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San Sebastián 2017: Excelente cosecha del cine argentino + Críticas de las películas premiadas
-Alanis ganó las estatuillas a Dirección (Anahí Berneri) y Actriz (Sofía Gala Castiglione).
-Una especie de familia obtuvo la de Mejor Guión.
-La Concha de Oro fue para The Disaster Artist, de y con el estadounidense James Franco.
Dos premios oficiales y uno paralelo (el de la Cooperación Española) ubicaron a Alanis como el film más premiado de la 65ª edición del Festival de San Sebastián. Además, Berneri se consagró como la segunda mujer en ganar la distinción a Mejor Dirección en la historia de esta muestra. Por su parte, Una especie de familia, de Diego Lerman, tuvo un doble reconocimiento: en la muestra vasca se quedó con el rubro de Mejor Guión, mientras que en la de Biarritz (Francia) consiguió el de Mejor Actor para Daniel Aráoz.
Palmarés completo de la Competencia Oficial de San Sebastián (con reseñas o links a nuestras críticas):
-Concha de Oro a Mejor Película: The Disaster Artist (Estados Unidos), de James Franco
-Premio Especial del Jurado: Handia (España), de Jon Garano y Aitor Arregi
Uno de esos cuentos que lo tienen todo para ser fascinantes pero que, por distintos motivos, terminan siendo un tanto agotadores, como cuando uno le cuenta una historia a un niño para que se duerma y el niño no se duerme y el cuento comienza a volverse repetitivo. Eso es Handia. Una de esas historias que en papel suenan fascinantes –y que probablemente en la vida real lo hayan sido– pero a la que los realizadores (del mismo equipo de los que hicieron Loreak) no le han encontrado una forma cinematográfica capaz de sacarle el máximo jugo posible.
En el País Vasco, en medio de cambios políticos a principios del siglo XIX, uno de dos hermanos va a la guerra y, al volver, se topa con que su hermano menor ha crecido al punto de convertirse en un hombre de 2,20 metros. Es ya un mito del pueblo, pero para el gigante en cuestión la cosa no es tan sencilla ya que su altura es un verdadero problema ya que, además, sigue creciendo sin parar. Necesitados de dinero, empiezan a hacerlo recorrer pueblos, ciudades y países en una suerte de freak show popular por el que la gente paga dinero. A ninguno de los dos les gusta demasiado hacerlo, pero es su medio de vida. Y la necesidad —-el otro hermano regresó de la guerra con un brazo inutilizado y no hay muchos trabajos que pueda hacer– los lleva por caminos impensados.
Muchas cosas pasarán a lo largo de los viajes, las idas y las vueltas de estos hermanos y la película, de ritmo y tempo pausado, las cuenta con cuidado y elegancia, bordeando en cierto preciosismo de salón un tanto innecesario. Handia nunca está contada como un relato fantástico ni extravagante por lo que la película nunca sale del clasicismo del antiguo relato de época pese a tener a un personaje central que permitiría que la película se volviera un tanto más, digamos, “timburtoniana”. Pero no. El pulso es siempre cadencioso y por momentos épico, y hay una necesida excesiva de mostrar paisajes como si fuera un prerequisito de los financistas locales, lo cual le quita nervio, tensión y extrañeza para volverla un cuento que, a los 114 minutos, se vuelve un tanto cansino.
No hay dudas de que es una bella película y realizada con el máximo cuidado y prolijidad. Pero acaso esta historia (que alguien definió como la de “el hombre elefante vasco”) necesitaba un espíritu más cercano al de David Lynch o de un Guillermo del Toro que la caligrafía manierista, la fotografía demasiado perfecta y el ritmo de cuento para la hora de la siesta de esta película. DIEGO LERER
-Premio a la Mejor Dirección: Anahi Berneri por Alanis (Argentina)
-Concha de Plata a la Mejor Actriz: Sofía Gala Castiglione por Alanis (Argentina)
-Concha de Plata al Mejor Actor: Bogdan Dumitrache por Pororoca (Rumania)
La película se centra en una pareja con dos hijos que lleva una vida en apariencia muy feliz y tranquila en Bucarest, la que se interrumpe bruscamente cuando en un parque de la ciudad su hija de cinco años desaparece cuando está con su padre en los juegos infantiles.
Con 150 minutos de duración, la película se toma su tiempo para mostrar la vida de los protagonistas hasta llegar a ese momento clave y dramático que, también, es contado casi en tiempo real. De allí en adelante la película será una historia de disoluciones, tanto matrimonial como personal, ya que el padre entra en una espiral irrefrenable que va de la impotencia a algo parecido a la locura, mientras a su manera trata de encontrar a su hija.
