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Claves para acercarse al cine de Matías Piñeiro

Un minucioso, preciso y virtuoso análisis de toda la filmografía del director de Todos mienten y El hombre robado, a propósito del estreno conjunto de Rosalinda y Viola, uno de los eventos cinéfilos del año.

Publicada el 01/08/2013

Los talentos. Hace dos años fui al teatro cargada de prejuicios (porque me gusta el cine y en general me pone muy nerviosa la presencia física y real de los actores, eso de escuchar la respiración y el sonido de los pasos, esa posibilidad siempre latente de que alguno se equivoque y uno se sienta mal o se distraiga), a ver en una sala diminuta de Villa Crespo una obra de Agustín Mendilaharzu y Walter Jakob llamada Los talentos. La obra, protagonizada por Julián Tello y Julián Tellarini (el primero aparece en Ostende, de Laura Citarella, y ambos en Todos mienten y Rosalinda, de Matías Piñeiro), era increíblemente buena y simple: primero dos amigos escribían un soneto en un pizarrón mientras discutían cuestiones sofisticadas de técnica poética como si se tratara de analizar una jugada de un partido de fútbol; es decir, con la misma pasión y con una fluidez que hacía sentir que para ellos se trataba de una práctica nada esnob y tan habitual como hablar de deportes para otros chicos.

La idea, como modo de presentación de los personajes y su modo particular de relacionarse con la cultura, era muy efectiva y la ejecución tan perfecta que te dejaba con la sensación de haber visto el mejor truco de magia, porque mientras los chicos hablaban a toda velocidad el poema se armaba frente a los ojos del espectador con bastante rapidez. En la obra, los dos Julianes se vestían con ropa formal y pasada de moda y fumaban en pipa: esos pocos elementos bastaban para entender que estaban en cierta forma afuera o en el margen de su época, voluntaria o involuntariamente exiliados de la contemporaneidad, y que eran una cruza levemente monstruosa entre viejos y nenes de escuela. Tengo una memoria pésima, pero puedo contarles que después entraba a escena la hermana de un amigo a la que no veían hace mucho tiempo, y los dos empezaban a fabular sin freno sobre la chica, armados de esa inteligencia agilísima que los llevaba a deducir una serie de disparates e inventarse una novela totalmente equivocada. Había un momento de vergüenza y melancolía cuando los chicos se daban cuenta de que su talento no sólo no les servía para entender el mundo sino tampoco para algo relativamente más simple -¿o no?- como acercarse a una chica real, pero esa ráfaga negativa pasaba enseguida y la obra terminaba con una declaración de soberbia maravillosa, algo así como que el mundo nunca iba a saber lo que se perdía por no conocerlos a ellos.



Creo que el mismo espíritu atraviesa las cuatro películas que hizo hasta ahora Matías Piñeiro (y es común a una red de directores y directoras, productores, actores y actrices de la que también forman parte Mariano Llinás y Laura Citarella, para dar sólo un par de nombres, pero que no necesariamente coincide con la FUC porque se extiende al teatro y quizás hasta, por ejemplo, las novelas de Romina Paula publicadas por Entropía), donde chicos y chicas levemente excéntricos parecen estar fuera del mundo porque habitan en realidad un mundo propio que es el del arte, las ficciones, las fabulaciones y la creación, aunque no siempre es indispensable que sean artistas.

La juventud es una materia prima que participa en cantidades abundantes de las películas de Piñeiro y define su tono, pero hay que precisar el término porque “juventud” puede hacer imaginar rock o salidas nocturnas o videojuegos, y las chicas y chicos de Piñeiro en cambio leen libros -pero los leen a su modo, por eso no son nerds ni son intelectuales, nunca pendientes de la existencia de una cultura-, escriben sin destino literario, estudian sin resultados institucionales. Y sobre todo fabulan, inventan, imaginan, pero no para hacerse artistas ni hacerse los artistas sino porque es el modo que encuentran para crearse un mundo donde se pueda jugar en libertad, que es lo mismo que ser joven de cierta manera.

