Columnistas

Muchas preguntas (y algunas respuestas) sobre el modelo Netflix y el éxito de “Stranger Things”

Sol Santoro y Maia Debowicz
Dos textos que reflexionan sobre nuevas tendencias de consumo y comercialización.

Publicada el 07/11/2017

Texto 1, por Sol Santoro

Sin taquilla ni rating: Un modelo con más preguntas que respuestas

Dentro del modelo de negocio de las grandes salas de cine (las comerciales, por ponerlo de algún modo) lo que importa es la taquilla. Si una película vende entradas, se gana su lugar en la semana siguiente. Si los espectadores apenas alcanzan para ocupar unos pocos butacones, y sin importar de qué modo se hizo ese film, la copia se retira. Vale lo que vende y, en esa lógica, no son pocos los títulos que apenas llegan (en el mejor de los casos) a asomarse con mucho esfuerzo a una ventana que les queda incómoda y desajustada. Producción y exhibición están en muchos casos divorciados, y es en este conocido terreno donde puede que los números ayuden a entender este fenómeno y, en el mejor de los casos, a pensar cómo la distribución puede buscar alternativas.

En la tele todo es bastante similar, solo que en lugar de tickets lo que se venden son minutos de aire. Que un programa funcione, nuevamente, depende de cuántos televisores haya prendidas. De un modo ligeramente más indirecto, la cantidad de espectadores paga. Taquilla y rating son entonces dos caras del mismo esquema económico, uno en el que -pensándolo del modo más sencillo- cada sujeto-visualización cuenta.

Pero no todo puede medirse en entradas cortadas o en personas frente a las pantallas de sus casas. Puntos, cantidad de espectadores, picos de rating, minuto a minuto: todo lo que parecía tan sólido se desvanece en el aire. En el mundo de las maratones y el contenido a demanda, ese que cada uno consume dónde, cuándo y cómo quiere, la cantidad de espectadores se desdibuja como variable. Entonces, ¿cuál es modelo de negocio en plataformas no lineales? ¿Cuáles son las normas en un mundo que ha cambiado por completo el valor de los indicadores? Y en medio de todo este cambio de paradigma, ¿existe un lugar para el autor?

Antes de Netflix o cualquier otra plataforma hubo quienes encontraron en el concepto de exclusividad una mercancía valiosa, el contenido valía por sí solo en un terreno acostumbrado a ganar durante la tanda. HBO, como señal premium, hace mucho que dejó de tener publicidad. Incluso hoy, en cualquiera de sus canales del paquete, el corte no es más que un momento para repasar algunos de sus otros productos. Nada de niños frenéticos vendiendo jugos o galletitas con chispas de chocolate, nada de ¡Llame ya! ni de productos dietéticos repletos de promesas. Se trata, entonces, de vender un servicio a la mayor cantidad de personas que sea posible, alrededor del mundo y anclado en producciones que nadie (o casi nadie) puedan tener al mismo tiempo (y también el merchandising y otros derivados pero por ahora eso lo vamos a dejar a un costado). Con el tiempo y cruzadas por las tecnologías Over The Top, históricos canales premium agregaron algo más parecido a una videoteca virtual que a un servicio nativo de streaming (HBO Go, Fox Play, etc.). Online, los usuarios del servicio pueden acceder al contenido desde el momento en el que estrena en los canales.

Pero las OTT nativas nacieron haciéndose otras preguntas (el nombre hace referencia a pasar por encima porque es un servicio que va directo del “canal” al usuario, utilizando Internet, y sin necesitar operadoras de cable o terceros de ningún tipo para esa transacción). Desde el comienzo, la idea de taquilla o rating resultó obsoleta. Netflix (y todos sus servicios primos hermanos) no vende entradas ni publicidad, venden un servicio 24/7: comodidad, disponibilidad y ¿variedad? Un solo precio para un sinfín de producciones realizadas en condiciones de lo más disímiles, y que se vende directamente al usuario.

¿A qué valores, números o indicadores aspira ahora, entonces, un estreno? La cantidad de espectadores, en un contexto en el cual a todo puede accederse vía torrent, ya no es el principal diferencial. Se trata ahora de la capacidad de los contenidos de generar espectadores que, además, estén dispuestos a pagar por un servicio que no solo incluye ese contenido.

Y por supuesto que eso no se puede medir de un modo tan lineal. Todo debe pensarse en el marco de una industria que extiende su público tanto como sea posible. Ya no se trata de potenciales espectadores alrededor de una sala, el streaming contempla un público sin fronteras geográficas. Para ello, por supuesto, que las producciones sean originales del servicio que las exhibe es un notable ahorro de papeleo en relación a los derechos y limitaciones de distribución.

