Columnistas
Jon Favreau, un actor y director con los ingredientes justos
El estreno de Chef sirve para reivindicar la carrera del artista y para repasar de manera crítica la relación entre cine y comida.
Publicado el 4/12/2014
1. El chef: Hace casi veinte años fue el millonario gordito y maniático por la lucha que se enamoró de Monica Geller mientras ella trabajaba de moza en un dinner temático, con patines y tetas gigantes. La relación duró lo que tardó el personaje de Jon Favreau en ganarse, no el título de campeón por el que se desesperaba, sino un yeso que le inmovilizaba la columna, y Monica salió corriendo horrorizada. Friends siguió su camino, pero Favreau quedó pegado, se hizo discretamente inolvidable como esas cosas que gustan mucho y no se sabe por qué, porque nunca sobresalen. Y muchos años después dirigió tres películas al hilo donde otro lunático como Robert Downey Jr., también un millonario insatisfecho con mucha locura encima, hizo de Iron Man, el superhéroe irreverente que nadie se esperaba, uno que lucha por el bien y la justicia como quien se organiza una fiesta privada en la mansión, a falta de otro plan.
Como director, Favreau estuvo detrás de ese tipo de películas buenas de las que nadie se pregunta quién las hizo, como Elf, el duende. Y como actor, fue el personaje secundario o el mejor amigo del protagonista más o menos en la misma clase de películas, como Viviendo con mi ex o Te amo, hermano.
Chef es lo nuevo de Favreau y es una película mucho más personal porque, ahora protagonista, guionista y director, se nota que el gusto y la posibilidad de darse el gusto están detrás de cada elección en el armado de la película, desde compartir charlas y cervezas con John Leguizamo o bailar con Sofía Vergara hasta seducir a Scarlett Johansson con un plato de espaguetis al ajo. Con mucho ajo. Mucho ajo dorado lentamente en aceite, hasta que se ponga de un color caramelo divino. Que Scarlett espera recostada en un sofá, exhibiendo el escote, como si mirara desnudarse a un hombre.
Todo es placentero, mientras se cuenta el camino zigzagueante de un hombre para llegar a reencontrarse con los placeres fundamentales de hacer lo que le gusta, disfrutar del tiempo con el hijo, estar con la mujer que ama. Lo que pasa es que el chef Carl Caspers fue innovador alguna vez, aventurero, hasta que la rutina de un trabajo bien pago en un restorán siempre lleno lo llevó a dejar de crear y repetir, una y otra vez, día tras día, las mismas recetas a pedido del público. El punto de automatización se puede ver en la manera de estar con el hijo: peli, montaña rusa, helados o pochoclo y vuelta a casa, todo lo que se considera diversión en un plano mecánico y prefabricado, algo así como el equivalente de la comida congelada o de las hamburguesas de McDonald´s.
La alternativa gastronómica de Chef es equivalente a su propuesta cinematográfica: no los platitos pretenciosos del restorán que dirige Dustin Hoffman, un menú encabezado por un huevo relleno con caviar y coronado por el remanido volcán de chocolate, sino el sándwich cubano de cerdo macerado con naranja, hierbas y condimentos, cocido al horno y combinado con jamón y queso sobre un pan untado por dentro con un montón de mostaza y afuera, un montón de manteca. El sonido crujiente de la manteca sobre la plancha, o de la panceta burbujeando de grasa cuando sale del horno, es la música que Chef combina con los ritmos cubanos o esa otra canción, cantada a dúo por Favreau y Leguizamo, donde un chico confiesa que necesita terapia sexual porque tiene las bolas azules. Favreau se divierte todo el viaje, incluso cuando tiene que limpiar un camión inmundo, y esa pasión sincera por la comida y por la comida como trabajo se la transmite al hijo como si fuera Stallone en musculosa cuando le compra su primer cuchillo.
Lo raro de la película es el lugar ligeramente particular que ocupa entre tantas miles de películas iguales. De nuevo, como esos sándwiches cubanos: hay demasiados relatos de superación personal en aras de una vida de realización, de volantazo en la mitad de una carrera encarados con miedo, temblor y después llenos de coraje, de ascenso desde el fondo de un héroe barrial y familiero. Chef no se evade ni por un segundo de ese molde, convencida de que los buenos platos pueden salir de seguir una receta al pie de la letra y de sacar varios panes igualmente dorados como si uno fuera un robot. Y eso mismo le dice Carl Casper al hijo cuando le enseña a controlar el punto de los sándwiches, nada de cháchara inspiradora de sentir con el corazón o con alguna otra parte del cuerpo cuándo el sándwich está listo, sino la precisión y el saber-hacer de un experto que lo es a puro oficio. De un laburante.