El mundo nuestro de todos los días, por lo tanto, está en suspenso. En las películas de Piñeiro nadie trabaja; aunque las actrices de Viola participen en una obra de teatro parece que vivieran diciendo Shakespeare por placer antes que otra cosa, y las empleadas de museo que son Romina Paula y María Villar en El hombre robado parecen salir y entrar del lugar a voluntad o por capricho, además de tomarse el trabajo como una especie de hobby que podrían no tener. Además, los jóvenes de Matías Piñeiro no tienen casa ni familia, suelen estar en tránsito y entregados a encuentros casuales y livianos con otros chicos y chicas que son como ellos, y por supuesto que esas ausencias son un modo del rechazo sutil, pacífico, distraído, porque acá no se trata de la juventud como una instancia de la vida que se funde conflictivamente con una adultez que se teme o rechaza sino, en un sentido que podría ser también metafórico, como un estado del espíritu que implica estar permanentemente perplejo y habitar el mundo como si fuera una madeja de ficciones inagotables que siempre se refieren a uno mismo, de las que es posible apropiarse con un poco de inocencia o de soberbia (o la mezcla de ambas), y donde siempre se puede producir, como sorpresa y como don, como doblez, una fábula más.


Sarmiento y Shakespeare.
Lo que los chicos y chicas de Matías Piñeiro leen y repiten, copian y reproducen, es lo más prestigioso y sacralizado de la biblioteca y el museo. Si uno tuviera que pensar en lo más obvio, lo más saliente de esa pretendida “biblioteca universal” inflada de prestigio que funciona muchas veces como sinónimo de cultura, o de alta cultura, seguramente Shakespeare (que está en la base de Viola y Rosalinda) estaría a la cabeza. Shakespeare pronunciado con esfuerzo y aires británicos, con toda la gravedad que el agregaron siglos de consagración a un teatro que muchas veces se caracterizaba por la ligereza y por el juego. Shakespeare en el panteón de los clásicos universales, y Sarmiento (cuyos textos sustentan El hombre robado y Todos mienten) en la versión nacional de la biblioteca que se debe conocer, respetar y heredar a la fuerza, ese Sarmiento cuyo busto pesado y con cara de perro decora tantas escuelas argentinas, “padre del aula, Sarmiento inmortal”, como dice el himno que todavía se hace cantar a los niños en los actos escolares. La misma obviedad de estos dos nombres, su obligatoriedad cuando se piensa en la cultura, ya sea local o universal (suponiendo que tal cosa exista), los vuelve significativos. Porque las películas de Matías Piñeiro trabajan con todo el peso de esa tradición como si no pesara nada, se la ponen a los hombros para sacarla a pasear en bicicleta, sacan los libros de la biblioteca para ponerlos a circular en boca de los jóvenes, que siempre leen en ellos otra cosa que la que está prevista, en lecturas desobedientes, como esos chicos brillantes que fracasan en la escuela porque siempre están pensando en otra cosa.

La lectura como creación, los modos de leer individuales como acto creativo que desvía o ignora las lecturas institucionales son un eje central en las descentradas películas de Piñeiro. Los personajes se apropian de los libros y los usan caprichosamente; de hecho pensar que la sola presencia de textos sarmientinos trae a colación toda la Historia Argentina, así con mayúsculas, es un error porque lo más significativo es la manera en que los personajes usan estos textos, algo que puede nombrarse quizás con la palabra “ejecución” (porque lo mismo vale para los libros y los instrumentos musicales, que se tocan de maneras excéntricas y personales al final de El hombre robado, cuando Romina Paula se agacha para tocar las cuerdas del piano directamente con los dedos, o en las canciones improvisaciones acompañadas de órgano en Todos mienten y Viola).