¿Qué hace que los suscriptores pidan el mes gratis de Netflix? Y, lo más importante, ¿qué hace que se queden? Puede que sea un programa, la idea de que la mayoría de las producciones estén hechas para consumir sin freno, la comodidad de tenerlo en cuantas pantallas sea posible y a un click de distancia, o el algoritmo que promete que cada propuesta será más acertada que la anterior (hasta la biografía de Twitter del servicio promete maratones, poniéndose casi de la vereda de enfrente de canales como HBO cuyo trabajo de marca se ancla en la idea de TV de calidad).

El gigante del streaming no entrega mediciones, o al menos no lo hace metódicamente. Es imposible saber cuánta gente ve Stranger Things, The Crown o las incorporaciones de Bollywood. Es difícil saber por cuál llega cada usuario y por cuáles otras se queda, cuáles tientan por su aficha, su sinopsis o su campaña en redes.

Así, el catálogo se ensancha y alarga cubriendo todos los frentes. Variado pero específicamente customizado. Y, aunque esto último a veces sea una ilusión (las campañas de marketing segmentan tanto a su público digital que a cada persona le llega la promoción de un estreno más vinculada a sus gustos previos), lo cierto es que todavía hay más incógnitas que certezas alrededor de cómo y para quién producen estas empresas. ¿Expandir los gustos abriendo la posibilidad de que filmen autores como Bong Joon-ho o producir series a la carta que tengan todo lo que el público quiere ver y conformen sin crear más que una reproducción de gustos preexistentes? Sorprender y crear o cumplir con el fan, alrededor de allí está la cuestión. Tal vez, que ambas convivan depende de cuánto exija el encargado de apretar Play.

Que sea lo más mundial posible permite, por un lado, que se puedan producir cosas que la distribución en salas atada al corte de tickets no podría encarar jamás. El nicho se puede convertir en algo masivo si se recolectan a todos los nichos del planeta. En ese sentido, pareciera haber una posibilidad.

Pero, por otro lado, la lectura del modelo de consumo es un gigante que la mayoría no conocemos. Pocos saben hasta qué punto cada reacción de cada usuario es analizada y metida en un algoritmo que luego será analizado de forma detallada. Esos datos son aún más exclusivos que los contenidos que proponen y el gran público los alimenta sin saber sus resultados. Allí, justo al lado de darle la posibilidad a un autor de encontrar a sus seguidores en todo el globo, está la de hacer un producto on demand en donde estén medidos la intriga, el llanto y cualquier otra emoción en dosis casi químicas, en fórmulas que poco tengan que ver con la capacidad creativa.

¿Puede convertirse el más masivo de los servicios en una posibilidad real para producciones que quedan al margen de los cines y la televisión lineal? ¿Hay forma de que la tarifa plana proponga un modelo de convivencia más justo para gigantes y pigmeos de la producción o, al contrario, unos terminarán devorándose a los otros otra vez? Hace un tiempo que se habla de la posibilidad de poner tarifa plana en cines norteamericanos, algunas pruebas dando vueltas desafían los esquemas. Las salas, entonces, podrían estar disponibles más allá del costo de cada uno de sus contenidos, compitiendo directamente con otras tantas formas de entretenimiento (y entre ellos, el scrolleo en las redes sociales). ¿Podrá el arte, entonces, abrirse un espacio a los codazos? ¿Estamos dispuestos a buscar propuestas verdaderamente desafiantes en medio de todo esto? Por lo pronto, podemos empezar por preguntarnos de qué está hecho el éxito, qué y por qué elegimos entre las mil y una posibilidades de consumos a la carta.





Texto 2, por Maia Debowicz

Pacto de sangre falsa... o cómo los creadores de "Stranger Things" lograron seducir a una legión de espectadores

Cuatro niños nerds pasean por un pueblo en bicicletas. Se comunican por walkie talkies. Viven los peligros como si fuera un juego de rol. Luego de una exitosa primera temporada, Stranger Things, creada por los hermanos Duffer y producida por Shawn Levy para la plataforma de streaming Netflix, tenía el desafío de contentar a los fanáticos que durante 2016 y parte de 2017 se disfrazaron en sus cumpleaños de Eleven, luciendo un viejo vestido blanco y sosteniendo una caja de waffles hecha con cartón y una impresión casera, con colores tímidos.