Siendo rumana, obviamente, la película no pondrá el eje en una trama detectivesca sino que se enredará en burocracias imposibles y discusiones legales que derivarán en que el personaje empiece a pensar que no le queda otra que volverse él mismo el perseguidor, algo que el filme cuenta de manera puramente visual. Si bien uno puede encontrar algunos atisbos de fórmula en la película (al menos en relación al sistema narrativo usual en los rumanos) y su final tiene aristas un tanto discutibles, Pororoca es de esas películas que se meten bajo la piel e incomodan, poniendo al espectador a enfrentarse a algunos miedos difíciles de manejar, pasando de la identificación a la distancia con el cada vez más desesperado y desesperante protagonista. DIEGO LERER
-Premio del Jurado al Mejor Guión: Diego Lerman y María Meira por Una especie de familia (Argentina)
-Premio a la Mejor Fotografía: Florian Ballhaus por The Captain / Der Hauptmann (Alemania), de Robert Schwentke
Otros galardones:
-Premio Kutxabank-Nuev@s Director@s: Le semeur (Francia), de Marine Francen
-Premio Horizontes Latinos: Los perros (Chile), de Marcela Said
Reconozco una dificultad central con muchos filmes chilenos sobre la dictadura, especialmente los de ficción. A diferencia del cine argentino (o de la Argentina en general), la sociedad chilena ha sido mucho más ambigua y menos determinada a la hora de juzgar los crímenes de la época de Pinochet. Y muchos films de hoy –en los que miembros de la alta sociedad, cuyos familiares fueron cómplices y parte de ese gobierno, descubren esas conexiones– me resultan un tanto viejos y algo banales, como si estuviera viendo remakes de La historia oficial, una película hecha aquí en 1985, menos de dos años después del fin de la dictadura.
Aceptando esas diferencias –a las que hay que sumar que buena parte de la clase alta chilena sigue defendiendo algunas o muchas de las cosas que se hicieron durante la dictadura y que el sistema económico neo-liberal en extremo no cambió demasiado–, Los perros plantea una situación clásica, ligada al descubrimiento que una mujer (Antonia Zegers) hace respecto al rol no solo de su familia sino de buena parte del universo que la rodea en esa criminal etapa del país.
Si bien cuesta creer que a casi tres décadas de la caída de Pinochet haya gente de 40 años que no sepa mucho lo que pasó en esos aciagos tiempos, esta joven altiva, orgullosa y un tanto insoportable entra en una relación casi perversa de maestro-alumna con un profesor de equitación cuyo pasado ligado a crímenes de la dictadura es, por decirlo suavemente, más que dudoso. Pero más que ponerse en investigadora, a Mariana la situación parece excitarla, llevándola a alejarse de su marido para flirtear con el veterano y denunciado ex militar (Alfredo Castro), entre otras personas. Se ve que meterse a lidiar con la dictadura, de algún modo, la excita.
El juego, un tanto perverso y a la vez bastante banal, intenta subrayar la ceguera de la clase alta chilena respecto a los crímenes cometidos en su país. El tema no necesita una película para ser entendido ya que es bastante evidente. Si lo necesitara, de todos modos, la película no sería esta sino algo más parecido a El pacto de Adriana que pone en conflicto de forma más honesta y menos forzada una similar situación de tardío descubrimiento. La película de Said quiere jugar con los límites y reglas que la clase alta chilena ha roto y sigue rompiendo –empezando por las evidentes y casi caricaturescas negaciones, que incluyen estereotipados personajes de la clase alta argentina, como el que sobreactúa Rafael Spregelburd–, pero se queda a mitad de camino en un juego pícaro que es más banal que provocativo. DIEGO LERER
-Premio Zabaltegi-Tabakalera: Braguino (Francia), de Clément Cogitore
Una voz en off habla de un sueño recurrente. Las imágenes nos muestran un helicóptero aterrizando. De repente aparecen en plano un puñado de niños rubios, casi albinos, y una cartela nos indica que estamos en la Siberia oriental. El helicóptero trae a Clément Cogitore, el director, y a su equipo de rodaje a Braguino, llamado así debido a su fundador. No estamos en un pueblo propiamente dicho; estamos a más de 700 kilómetros de la civilización y en un paraje al que sólo se puede acceder por mar o aire. Sus únicos habitantes son dos familias: los Braguino del título y los Kiline. Pero no se hablan. Hace ya años que cada uno se repartió las tierras y viven allí, divididos por el río y alejados de todo, especialmente, entre ellos mismos.
