerpo que puede ensancharse indefinidamente en vez de constituirse a partir de procesos –previos o finales- que la van aligerando. Permeable a todo lo que lo rodea, Caouette no busca un equilibrio sino una organización en el caos infinito de las imágenes y los sonidos. Ni siquiera acepta la premisa de lo “bien filmado” como concepto de demarcación entre lo que entra o no en su película, porque esa sería una forma de moral externa a la propia obra, una moral otra que nunca puede sustituir a la que produce la propia obra en tren de hacerse. No puede haber desechos que fijan un patrón de uso, porque la misma Tarnation existe gracias a los desechos. El supuesto de que hay “tomas buenas” y “tomas malas” eliminaría la posibilidad de que se muten en el montaje, de que adquieran un sentido insospechado al ser multiplicadas, de que renazcan y emitan una luz al ser puestas en relación con un tema musical. No importa de dónde vienen las imágenes y los sonidos, sino a dónde van esas imágenes y esos sonidos. No hay mejor definición de lo que es el montaje cinematográfico.

Hay algo de tierra arrasada, algo incendiario en Tarnation. Y no parece casual que la víctima y el objeto del film –ambos, complementarios, siameses irreconcilliables-conduzcan al lenguaje. Porque enmascarado en lo autobiográfico, Caouette ha hecho de la normalidad del lenguaje un blanco fijo, al que le dispara una y otra vez, como si buscara más y más certidumbres de que está muerto. Ha incendiado los géneros: un documental donde vemos personajes que no cuentan nada y a los que vemos y conocemos todo el tiempo. Ha derribado la presunta premisa de que hacer cine tiene que ver con el buen hacer: la mayoría de los planos filmados por -o que muestran a- Caouette están quemados, desenfocados, reencuadrados, desprovistos de -o exagerados en- su sonido deficiente, al punto de que es difícil después de ver la película volver a la idea de “bien filmado” sin interrogarse si todavía es posible mantener esa noción, sin ser o concientes de la simplificación. Ha disecado el lugar de la autoría: casi nunca se hace explícito que es el propio director el que está detrás de cámara, aunque sea indudable que, como siempre, en el rango de las home-movies detrás de la cámara no puede haber otro que el director, lo cual solo se vuelve notorio en el epílogo, cuando ya casi no queda tiempo porque la película está por concluir, cuando entrevista brevemente a la madre Reneé Le Blanc y al abuelo Adolph Davis, ya incapacitados de organizar siquiera un puñado de frases lógicas o comprensibles.

Ya es tarde. No es el momento en que Tarnation termina, sino cuando comienza.

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