Leer no es nunca interpretar lo que se debe (según la escuela, la universidad, el museo o la institución que sea) sino un ejercicio creativo que da lugar a lecturas caprichosas y personales. Así lo dice el personaje de María Villar que en El hombre robado se la pasa leyendo Campaña en el ejército grande y no tiene tanto para decir sobre el contenido del libro (a lo sumo que está bueno), pero sí sobre el modo en que ella lo lee, de a unas cuantas páginas cuando tiene un rato y retomando luego desde dos páginas antes para refrescar lo que leyó, de modo que en dos semanas no avanzó demasiado pero leyó el libro dos veces; a esto su interlocutora, que en este caso es Julia Martínez Rubio, contesta que ella hace lo contrario, va salteando páginas que le parecen menos atractivas y en una segunda lectura las descubre; ante esta confesión de modos de leer excéntricos, las dos se miran contentas, como si de pronto se descubrieran parte de la misma logia. María Villar también dice en un momento que los días que termina un libro pasan cosas raras o son días extraños, por eso nunca puede leer dos a la vez: hay algo lúdico y a la vez casi supersticioso, pero absolutamente vital, en el modo de relacionarse con la cultura, como si los libros y cuadros y objetos del museo fueran jeroglíficos que todo el tiempo pueden hablar de uno mismo, de lo que está pasando, dar claves sobre cómo proceder en ciertas circunstancias, contar la propia historia.

Si eso sucede es porque siempre se interpreta de modos inventivos, que no estaban previstos, y porque hay una especie de locura en los personajes de Piñeiro que les otorga la inocencia suficiente como para saltearse con gracia la Cultura cuando consumen objetos culturales; el ejemplo más divertido de esto probablemente está representado por los chicos de Todos mienten que encuentran las caras de sus amigas en un mazo de cartas y a partir de eso, se inventan un juego detectivesco (es elocuente, por otra parte, que al final de Rosalinda también se vuelva sobre el juego de cartas, en este caso el del asesino, donde las cartas atribuyen a cada uno un papel en una ficción, como el teatro, y eso habla del modo en que Piñeiro puede establecer una gradación que va de Shakespeare al mazo de naipes, del teatro isabelino a los juegos de mesa, sin que haya entre esos órdenes diferencias jerárquicas).

El juego pesa tanto como la lectura, es una forma de usar el contenido de la biblioteca como mazo de cartas, que siempre puede barajarse y dar de nuevo, por eso el Sarmiento de Todos mienten no es el intelectual megalómano que proyecta la Nación, el que la crea al mismo tiempo que la escribe como un demiurgo cargado de energía y soberbia, sino el Sarmiento que cuenta sus encuentros casuales (enamorado del azar que parece un destino como los personajes de Piñeiro) con un tipo con el que finalmente juraron no verse nunca más, o que se impresiona por la muerte de un marinero en alta mar durante un viaje en barco, o el que se toma el tiempo para anotar cuánto gastó en una orgía cuando sale de gira con una empresa tan seria y crucial como averiguar si en Europa realmente están las claves del progreso. Sarmiento el loco, en definitiva, o Sarmiento el lúdico, el que no puede ni quiere ocultar, en el entusiasmo de su prosa, que le mundo le parece un lugar divertido y fascinante.

Ese Sarmiento, en Todos mienten, no aparece después de todo como fundador de la Nación ni mucho menos sino que ocupa el lugar del padre, en la fabulación de Helena Pickford que los amigos simulan creer pero no creen, padre de una familia que luego será siempre de mujeres, juguetona y bastarda: tal es la estirpe que el cine de Matías Piñeiro construye para sí. Y de nuevo, en Todos mienten los Viajes de Sarmiento se profanan como una Biblia equivocada, se ponen fragmentados en boca de los personajes para después grabar y desgrabar, transformarlos mediante la apropiación y el montaje en otra cosa, que tal vez sea la novela familiar de la mentirosa Helena Pickford (Romina Paula), una amiga traidora (“Está escribiendo sobre todos nosotros”, dicen los demás en un momento) que igual, montada en esa alcurnia que le da el gran Sarmiento, es la que manda.