Braguino, la ganadora del premio Zabaltegi-Tabakalera de esta edición del festival de San Sebastián, se acerca, en sus 49 precisos minutos, a este paraje nacido 30 años atrás y, en especial, a una de las familias. Cogitore capta a la perfección una realidad que mientras en ocasiones es mágica, en otros instantes resulta totalmente perversa. El día y la noche traen consigo una diferencia capital a la hora de rodar el paisaje, del mismo modo que lo hace el hecho de rodar el mundo adulto y el de los niños. Mientras los primeros se dedican a narrar a cámara, con odio, las vicisitudes que sus vecinos les hacen pasar (la conspiranoia llega a tales niveles que incluso se plantean la posibilidad de estar bajo escucha), los niños se dedican sencillamente a mirar. En ese sentido, una de las secuencias más bellas de la película es aquella que muestra a un puñado de infantes, de uno y otro bando, en la misma orilla del río. Los dos grupos no llegan a hablar, pero tampoco dejan de observarse, como intentando entender aquello que sucede entre ellos sin conseguirlo
El enfrentamiento entre las dos familias es, pues, capital para el director de Ni le ciel ni la terre, pero no es ni mucho menos el único de sus intereses. A Cogitore también le interesa asistir al proceso de destrucción llevado a cabo por los invasores del espacio. Estos, denominados los “corruptos” por la familia protagonista, son grupos de hombres que aterrizan con helicópteros dispuestos a cazar en tierras que no les pertenecen. El acto es ilegal pero poco importan las normas y principios en una tierra de nadie… Tanto en este acto como en la manera en que se rueda el espacio, Braguino tiene algo de retrato del final de una época, tanto respecto a los demonios externos como a los internos de sus protagonistas.
Otro de los instantes definitorios es esa caza del oso por parte de la familia que tiene lugar en mitad de la película. Es uno de los pocos instantes en que los protagonistas se refieren directamente al equipo de rodaje (“¿Tienes miedo?” preguntan mientras el oso está peligrosamente cerca de ambos). La cacería y el destripamiento del animal no son en ningún caso tratados con violencia, sino con todo el respeto que da el saber que la familia mata para subsistir. Ello dará pie a una de las imágenes más potentes de todo el documental: aquella en que mientras, fuera de campo, los cazadores deciden realizar una oración por el animal, la cabeza desmembrada del mismo nos observa desde un tronco para acabar cayendo al suelo por su propio peso. Cuando más adelante observamos a una de las hijas pequeñas de la familia, rubia y con vestido rosa, calzando los pies del oso como zapatillas, la imagen es al mismo tiempo terrorífica y preciosa. Algo similar a lo que puede decirse de la propia película. ENDIKA REY
-Premio del Público Ciudad Donostia-San Sebastián: Tres anuncios a las afueras de Ebbing, Misuri (Reino Unido-Estados Unidos), de Martin McDonagh
-Premio del Público / Mejor película europea: Custodia compartida / Jusqu'à la garde (Francia), de Xavier Legrand
Una de las mejores y más intensas películas recientes en combinar realismo social –trata temas de actualidad como la violencia de género en relación con el divorcio– con algo más ligado al thriller, Jusqu'à la garde, la ópera prima de Xavier Legrand, va pasando, sin prisa pero sin pausa, de una suerte de retrato en tono casi documental de las dificultades y penurias de un divorcio en el que se sospecha que existe actos violentos de parte del marido a algo más parecido a la más intensa, pero realista a la vez, película de terror. Uno sale de esta ópera prima de Legrand –que continúa la historia de un corto nominado al Oscar con los mismos personajes– shockeado, impactado, con el corazón en la boca y buscando aire. Es posible que Legrand abuse de algún que otro efectismo sobre el final, pero reconocerlo no quita el impacto.
Jusqu'à la garde –ganadora del premio a la mejor ópera prima y mejor director del reciente Festival de Venecia– comienza casi como un detallado drama legal, con una larga escena de más de diez minutos en la que vemos a la pareja divorciada, sus respectivos abogados y una jueza esgrimiendo sus motivos y razones por las cuales, según ella, la custodia de sus hijos debería quedar solo para ella y, según él, debería ser compartida. Ya el aspecto de rugbier retirado da a entender que pese a sus caras de buenazo en la audiencia, Antoine no debe ser un tipo sencillo, pero su abogada esgrime motivos (no hay pruebas de los actos de violencia de los que se le acusa) y, apoyándose en el beneficio de la duda, la jueza decide aceptar que los fines de semana el hijo de once años lo pase con su padre. La hija mayor está a punto de cumplir 18 por lo que queda excluida del régimen de visitas.