Más allá de una ampliación de presupuesto y elenco, y las paletas que por fin le crecieron al pequeño Dustin, no hay grandes diferencias argumentales ni estéticas entre la primera y la segunda temporada. La fórmula se repite, un collage con sensibilidad publicitaria que replica, recorta y pega, una tras otra escenas calcadas de películas conocidas por todos, que funcionan como un refugio emocional para el espectador treintañero melancólico y el cuarentón nostálgico. Esa nostalgia de los años '80 teje trampas sentimentales, y la mayor trampa es: Stranger Things no refleja los años '80, sino un puñado de películas que fueron filmadas en la década del VHS y los colores flúo, pero que poco dicen de esa época.

Es en ese gigante recorte donde nace el pacto de fidelidad adictiva: lo que el espectador reconoce son guiños que tienen más que ver con la cultura popular más anodina y ATP de los '80. Así, la década de Reagan, Nicaragua, Malvinas, Thatcher y Chernobyl se transforma en un lugar soñado y a salvo, donde el terror es una masa abstracta que provoca (pocos) sustos en CGI. Incluso la, posible, alusión al desastre de Chernobyl, esa planta industrial que libera una amenaza desconocida y letal, se antoja tan básica y naif que uno se pregunta si fue deliberada o accidental.

La década que los creadores y productores parecen conocer bien, esa sí, es la de los '90. Y son esas influencias, X-Files y Escalofríos, las que se sienten más auténticas y bien procesadas. Claro que unos autores, directores y productores pueden hacer lo que quieran, o puedan, pero en Stranger Things todo huele a falso. Y es en esa falsedad, esa tibieza, en donde esta segunda temporada redobla la apuesta. Presentando un mundo donde nada es algo, ni hace algo para serlo. Los militares no son del todo malos, los científicos tampoco, los policías son buenos, los padres son indolentes o desesperados, pero ya lo eran antes de que todo comenzara.

Así, y muy conscientes, donde la banda sonora sugiere Carpenter apenas si tenemos una versión diluida de Los Goonies, o de Súper 8, de J.J. Abrams, otro intento de construir un diorama de los ochenta, poblado por esos niños en bicicleta que filman películas y hablan en código. Si esta serie tomara una decisión, hablara de los ochenta, de su cultura, su política y sociedad; si decidiera revelar un enemigo aterrador y concreto pasado o presente, el pacto no funcionaría. Es en lo genérico, lo vacío, la imitación de la imitación hasta llegar al cliché donde la serie funciona. Donde logra atrapar público como si pescara con medio mundo.

Y no es casual que arrase en sectores del público que hablan de los '80 sin haberlos vivido, como ese lugar kitsch, pop, con olor a milkshake y sonidos de sintetizadores. ¿Ser genérico es la clave fundamental para que una obra sea popular y amague con lo masivo, levantando la bandera del éxito? Los creadores de Breaking Bad, Mad Men y Rick & Morty demostraron que no, con apuestas arriesgadas, desde lo argumental y lo formal. Stranger Things elige el camino opuesto y se transforma en ese consolador cartel de hamburguesería conocida que nunca defrauda, aunque el sabor y las proteínas en sus combos brillen por su ausencia.


Sobre las autorasEl Club de las Cinco nació en julio de 2017 como un proyecto de cinco periodistas, entre críticas de cine y editoras, que buscaban una excusa para hablar de lo que más les gusta. Una vez por semana, entre picadas y vino, Luciana Calcagno, Micaela Berguer, Sol Santoro D'Stefano, Maia Debowicz y Griselda Soriano se reúnen alrededor de una mesa a discutir sobre películas y series con una mirada analítica pero desprejuiciada, seria pero entretenida, informada pero no aburrida.

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COMENTARIOS

  • 11/11/2017 11:50

    Interesante mirada periodística. Quizas la ?pasion? x el seriado no se emparente tanto con una mirada ?de autor? donde forzosamente toda la critica entusiasta en busca de un horizonte laboral ha querido enmarcarla sino con el ejercicio morboso de sostener una sola idea por el mayor tiempo posible en busca de un mercado de gondola replicable y sustentable como modelo de negocios. Ahí está el éxito del modelo Netflix. Hay series tan inconsistentes para la mirada entusiasta como Gypsy o la que escribí reseñadas con indiferencia y otras con presupuesto 100 a 1 reseñadas como genialidades, el caso de Stranger Things es el mas notorio y abyecto. Nadie puede sostener un ejercisio episodico original x mas de 6 capitulos x mas entusiastas morbosos con demasiado tiempo y accesorios electronicos con los que contemos. BBC lo sabe. La TV es el negocio de Ocio y el Entetenimiento no un espacio de dialogo intelectual sofisticado, para eso esta aún el cine que lo hace mucho mejor y que tiene como defenderse x fuera del mercado. Saludos

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