Botes y bicicletas.
Las lecturas circulan, los libros se pasan de mano en mano, dan lugar a rumores y habladurías y así como circulan las ficciones, los personajes circulan también, la cámara los sigue y en su movimiento espacializa los trayectos entre la ficción y la realidad, o entre los distintos niveles de la ficción, cosa que es un hallazgo porque de ese modo Piñeiro no necesita tematizar nada, hace cine, presenta y ejecuta sus temas desde los recursos del cine. Así, en Rosalinda el recorrido es a nado entre uno y otro ensayo, uno que se convierte casi en una puesta en escena en el bosque de la obra Rosalinda y otro más crudo, y en Viola el recorrido es por la ciudad y en bicicleta. Al mismo tiempo esos medios de locomoción -el bote, la bicicleta, el breve viaje a nado por el río-, representan perfectamente la fluidez y la amabilidad con que transcurren en las películas los pasos de una ficción a la otra y abren el espacio, lo llenan de túneles que desembocan en nuevos escenarios y ficciones posibles, como en esa escena de Viola donde las chicas están conversando adentro del auto y está la posibilidad del viaje, de transportarse, sugerida por un plano en el que se abre la puerta del auto y de repente estamos en un parque.

De hecho en cada una de las obras de Piñeiro hay una idea que es espacial y organiza la película: en El hombre robado se trata de filmar Buenos Aires como lo hubiera hecho Truffaut y poner a los personajes a andar de acá para allá, encontrarse y separarse de modo bastante aleatorio mientras María Villar corre de un lado para el otro, apurada por hacer todo al mismo tiempo como siempre andaba Antoine Doinel en la saga que lo tiene como protagonista; en Todos mienten, la cámara recorre la casa como si fuera un topo que va cavando túneles de varias direcciones, produciendo encuentros, recorridos y cruces posibles que hacen pensar que si la cámara hubiera planteado otros recorridos por el espacio, la película podría ser distinta; en Rosalinda existe la posibilidad de acceder a nado desde un escenario a otro y poner en relación, con un movimiento breve y físico, los distintos niveles de ficción y realidad a través de una materia tan fluida como el agua del río; en Viola, los trayectos en bicicleta que llevan a María Villar por la ciudad repartiendo películas la acercan sin saberlo ella al teatro, a ese grupo de chicas con las que va a encontrase y que van a tratar, como diosas juguetonas, de torcer el rumbo del amor de una Viola que enseguida se les escapa.

Esta fluidez, esa manera de atravesar los espacios genera distintos efectos sobre las ficciones y los textos de los que se trate en cada caso, porque así como El hombre robado trabaja con los museos, los monumentos, los bustos, esas moles que indican el peso de la herencia y la cultura y que en la película se aligera pasándola por el filtro y la velocidad de la nouvelle vague, en Rosalinda la naturaleza hace juego con el modo en que las actrices hablan Shakespeare, como si abrieran la boca y los versos fluyeran sin pasar por la cultura casi, convirtiendo en un picnic en el Delta todo el lastre de siglos de prestigio y tradición inflada.



El bla bla de las chicas.
La ligereza tiene que ver también con la presencia de las chicas, ese puñado de Gracias que se gestó casi secretamente en el teatro (María Villar, Romina Paula, Agustina Muñoz, Julia Martínez Rubio, Pilar Gamboa y Elena Carricajo) y que es el motor que en todas las películas de Piñeiro pone a funcionar los juegos. La oposición con el mundo que en la obra de Jakob y Mendilaharzu que mencioné al principio aparecía como motivo de angustia, aunque fuera pasajera, y que mantenía a los personajes de Los talentos alejados del reino enigmático de las chicas, no existe como tal en Matías Piñeiro porque todas sus protagonistas son mujeres y no quieren entender ni conquistar nada. Aligeradas por el placer que sienten y transmiten al hablar, leer o interpretar e interpretarse, las chicas están armadas de una especie de inocencia porque en cualquier momento puede reír y metamorfosearse en niñas.