El niño y la madre le tienen tanto pánico a Antoine que él no sabe ni donde viven (lo recoge en la casa de los abuelos), ni tiene el celular de su ex esposa y ella se niega a verlo. Al chico no le queda otra que cumplir con la ley y, aun cuando trata de excusarse inventando enfermedades, tiene que pasar el fin de semana con su papá, le guste o no. El film juega allí una apuesta inteligente ya que, compartiendo esos días con su padre y abuelos, la experiencia del niño si bien no es del todo cómoda ni demasiado entretenida, tampoco da para temer por su salud o su vida, al punto que uno hasta puede entender la frustración de este padre al que le mienten, le ocultan cosas y en apariencia lo transforman en un monstruo.
Pero en este caso las apariencias no engañan y la bronca y furia contenidas de Antoine empiezan de a poco a hacerse notar. Al principio, es cierto, pueden parecer justificadas, pero sus reacciones ante las mentiras del niño y de su ex son un tanto virulentas e intensas. Una discusión sobre cambiar un fin de semana de visita en función del cumpleaños 18 de la hermana precipitará lo que de a poco se ve venir. El padre frustrado se va enojando más y más, y la confusión se vuelve manipulación y de ahí a la violencia solo hay un par de pasos.
La última parte del film es de una tensión insoportable, como la película argentina Refugiado, de Diego Lerman, pero en versión que parece de John Carpenter. Toda esa tensión que va creciendo a lo largo del relato explota allí generando una de las secuencias emocionalmente más angustiantes que vi en mucho tiempo. ¿Que puede ser un tanto excesiva en relación a lo que se venía contando? Acaso lo parezca en la apretada construcción ficciónal, pero es claro que los disparadores para esa contenida violencia están planteados de entrada y cuando la situación se pasa de ciertos límites –o, mejor dicho, cuando Antoine se pasa de ciertos límites– ya no hay vuelta atrás. Y el resto de la familia vivirá algo muy parecido a una película de terror de la vida real. Algo que, lamentablemente, no pertenece al universo solo de la ficción. Es habitual, demoledor y terrible. DIEGO LERER
-Premio TVE – Otra Mirada: Custodia compartida / Jusqu'à la garde (Francia), de Xavier Legrand
-Premio Irizar al Cine Vasco: Handia (España), de Jon Garano y Aitor Arregi
-Premio Cooperacion Española: Alanis (Argentina), de Anahi Berneri
-Premio de la Juventud (Eroski): Matar a Jesús (Colombia), de Laura Mora Ortega
La colombiana Laura Mora Ortega clausura Matar a Jesús con una dedicatoria a su padre. Toda la película gira en torno a su memoria: un hombre asesinado por un sicario por defender sus ideas. Lo mismo ocurre en la película: la protagonista, una joven estudiante de Bellas Artes, apasionada de la fotografía, es testigo del asesinato a balazo limpio de su padre, un profesor de la Universidad siempre dispuesto a decir la verdad, en una calle de un barrio residencial de Medellín. Aunque la cineasta no ha querido desvelar hasta qué punto la trama y la realidad corren en paralelo, convergen o se separan radicalmente, el caso es que aquí la chica decide, ante la ineptitud de Policía y poder judicial, tomarse la venganza por su cuenta.
Mora entrega así una película que tiene mucho de denuncia, así como de confesión sentimental, pero por encima de todo plantea un interesante debate moral a raíz de la relación que se establece entre el asesino y la hija de su víctima. Una relación que habla de los orígenes de la violencia y de cómo la sociedad va plantando semillas para que esta surja entre las clases más humildes. Mora compite en la sección de Nuevos Realizadores del Festival de San Sebastián con su segunda película. Antes había dirigido Antes del fuego (2015), sobre el asalto al Palacio de Justicia de Colombia, un hecho que cambió la historia de su país de una manera definitiva; y también había codirigido, junto a Carlos Moreno, la serie Escobar, el patrón del mal, que produjo la televisión de su país. Con Matar a Jesús, la cineasta sigue acometiendo retratos socio-políticos colombianos, aunque esta vez se sumerge en los bajos fondos urbanos y también humanos.