Así es Chef, clásica y buena, una película tan transparente que uno la puede ver más de una vez sin darse cuenta de por qué le está gustando tanto. Pero el secreto está en la calidad de los ingredientes, como ese nene que es cálido sin ser tiernito y esa Scarlett Johansson con flequillo castaño y pequeñas estrellas tatuadas en los brazos (la forma en que Favreau hace lucir a Scarlett como personaje secundario y al mismo tiempo no se regodea en ella es prueba de la precisión de proporciones que mantiene la receta), en un camión que carga una cocina industrial y hace de centro a postales de New Orleans o Miami donde Caspers y el hijo prueban unos buñuelos fritos con azúcar impalpable que, por dios, yo también quiero probar algún día.
2. La comida: En tiempos de sustitutos “sabor a” y de potes rellenos con aceites hidrogenados que buscan simularla sin aportar las grasas animales y otros contenidos indeseables que la hacen invencible, la manteca triunfa en todas partes. O por lo menos en el cine. El Mantecrem pasará, pero las películas seguirán celebrando el aroma cremoso y el dorado prometedor de un ingrediente que también es un parteaguas: manteca sí, manteca no, y toda una filosofía de vida en cada extremo. La cantidad de manteca que Carl Caspers unta sobre los panes y derrite sobre la plancha antes de colocar el pan, o ese mar de manteca fundida en el que flota el pescado que le sirven a Julia Child (Meryl Streep) al comienzo de Julie & Julia, o el elogio de la manteca que pronuncia Julie Powell (Amy Adams) cuando declara que todo lo que es riquísimo más allá de lo imaginable, seguramente es porque tiene manteca -mientras agrega más, y más, y más manteca a una sartén-, son formas de cocinar que sobreviven por fuera de las nuevas tablitas donde se indica cuánta grasa consumir a diario, o de esas otras que marcan los kilos por altura que pueden ser aceptables en una persona.
Y por fuera, también, de la industria de sustitutos cada vez más amplia que comenzó por la sacarina y los calditos y ahora incluye salsas, quesos, hamburguesas, salchichas, purés, pastas, yogures, bebidas, panes y casi todo lo imaginable. Todo con “sabor a”. Hasta existe una bolsa donde se puede colocar un pollo o un pedazo de carne y cocinarlo al sabor de un polvillo que vaya a saber de qué será. El “sabor a” está en la base de la alimentación moderna, y por supuesto se trata de esencias artificiales, colorantes y conservantes ¿Quién sabe macerar un pedazo de carne? ¿O quién tiene tiempo para eso? Lo que buscan las películas -surgidas, claro está, de una cultura que inventó la comida rápida y los fast food, y donde el pavo del tradicionalísimo Día de Acción de Gracias se rellena con el contenido de una caja que dice “stuffing”-, entonces, es la realidad. El reverso de esas imágenes de comida photoshopeada que se multiplican en los afiches publicitarios y los “menúes” gigantes de los fast food y los patios de comida de los shoppings, esa comida que siempre decepciona porque claro, no se puede morder una imagen, y lo que uno recibe es un subproducto pequeño y mal hecho que se come con amargura mirando de reojo el cartel de la hamburguesa idealizada.
Y la manera de buscar algo más real es conectando con alguna tradición, con ese tiempo ya mítico en el que la comida era lo que era y no otra cosa. Nadie quiere que vuelvan esas épocas en que saber cocinar -algo que se aprendía de la madre y de la abuela y era requisito casi obligatorio para poder casarse- era un mandato para las mujeres que también, debían estar lindas, esperar al marido con una sonrisa y hacer brillar la casa. Pero los saberes de esa época de cacerolas varias y mesas de campo que retratan con tanta pasión películas como Ratatouille y como Julie & Julie (que parecen tener a la cocina francesa como el sumum de lo que se puede preparar y saborear) pueden tener un lugar en el presente, donde al final de un día bueno o malo es muy probable que resulte salvador prepararse unas bruschettas y compartirlas con familia o amigos. Por eso, los villanos de estas películas están bien identificados y oponen la industria a la artesanía: son el pochoclo inflado, la comida congelada, o la comida pensada como “combustible”, como le dice el papá a la ratita gourmet que quiere experimentar lo más que pueda con los sentidos en Ratatouille.
Comida real, hecha con ingredientes reales, y cocineros que fabrican en tiempo real varios platos a la vez: las películas con comida suelen tener sus momentos musicales donde alguien se apodera de la cocina y la hace sonar como si fuera una orquesta. Meryl Streep gira y se multiplica en la cocina francesa de Julia Child, Jon Favreau corta un lechón como si separara los pétalos de una rosa y Remy condimenta una sopa a los saltitos como si la olla fuera una galera gigante de la que pronto va a brotar la magia. Quién sabe si estas películas, junto con las toneladas de realities sobre cupcakes, pasteles y Masterchefs que dominan la pantalla (y ese misterio tan primitivo de por qué no nos deja de fascinar ver a alguien haciendo algo), no quedarán como documento de una época en la que todavía y pese a todo, la gente sabía comer y hacer cosas con las manos.
Aquí la crítica del film por Néstor Burtone
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