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Cine argentino
Clarisa Navas y el cine de la periferia
A propósito del estreno en el MALBA de El príncipe de Nanawa publicamos este ensayo sobre la filmografía de la directora correntina realizado en el marco del Taller de Crítica organizado por Otros Cines.
¿Cómo escribir ante aquello que te deja inmóvil, suspendida en el espasmo? ¿Qué análisis puede surgir cuando es el cuerpo el que responde antes que el pensamiento? A veces, basta un encadenamiento de imágenes y sonidos para provocar el temblor más profundo, como el aleteo de una mariposa que resuena en lo lejano. Entonces, las palabras —frágiles y pasajeras— se disuelven hasta perderse, como el vapor que empaña el reflejo de un espejo.
Lucrecia Martel alguna vez dijo que las películas que se piensan demasiado logran sacudir el mundo de quien las mira. Y es en ese temblor —en la incomodidad que despiertan las preguntas— donde habita, acaso, la verdadera potencia del cine. Entonces, la idea, la sensación, lo ajeno, se deslizan por encima de la forma como un rumor persistente que nos recuerda que el cine es, antes que nada, vivencia: algo que nos atraviesa, que nos desarma y nos vuelve a armar.
Así, la política del acontecimiento, del encuentro, de lo compartido, se vuelve más urgente, más vital. Ya no importa tanto el cómo, sino el qué. ¿Tiene relevancia, en verdad, que la cámara enfoque? ¿Que el personaje no se escape del encuadre? ¿Que el sonido no desborde ni acalle el diálogo? Lo que importa —lo que permanece— es que cada decisión encarne una intención, una ética, una poética.
La cinematografía de la correntina Clarisa Navas parte, justamente, de esta intuición que excede la teoría formalista del cine para proponer —y vislumbrar— una lectura proustiana: donde lo central no es la estructura, sino aquello que acontece en el tiempo. Lo que vibra, lo que persiste, lo que transforma. Una propuesta antisistémica y anticapitalista, corrida de lo pactado, cercana al Dogma 21, desde su forma de producción hasta su puesta en plano, que sostiene una coherencia y un compromiso con el cine para contar desde lo que se conoce, desde lo que se encarna, desde lo que se silencia.
Uno podría decir que el concepto que vincula toda su filmografía —compuesta por Hoy partido a las 3 (2017), Las Mil y Una (2020) y El príncipe de Nanawa (2025)— es el de la frontera: en su deseo y en su urgencia. La frontera —esa especie de eureka— no solo como línea que separa territorios, sino también —y, ante todo— como espacio de tensión, periferia, cambio.
HOY PARTIDO A LAS 3
Su ópera prima ubica la trama en el litoral argentino, donde el equipo de Las Indomables aguarda el comienzo de un torneo de fútbol barrial femenino. La película nace en ese tiempo suspendido de la espera, y es allí, en una tarde calurosa, donde florecen los deseos, los conflictos, las verdades que suelen quedar fuera de foco. Desde su primer gesto, Clarisa encauza una realidad casi invisible en la ficción argentina: el fútbol entre mujeres. En diálogo con ella, cuenta que era “algo que pasaba comúnmente pero que estaba ahí, oculto”. Los grandes directores saben iluminar desde las sombras.
Es en ese mientras tanto donde se mezclan los deseos lésbicos con las heridas abiertas del contexto: los pactos políticos de los poderosos, la amenaza del dengue, las cloacas que se desbordan, la obra pública abandonada. Entre sueños de selección, tererés compartidos y cuerpos deseantes, el transcurso de la película amasa problemáticas alrededor de una explanada que, más que una cancha, es un espacio de reencuentro, pertenencia e identidad.
En lo formal, la película se mueve como pez en aguas mixtas: documental y ficción se estrechan sin límites precisos. Al género cinematográfico se lo ha comparado con un gran diccionario ordenado por conceptos y categorías —algo así como separar peras de manzanas—. Hoy partido a las 3 hibrida con naturalidad: lo documental vibra en las jugadoras reales; lo ficcional le da juego a la trama, como si la historia necesitara de ambas formas para ser contada. Otra vez, el concepto de frontera se vislumbra.