La propia directora cita como una referencia crucial el estilo neorrealista de Víctor Gaviria –es conveniente ver la película con subtítulos porque está repleta de argot callejero–, y la sombra de La vendedora de rosas (1998) y, sobre todo, de Rodrigo D. No futuro están muy presentes en el film. Al igual que lo está la literatura de Fernando Vallejo, en especial su novela La virgen de los sicarios, que retrata los ambientes marginales con la misma aspiración casi documental que lo hace esta película.
Construida alrededor de la tensa dinámica que se establece entre los dos protagonistas, Matar a Jesús plantea numerosas preguntas en torno al acto de la venganza, para acabar hablando de redención, pena y culpa. Así, una película muy terrenal, aferrada a la realidad, y que retrata situaciones cotidianas del día a día de la parte más violenta (y sin control) de Medellín se desplaza brillantemente hacia el drama interno, va adquiriendo un tono asfixiante y tenso, además de ofrecer una postal nada condescendiente de una realidad social. Una foto perfectamente definida que lleva la firma de esa joven protagonista que nunca se separa de su cámara y que quiere vengar la memoria de su padre. FERNANDO BERNAL
-Premio Signis: La vida y nada más (España), de Antonio Méndez Esparza
Con su primera película, Aquí y allá, Antonio Méndez Esparza obtuvo en 2012 el premio de la Semana de la Crítica del Festival de Cannes. Con su segundo film, La vida y nada más (Life and Nothing More), el director madrileño, formado como cineasta en EEUU –un detalle muy importante a la hora de abordar este film–, compite en la Sección Oficial de esta edición del Festival de San Sebastián. Avalado por el premio del certamen francés, se esperaba mucho de este segundo trabajo, que abre nuevas vías y propone un dispositivo distinto (aunque manteniendo de fondo temas y preocupaciones de carácter social) respecto a su ópera prima que transcurría en México. Méndez Esparza rueda ahora en EEUU una historia que sucede en un barrio humilde dentro de una comunidad afroamericana y que está protagonizada por una madre, cuyo marido está en prisión, y su hijo adolescente, que a la vez se hace cargo de su hermana pequeña de tres años. Sigue teniendo el cine de Méndez Esparza esa vocación de emocionar como lo tenía el primer film. Pero aquí lo hace a partir de la ficción, dejando la mirada documental casi como coartada para las secuencias de transición, aunque sí sigue fijando su atención en las relaciones familiares.
Si en Aquí y allá acompañaba a un personaje real desde EEUU hasta el Estado de Guerrero en México para reencontrarse con su familia, aquí vemos el viaje en sentido opuesto: la familia es la que se está descomponiendo. Un padre ausente, una madre que sólo tiene tiempo para trabajar y un adolescente que parece querer seguir la senda de su progenitor y busca las vueltas a la justicia robando coches. Y lo hace con una planificación discreta, que aboga por la mirada distanciada, planos generales en los que los protagonistas se mueven mientras la cámara se queda fija, como si el director no quisiera invadir su vida cotidiana, sólo levantar testimonio de ella. Por ahí se sigue colando esa cierta tendencia a documentar que se apoya en la fotografía de luz neutra, pero que subraya los necesarios matices de Barbu Balasoiu, operador que ha participado hace muy poco en Sieranevada (2016), del rumano Cristi Puiu, y que debutó en el cine con el primer trabajo de Méndez Esparza.
Pero el elemento narrativo que sostiene el film es la elipsis. No hay que contar todo lo que le sucede a la familia. Méndez Esparza (basándose en una soberbia labor de montaje) deja fuera de plano muchos momentos y juega con los tiempos narrativos para conseguir escenas que en su interior se comportan como si fueran pequeños relatos. El espectador entra en la historia a golpe de continuas elipsis, lo que es un acierto a la hora de sincronizar el ritmo justo para el drama, sin caer nunca en la provocación sentimental fácil e innecesaria. Puede pecar la película de cierto aire de cine indie estadounidense –el que, durante un tiempo, se convirtió en un estilo canónico–, pero lo cierto es que sabe encontrar su propia voz y, sobre todo, atrapa con esta historia de una familia afroamericana rodada por un español que acaba mostrándose como universal. FERNANDO BERNAL
-Premio Signis Especial 60 años: Matar a Jesús (España), de Laura Mora Ortega
-Premios Feroz de la crítica: The Disaster Artist (Estados Unidos), de James Franco
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