Por eso, aunque estén Sarmiento y Shakespeare, el guiño más secreto y mi preferido en las películas de Piñeiro es el momento de El hombre robado en que María Villar entra a una librería buscando un texto particular de Sarmiento y mientras tanto Romina Paula mira los libros, agarra uno, muestra la tapa y dice “Yo me llevo este”. Ese libro es insólitamente Mujercitas, de Louise Alcott -uno que todas las chicas leímos y los chicos generalmente no-, ese que empieza con cuatro hermanas charlando sobre la Navidad en un momento de ocio como podrían hablar las chicas de Piñeiro, y ése donde las mismas hermanas juegan a hacer Shakespeare en el altillo como algo que se toman muy en serio y que, de hecho, da forma desde lo lúdico al destino literario de la futura escritora Josephine March, que aprendió la literatura como un asunto privado y doméstico.

Ese bla bla al que las chicas se entregan cuando están solas recorre como una ráfaga todas las películas de Piñeiro, fresco y simple aunque los razonamientos puedan ser alambicados y cargados de fabulaciones, al punto que puede incluir la dicción de Shakespeare como si se tratara de afluentes que van a dar naturalmente un río. La sensación es que las chicas hablan Shakespeare como si abrieran la boca y los versos fluyeran, como si formaran parte de su modo femenino del habla -mientras que los varones, cuando leen, y no solamente en Rosalinda, se esfuerzan, se equivocan y trastabillan. Las chicas son además las que pueden travestirse con más facilidad y corren con la ventaja que les da la posibilidad de participar de los dos sexos, como lo demuestra el personaje de Romina Paula que en Todos mienten va todo el tiempo con camisas leñadoras, jeans demasiado grandes y pelo cortito, o Agustina Muñoz que viste una camisa parecida en Viola y seduce a una compañera con toda la ambigüedad de un cuerpo femenino armado de una determinación de hombre para la conquista.

Si lo masculino se identifica generalmente con ciertas cualidades y valores como la ambición y la conquista -y no es difícil encontrar ejemplos de películas con ambición de poder en el cine argentino más reciente, desde Historias extraordinarias y El estudiante hasta Los salvajes-, el cine de Matías Piñeiro es suavemente queer, y produce el milagro de filmar a las mujeres como si no fueran miradas por un hombre -o sería más preciso decir, por una mirada masculina-, como si se hubieran quedado solas en el mundo y los pocos varones que aparecen, o que aparecen poco, no pudieran hacer otra cosa que tratar de acercarse, tantear, perseguirlas para robarles un beso o a lo sumo, como en la canción final de Viola, proponer y acompañar, entrar en un juego que no es el de ellos. Después de todo las figuras que enmascaran al autor en Todos mienten son sugerentemente femeninas, y entre la Helena Pickford mentirosa y novelista y esa otra pintora, Isabel (Julia Martínez Rubio), que pinta cuadros originales de un ex novio que no son falsos porque la firma es original y fue inventada por ella, no es difícil imaginarse que el autor Matías Piñeiro es apenas otra fabulación secreta para reinventar discretamente el cine argentino surgida de la mente de un puñado de chicas.

COMENTARIOS

  • Pol
    9/08/2013 2:54

    <p>\"Son pel&iacute;culas desalmadas\" dijo alguna vez Oscar Cuervo -sin tanto bla bla bla- en ocasi&oacute;n del estreno de Todos mientes, en este contundente ensayo: http://tallerlaotra.blogspot.com.ar/2009/04/bafici-todos-mienten-tambien-castro.html</p>

  • 1/08/2013 16:27

    <p>muy bueno el texto de Marina (como siempre). Vi todas las peliculas de Matias en el BAFICI y, si bien El hombre robado y Todos mienten no me hab&iacute;an terminado de convencer, Rosalinda y Viola me reconciliaron con este director que no s&eacute; si llega a los 30 a&ntilde;os. Un diamante en bruto, un talento para seguir.</p>

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