LAS MIL Y UNA
Su segunda película retoma los conceptos explorados en su ópera prima. Iris pica la pelota mientras camina por los monoblocks del barrio periférico Las Mil Viviendas, en Corrientes. Ese plano secuencia no solo la presenta: también revela el mundo que la rodea. Un barrio de clase media baja donde las voces susurran, donde los piropos se lanzan como dardos desde lo sombrío y la mirada ajena esconde el tabú de toda una sociedad. “La decadencia no es un problema; el problema es no encontrar la manera de resistir y la posibilidad del amor frente a todo”, dirá Navas.
La reaparición de Renata es una fisura en la rutina, una grieta luminosa. Iris, aún sin certezas, se siente atraída y la sigue en silencio, como se sigue a un desconocido. Y en ese andar callado, se busca a sí misma, tanteando a ciegas eso que crece sin permiso ni forma. Pero el “qué dirán” y las voces ajenas la habitan, la invaden, beben su sangre y le agitan los días. ¿Qué es amar? ¿Cómo se ama en ciertos contextos? ¿Cómo se es paciente ante el descubrimiento de lo desconocido? Como se dice en el barrio, hay que hacerse cargo de lo que uno siente.
“El afecto es el temblor del alma cuando el cuerpo roza el mundo, y comprenderlo es empezar a ser libres”, escribió alguna vez, hace mucho tiempo, Baruch Spinoza. En Las mil y una, Clarisa se abraza al despertar LGTBIQ+ que se enciende en un juego de escondidas y que, desde la penumbra, promete libertad. Hay una escena que es pura belleza: Darío y Ale bailan en su habitación junto a su madre. La cámara de Clarisa se vuelve íntima, respira al ritmo de los cuerpos. Los afectos hacen vibrar a los adolescentes y los sacuden, porque el amor es eso: una tormenta de arena de la que se sale distinto, pero nunca ileso.
“Contar las vidas que habitan las fronteras y que son mil y una”, dice Clarisa. Un ritmo que se repite con pequeños cambios siempre lo transforma todo, como la vida misma. Las Mil y Una no solo le presta su voz y sus modismos a un barrio olvidado; también afirma que el deseo no cabe en una sola forma. Frente a un mundo que margina, que juzga, que decide no decir, la cámara elige no huir. Porque, para Clarisa, la identidad no es un problema: es un tesoro.
EL PRÍNCIPE DE NANAWA
La voz aguda de un niño de cabellos dorados irrumpe, como un soplo leve, en la grabación de un programa documental llamado Mujeres entre fronteras. Su aparición parece tejida por ese azar que Cortázar llamaba destino: “como aquel que tan bien sabe hacer las cosas”. Clarisa lo percibe, lo deja ser, lo escucha. Y el niño, como si habitara un instante que sabe único, deja un gesto suspendido en el aire: lleva su mano derecha al pecho izquierdo y, con una solemnidad desarmante, dice dice algo asi:
—Soy Ángel Omar Stegmayer, paraguayo y de sangre argentina. Mi sueño es ser veterinario. Quiero hablar del guaraní. ¿Por qué abandonamos nuestro idioma?
Clarisa lo observa como quien presencia un desvío que reordena el camino. En ese gesto no hay solo una voz: hay una súplica, una ternura, una pregunta arrojada al viento. Una mezcla de atención y afecto que rompe el guion y desarma lo previsto. Ángel sigue su andar por las pasarelas de Nanawa, ciudad paraguaya que roza la frontera con Clorinda, Formosa, y se entrega entero, como quien ofrece su mundo sin pedir nada a cambio. Y tal es el deseo de Clarisa de no soltarlo, que El príncipe de Nanawa recorre trece años de su vida en más de tres horas de metraje.
La trama documental se despliega en dos grandes bloques. La primera parte aborda el descubrimiento del protagonista y lo acompaña hasta rozar la preadolescencia. En ese paisaje de inocencia, Clarisa le propone un juego, un experimento sutil: le entrega una cámara y le susurra:
—Quiero que captures lo que te parece bello y también aquello que no, lo que quisieras transformar.
En ese quiebre fronterizo, Clarisa abre una dialéctica que es, a la vez, un acto poético y amoroso. Ángel, con el brillo de un niño que estrena un juguete, filma sin pausa festejos de cumpleaños, instancias de aburrimiento y un contexto desolador: una sociedad machista que ve con naturalidad ciertas realidades como el acoso o el trabajo infantil. Así, la pantalla se llena de planos disonantes, de formatos híbridos, de imágenes familiares y de la felicidad imperfecta de un niño que descubre, en la escasez y la pobreza, territorios desde donde alumbrar.
La segunda parte lo encuentra atravesado por la adolescencia, ese territorio movedizo donde todo parece tambalearse. Surgen los conflictos, las dudas, las preguntas que no solo brotan del cuerpo que cambia, sino también de las heridas que lo preceden. Y mientras él se transforma, el mundo también cruje: la pandemia irrumpe como un viento oscuro, y los viejos males de Nanawa —el agua infectada, la falta de trabajo, el abandono— se agrandan como una mancha, haciéndose cada vez más visibles, más insoportables. Aspectos para nada principescos.
Sin embargo, Ángel no pierde, en ese tránsito inevitable hacia la adultez, la capacidad de pensar, de mirar, de preguntarse. Su relación con Clarisa y el equipo crece con cada visita: se vuelve familia, más íntima, más honda, más vital. Tanto que, en un giro inesperado, es él quien comienza a interpelarla sin decirlo.
¿Estamos ante el límite del cine?
Una de las escenas más luminosas lo sitúa en una estación de servicio. Ángel está callado, nervioso, atento. Hay algo que se avecina. Minutos después llega Omar, su medio hermano: Un nombre apenas pronunciado al comienzo, pero que se repite, latente, en la mente del joven y en la vida de los Stegmayer, como una condena. La desigualdad entre ellos se hace palpable e inevitable. Omar, con una vida resuelta, lo invita a su casa en Mar del Plata, y allí, Ángel toma jugo en una copa que no sabe cómo sostener. Pero es también la única vez que se lo ve liviano. Conoce el mar. Corre. Ríe. Llora. Y en ese llanto se disuelven los fantasmas: el de su hermano, el suyo, el de su padre.
¿Será posible una vida así para él?
De pronto, Ángel desaparece y reaparece con una noticia: va a ser padre con apenas 17 años. Y entonces, como una ráfaga de verdad, se revela algo que punza. Algo que la vida, con su crudeza y su ternura, nos marca a fuego: hay moldes y ataduras —históricas, sociales, afectivas, ancestrales— de los que no siempre es posible escapar
Nadie mejor que Clarisa para nombrar su política autoral: “Mi cine está, lo siento, más cerca de la intuición que de otra cosa” —dice, como si revelara un secreto.
Y en ese revelarse está todo: filmar sin red, sin garantías. Sus películas son pruebas testigo de que no se necesitan grandes artificios: basta una cámara y un cuerpo que sepa escuchar el temblor irrepetible de lo real. Lejos del control y más cerca de la frontera. Agitándolo todo: lo inestable, lo que se corre, lo que no termina de encajar.
Tal vez su cinematografía se parezca más a aquella de los orígenes, cuando Alice Guy filmaba un colchón rodando por un barranco; donde no había sistema, ni industria, ni reglas. Solo una cámara encendida, y el azar como guía y deseo radical de mirar el mundo con ansias de libertad.
Más información:
Crítica de El príncipe de Nanawa y entrevista a Clarisa Navas
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